Divina

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sábado, 19 de diciembre de 2015

After 4 Capitulo 5


Pau

Kimberly maldice a Christian por teléfono con tanto ímpetu que, cuando termina, tiene que parar para recuperar el aliento. Luego alarga la mano hasta mi hombro.

—Esperemos que Pedro sólo esté dando una vuelta para despejarse. Christian dice que quería dejarle espacio. —Gruñe con desaprobación.

Pero conozco a Pedro y sé que él no se «despeja» dando un paseo. Intento llamarlo de nuevo, pero me salta el buzón de voz al instante. Ha apagado el teléfono.

—¿Crees que irá a la boda? —Kim me mira—. Ya sabes, para montar una escena.

Me gustaría decirle que Pedro jamás haría eso, pero con el peso de toda esta presión que tiene, no puedo negar que es una posibilidad.

—No me creo que vaya a sugerirte esto —dice entonces ella con mucho tacto—: quizá deberías venir a la boda, al menos para asegurarte de que no la interrumpe. Además, es muy probable que él esté intentando buscarte de todos modos, y si nadie contesta al teléfono, seguramente te buscará allí en primer lugar.

La idea de que Pedro aparezca en la iglesia y monte una escena me da náuseas. Sin embargo, siendo egoísta, espero que acuda allí. De lo contrario, no tengo prácticamente ninguna posibilidad de encontrarlo. El hecho de que haya desconectado el móvil hace que me pregunte si quiere que lo encontremos.

—Supongo que tienes razón. Quizá debería ir y quedarme fuera —sugiero.

Kimberly asiente comprensiva, pero su expresión se torna dura cuando un elegante BMW negro aparece en el aparcamiento y estaciona al lado de su coche de alquiler.
Christian sale del vehículo vestido de traje.

—¿Se sabe algo de él? —pregunta mientras se aproxima.
Se inclina para besar a Kimberly en la mejilla —algo que, supongo, hace por costumbre—, pero ella se aparta antes de que los labios de él lleguen a tocar su piel.

—Lo siento —oigo que le susurra.

Ella niega con la cabeza y centra la atención en mí. Estoy sufriendo por Kim; no se merece semejante traición. Aunque supongo que eso es lo que tienen las traiciones: no tienen prejuicios y atacan a aquellos que ni las ven venir ni las merecen.

—Pau va a venir con nosotros y vigilará, por si Pedro aparece en la boda —empieza a explicar. Después mira a Christian a los ojos—: Así, mientras todos estemos dentro, ella se asegurará de que nada interrumpa este maravilloso día —dice con la voz cargada de veneno pero manteniendo la calma.

Christian sacude la cabeza mientras contempla a su prometida.

—No vamos a ir a esa maldita boda. No después de toda esta mierda.

—¿Por qué no? —pregunta Kimberly con ojos cansados.

—Por esto —Vance hace un gesto con la mano señalándonos a ella y a mí—, y porque mis dos hijos son más importantes que cualquier boda, y especialmente ésta. No espero que te sientes ahí con una sonrisa en la misma habitación que ella.

Kimberly parece sorprendida, pero al menos sus palabras han conseguido aplacarla. Yo me limito a observar y permanezco en silencio. La referencia de Christian a Pedro y a Smith como «sus hijos» por primera vez me ha desconcertado. Hay tantas cosas que me gustaría decirle a este hombre, tantas palabras cargadas de odio que necesito espetarle desesperadamente..., pero sé que no debo hacerlo. Eso no ayudará en nada, y tengo que seguir centrada en descubrir el paradero de Pedro y en cómo se habrá tomado la noticia.

—La gente hablará. Especialmente Sasha —responde Kimberly con el ceño fruncido.

—Me importa una mierda lo que digan Sasha, Max o quien sea. Que hablen lo que les dé la real gana. Vivimos en Seattle, no en Hampstead. —Hace ademán de cogerla de las manos, y ella permite que las sostenga entre las suyas—. Mi única prioridad ahora mismo es arreglar mis errores —dice Christian con voz temblorosa.

