Pedro
—Jack Daniel’s con cola —ladro.
El camarero calvo me lanza una mirada asesina mientras coge un vaso vacío de la estantería y lo llena de hielo. Es una lástima que no se me haya ocurrido invitar a Vance; podríamos haber compartido una copa como padre e hijo.
«Joder, todo esto es una puta mierda.»
—Que sea doble —le digo al hombretón de detrás de la barra.
—Recibido —responde él sarcásticamente.
Mi mirada encuentra el viejo televisor de la pared y leo los subtítulos que aparecen en la parte inferior de la pantalla. Es un anuncio de una compañía de seguros y no para de aparecer un bebé riéndose. Nunca entenderé por qué deciden meter bebés en todos los putos anuncios.
El camarero me desliza la bebida sin mediar palabra por la barra de madera justo cuando el bebé hace un sonido que supuestamente pretende resultar incluso más «adorable» que sus risas. Me llevo el vaso a los labios y dejo que mi mente me traslade lejos de aquí.
—¿Por qué has traído a casa productos para bebés? —había preguntado yo.
Ella se sentó sobre la tapa del váter y se recogió el pelo en una cola de caballo. Empezaba a preocuparme que se hubiera obsesionado con los niños; sin duda lo parecía.
—No es un producto para bebés —me respondió Pau echándose a reír—. Sólo tiene a un bebé y a un padre impresos en el envoltorio.
—Pues no entiendo por qué.
Levanté la caja de productos de afeitado que Pau me había traído y examiné las rechonchas mejillas de un bebé mientras me preguntaba qué cojones pintaba un niño pequeño en un kit de