La fría animadversión que siento hacia él empieza a flaquear, aunque muy ligeramente.

—No deberías haber dejado que Pedro saliera del coche —replica Kimberly, aún con las manos entre las de él.

—Tampoco podía impedírselo. Ya sabes cómo es. Y después se me atascó el cinturón y no sabía hacia adónde había ido..., ¡maldita sea! —dice, y Kimberly asiente despacio.

Finalmente, siento que ha llegado el momento de intervenir.

—¿Adónde crees que ha ido? Si no se presenta en la boda, ¿adónde debería ir a buscarlo?

—Yo ya he mirado en los dos bares que sé que están abiertos a estas horas —responde Vance con el ceño fruncido—. Por si acaso. —Su expresión se suaviza cuando me mira—. Sé que no debería haberos separado para decírselo. Ha sido un tremendo error, y sé que tú eres lo que necesita en estos momentos.

Incapaz de contestarle nada remotamente amable, me limito a asentir, saco mi teléfono del bolsillo y pruebo a llamar a Pedro una vez más. Sé que tendrá el teléfono desconectado, pero no pierdo nada por intentarlo.

Mientras yo llamo, Kimberly y Christian se contemplan en silencio, cogidos de las manos, ambos buscando una señal en los ojos del otro. Cuando cuelgo, él me mira y dice:

—La boda empieza dentro de veinte minutos. Puedo llevarte hasta allí ahora si quieres.

Kimberly levanta una mano.

—Puedo llevarla yo. Tú llévate a Smith y vuelve al hotel.

—Pero... —empieza a replicar él, pero al ver la expresión de su rostro, decide no continuar—. Volverás al hotel, ¿verdad? —pregunta con una mirada cargada de temor.

—Sí —suspira ella—. No voy a salir del país.

El alivio reemplaza el pánico de Christian, que por fin suelta las manos de Kimberly.

—Id con cuidado, y llamadme si necesitáis algo. Tienes la dirección de la iglesia, ¿verdad?

—Sí. Dame tus llaves. —Extiende la mano—. Smith se ha quedado dormido, y no quiero despertarlo.

Aplaudo en silencio su fortaleza. Si yo fuera ella, estaría hecha polvo. De hecho, estoy hecha polvo por dentro.

Menos de diez minutos más tarde, Kimberly me deja delante de una iglesia pequeña. La mayor parte de los invitados ya han entrado, y tan sólo quedan unos cuantos rezagados en los escalones exteriores. Me siento en un banco y observo la calle en busca de alguna señal de Pedro.

Desde mi posición oigo que la marcha nupcial empieza a sonar y me imagino a Trish vestida con su traje de novia, recorriendo el pasillo para encontrarse con el novio, sonriendo y radiante, muy guapa.

Pero la Trish de mi mente no coincide con la madre que miente respecto a la identidad del padre de su único hijo. Los escalones se vacían y los últimos invitados entran para ver el enlace entre Trish y Mike. Pasan los minutos y puedo oír casi todos los sonidos procedentes del interior del pequeño edificio. Una media hora más tarde, los invitados aplauden y celebran cuando la novia y el novio son declarados marido y mujer, momento que me da pie a marcharme. No sé adónde ir, pero no puedo seguir aquí sentada esperando. Trish saldrá de la iglesia en breve, y lo último que necesito es un incómodo encuentro con la recién casada.

Empiezo a dirigirme hacia el lugar por donde hemos venido, o al menos eso creo. No recuerdo exactamente la ruta, pero no tengo ningún sitio adonde ir. Saco el móvil de nuevo y vuelvo a llamar a Pedro. Su teléfono sigue desconectado. Me queda menos de la mitad de la batería y no quiero que se me agote, por si intenta llamarme él.

Conforme continúo mi búsqueda, recorriendo sin rumbo el barrio y mirando en bares y restaurantes aquí y allá, el sol empieza a ponerse en el cielo londinense. Debería haberle pedido a Kimberly uno de sus coches de alquiler, pero no pensaba con claridad en ese momento y, además, ella tiene sus propias preocupaciones. El coche de alquiler de Pedro sigue aparcado en Gabriel’s, pero no tengo la llave.

La belleza y la gracia de Hampstead disminuyen a cada paso que doy hacia el otro lado de la ciudad. Me duelen los pies y el aire primaveral se va tornando cada vez más frío conforme el sol se oculta. No debería haberme puesto este vestido y estos estúpidos zapatos. De haber sabido lo que iba a suceder, me habría puesto un chándal y unas zapatillas para que me resultara más fácil perseguir a Pedro. En el futuro, si alguna vez voy a alguna parte con él otra vez, ése será mi uniforme estándar.

Al cabo de un tiempo, ya no sé si son cosas mías o si la calle por la que camino me resulta familiar de verdad. Está repleta de pequeñas casas, como la de Trish, pero estaba medio dormida cuando llegamos y no me fío mucho de mi mente en estos momentos. Por suerte, las calles están prácticamente vacías, y todos los residentes parecen haberse metido ya en sus casas. De lo contrario, compartir las calles con gente que sale de los bares haría que estuviera todavía más paranoica. Casi me echo a llorar de alivio cuando veo la casa de Trish un poco más adelante. Está anocheciendo, pero las farolas están encendidas y, conforme me aproximo, cada vez estoy más convencida de que es su casa. No sé si Pedro se encontrará allí, pero espero que, si no es así, al menos la puerta no esté cerrada para poder sentarme y beber un poco de agua. Llevo horas caminando por el barrio sin rumbo. 

Tengo suerte de haber acabado en la única calle del pueblo que puede serme de utilidad.
Mientras me acerco a la casa de Trish, una deslucida señal luminosa con la forma de una cerveza capta mi atención. El pequeño bar se encuentra entre una casa y un callejón. Un escalofrío recorre mi cuerpo. Para Trish debe de haber sido duro permanecer en la misma casa, tan cerca del bar desde el que salieron sus agresores en busca de Ken. Pedro me dijo que no podía permitirse mudarse. Su manera de quitarle importancia me sorprendió. Pero, por desgracia, el dinero es así de cruel.

Está ahí. Lo sé.

Me dirijo al pequeño establecimiento y, cuando abro la puerta de hierro, me siento avergonzada al instante al reparar en mi atuendo. Parezco una auténtica loca al entrar en esta clase de bar con un vestido, descalza y con los zapatos en la mano. Decidí quitármelos hace una hora. Dejo caer mis tacones al suelo y vuelvo a deslizar los pies en el calzado. Hago una mueca de dolor cuando las correas rozan las marcas rojas de mi piel a la altura de los tobillos.

No hay mucha gente, y no me lleva demasiado tiempo echar un vistazo y encontrar a Pedro, que está sentado a la barra llevándose un vaso a la boca. Se me cae el alma a los pies. Sabía que lo encontraría así, pero mi fe en él se está resintiendo en este momento. 

Había esperado, con todas mis fuerzas, que no recurriese a la bebida para mitigar su dolor. Inspiro hondo antes de acercarme.

Pedro—digo y le apoyo una mano en el hombro.

Se vuelve sobre el taburete, me mira, y se me revuelven las tripas ante la imagen que tengo delante. Tiene los ojos tan rojos, tan inyectados en sangre, que el blanco prácticamente ha desaparecido. Sus mejillas están sonrojadas, y el hedor a licor es tan 
fuerte que casi puedo saborearlo. Me empiezan a sudar las manos y la boca se me seca.

—Mira quién está aquí —balbucea.

El vaso que tiene en la mano está casi vacío, y me encojo al ver los tres vasos de chupito también vacíos que tiene delante.

—¿Cómo me has encontrado? —Ladea la cabeza y apura lo que le queda de líquido marrón antes de llamar al hombre que está detrás de la barra—. ¡Otro!

Acerco el rostro hasta que está directamente delante del de Pedro para que no pueda mirar hacia otro lado.

—Cariño, ¿estás bien? —Sé que no lo está, pero no sabré cómo debo tratarlo hasta que 
evalúe su estado de ánimo y la cantidad de alcohol que ha consumido.

—Cariño... —dice en tono misterioso, como si estuviera pensando en otra cosa mientras habla. Pero entonces vuelve en sí y me ofrece una sonrisa asesina—: Sí, sí. Estoy bien. Siéntate. ¿Quieres tomar algo? Tómate algo... ¡Camarero, otro!

El hombre me mira y yo niego con la cabeza. Pedro no se percata de ello, retira el taburete que hay a su lado y da unos golpecitos en el asiento. Echo un vistazo alrededor del bar antes de sentarme.

—¿Cómo me has encontrado? —pregunta de nuevo.

Me siento confundida y nerviosa ante su comportamiento. Es evidente que está borracho, pero no es eso lo que me preocupa, sino la espeluznante calma que tiñe su voz. La he oído antes, y nunca trae nada bueno.

—Llevo horas deambulando, y he reconocido la casa de tu madre al otro lado de la calle, así que sabía..., bueno, sabía que debía buscarte aquí.

Me estremezco al recordar que, según me contó Pedro, Ken pasaba noche tras noche en este mismo bar.

—Mi pequeña detective —dice suavemente mientras levanta una mano para colocarme el pelo detrás de la oreja.

No me encojo ni me aparto, a pesar de que la ansiedad aumenta en mi interior.

—¿Vienes conmigo? —digo—. Me gustaría que nos fuésemos ya al hotel, así podremos marcharnos por la mañana.

Justo en ese momento, el camarero le trae la bebida, y Pedro se queda contemplándola.

—Aún no.

—Por favor, Pedro. —Lo miro a los ojos rojos—. Estoy muy cansada, y sé que tú también lo estás. —Trato de usar mi debilidad contra él en lugar de mencionar a Christian o a Ken. Me inclino hacia él—. Los pies me están matando, y te he echado de menos. Christian ha intentado buscarte, pero no ha dado contigo. Llevo un buen rato caminando y quiero que volvamos al hotel. Juntos.

Lo conozco lo bastante bien como para estar segura de que, si empiezo a hablarle de algo demasiado importante, perderá los estribos y su calma se evaporará en cuestión de segundos.

—No se ha esforzado mucho en buscarme. He empezado a beber — Pedro levanta el vaso— en el bar que está justo enfrente de donde me ha dejado.

Me inclino hacia él, y empieza a hablar de nuevo antes de que a mí se me ocurra nada que decir.

—Tómate algo. Estoy con una amiga; ella te invitará a un chupito. —Señala con la mano todos los vasos que hay en la barra—. Nos hemos encontrado en otro magnífico establecimiento, pero en vista de que la temática de esta noche parece ser el pasado, he decidido que viniésemos aquí. Por los viejos tiempos.

Se me cae el alma a los pies.

—¿Una amiga?

—Una vieja amiga de la familia —dice, y señala con el rostro a la mujer que sale del aseo.

Parece tener unos cuarenta o cuarenta y pocos años, y lleva el pelo rubio platino. Me alivia ver que no es una chica joven, ya que parece que Pedro lleva un buen rato bebiendo con ella. 

—De verdad, creo que deberíamos irnos —insisto, e intento cogerlo de la mano. Él se aparta.

—Judith, ésta es Paula.

—Judy —lo corrige ella al tiempo que yo digo «Pau».

—Encantada de conocerte. —Fuerzo una sonrisa y me vuelvo otra vez hacia Pedro—. Por favor — le suplico de nuevo.

—Judy sabía que mi madre era una puta —dice Pedro, y el hedor a whisky ataca a mis sentidos una vez más.

—Yo no he dicho eso. —La mujer se echa a reír. Viste de un modo excesivamente juvenil para su edad. Lleva un top muy escotado y unos pantalones de campana demasiado estrechos.

—Sí que lo ha dicho. ¡Mi madre odia a Judy! — Pedro sonríe. La desconocida le devuelve la sonrisa.

—¿Por qué será?

Empiezo a sentirme excluida de una broma privada entre ellos.

—¿Por qué? —pregunto sin pensarlo.

Pedro le lanza una mirada de advertencia y hace un gesto con la mano como desestimando mi pregunta. Me dan ganas de tirarlo del taburete de un puñetazo, pero me contengo. Aunque si no supiera que sólo está intentando ocultar su dolor, lo haría.

—Es una larga historia, bonita. —La mujer le hace un gesto al camarero—. Pero bueno, tienes pinta de que te conviene beber un poco de tequila.

—No, estoy bien. —Lo último que quiero ahora es una copa.

—Relájate, nena. — Pedro se inclina más cerca de mí—. No eres tú quien acaba de descubrir que su vida entera es una puta mentira, así que relájate y tómate una copa conmigo.

Se me parte el corazón, pero beber no es la respuesta. Necesito sacarlo de aquí ahora mismo.

—¿Prefieres los margaritas con hielo picado o en cubitos? Este sitio no es gran cosa, así que no hay muchas opciones —me explica Judy.

—He dicho que no quiero una puta copa —le espeto.

Abre los ojos como platos, pero no tarda en recuperarse. Yo estoy casi tan sorprendida como ella de mi arrebato. Entonces oigo que Pedro se ríe a mi lado, pero mantengo los ojos fijos en esa mujer, que disfruta claramente de sus secretos.

—Vale. Parece que alguien necesita relajarse. —La tal Judy rebusca en su enorme bolso. Saca un mechero y un paquete de cigarrillos y enciende uno—. ¿Quieres? —le pregunta a Pedro.

Lo miro y, para mi sorpresa, asiente. Judy alarga la mano y le pasa el cigarrillo que ella misma ha encendido. ¿Quién narices es esta mujer?

Le pone el asqueroso pitillo en los labios y él le da una calada. Hilillos de humo remolinean entre nosotros y yo me tapo la boca y la nariz.
Lo fulmino con la mirada.

—¿Desde cuándo fumas?

—Siempre he fumado. Lo dejé cuando empecé en la WCU. —Da otra calada.

El extremo rojo incandescente del cigarrillo me provoca. Alargo la mano, se lo quito de los labios y lo tiro dentro de su vaso medio lleno todavía.

—¿Qué cojones haces? —dice medio gritando, y se queda mirando su bebida arruinada.

—Nos vamos ahora mismo. —Me bajo del taburete, agarro a Pedro de la manga y tiro de él.

—No, de eso nada. —Se libra de mí e intenta captar la atención del camarero.

—Él no quiere irse —interviene Judy.

Estoy cada vez más furiosa, y esta mujer ya me está cabreando. La miro fijamente a sus ojos burlones, que apenas encuentro bajo el montón de rímel que lleva puesto.

—No recuerdo haber pedido tu opinión. ¡Métete en tus asuntos, y búscate a otro compañero de bebida, porque nosotros nos vamos! —grito.

Mira a Pedro esperando que la defienda, y entonces la nauseabunda historia entre los dos me resulta evidente. No es así como reaccionaría «una amiga de la familia» con el hijo de su amiga, que tiene la mitad de su edad.

—He dicho que no quiero marcharme —insiste Pedro.

He gastado todos mis recursos y no me escucha. Mi última opción es jugar con sus celos: un golpe bajo, y más en el estado en el que se encuentra, pero no me deja elección.

—Muy bien —digo mientras empiezo a inspeccionar el bar de manera exagerada—, si tú no quieres llevarme de vuelta al hotel, tendré que buscarme a alguien que lo haga.

Fijo la vista en el tipo más joven del lugar, que está en una mesa con sus amigos. Le doy a Pedro unos segundos para responder y, al ver que no lo hace, me dirijo al grupito de chicos. Entonces me agarra del brazo en cuestión de segundos.

—Ni hablar, de eso nada.

Me vuelvo y veo en el suelo el taburete que ha tirado con las prisas por alcanzarme, y los patéticos intentos descoordinados de Judy por levantarlo de nuevo.

—Pues llévame —respondo señalando la puerta con la cabeza.

—Estoy borracho —dice como si eso justificara esta escenita.

—Lo sé —respondo—. Cogeremos un taxi hasta Gabriel’s y luego yo conduciré el coche de alquiler hasta el hotel. —Rezo para mis adentros para que esta estratagema funcione.

Pedro me mira con recelo durante un segundo.

—Parece que lo tienes todo planeado, ¿verdad? —farfulla sarcásticamente.

—No, pero seguir aquí no va a traer nada positivo, así que, o pagas tus copas y me sacas de este sitio, o me iré con otra persona.

Me suelta el brazo y se aproxima a mí.

—No me amenaces. Yo también podría largarme con otra sin problemas —dice a tan sólo unos centímetros de mi cara.

Los celos me devoran al instante, pero decido pasarlos por alto.

—Adelante. Vete con Judy si quieres. Sé que ya te has acostado con ella; es obvio —le suelto desafiante con la espalda muy recta y la voz firme.

Me mira, después la mira a ella y sonríe un poco. Me encojo y él frunce el ceño.

—No fue nada del otro mundo. Apenas lo recuerdo. —Está intentando hacer que me sienta mejor, pero sus palabras surten el efecto contrario.

—Y ¿bien? ¿Qué decides? —digo levantando una ceja.

—Joder —refunfuña, pero vuelve tambaleándose a la barra para pagar sus bebidas.

Parece que simplemente se vacía los bolsillos sobre el mostrador y, después de que el camarero extraiga algunos billetes, Pedro desliza el resto hacia Judy. Ella lo mira, me mira a mí y se encoge un poco, como si algo hubiera desinflado su columna vertebral.

Mientras salimos del bar, Pedro dice:

—Adiós de parte de Judy.

Me dan ganas de estallar.

—No me hables de ella —replico.

—¿Estás celosa, Paula? —pregunta arrastrando las palabras mientras me rodea con el brazo—. Joder, odio este lugar, este bar, esa casa... —Señala hacia la pequeña vivienda que hay al otro lado de la calle—. ¡Por cierto! ¿Quieres saber algo curioso? Vance vivía ahí. — Pedro señala la casa de ladrillo que está justo enfrente del bar. En el piso de arriba hay una débil luz encendida, y un coche aparcado en la puerta—. Me pregunto qué estaba haciendo la noche que aquellos hombres entraron en nuestra puta casa.

A continuación, Pedro inspecciona el terreno y se agacha.
Antes de que me dé tiempo a asimilar qué está pasando, levanta el brazo hacia atrás por encima de su cabeza con un ladrillo en la mano.

—¡ Pedro, no! —grito, y lo agarro del brazo.

El ladrillo cae al suelo y patina por el hormigón.

—¡Que le den! —Intenta volver a cogerlo, pero me planto delante de él—. ¡Que le den a todo esto!
¡Que le den a esta calle! ¡Que le den a este bar y esa puta casa! ¡Que le den a todo el mundo!

Se tambalea de nuevo y se dirige a esa parte de la calle.


—Si no me dejas que destruya esa casa... —Su voz se aleja, de modo que me quito los zapatos y lo sigo calle abajo en dirección al patio delantero de la casa de su infancia.

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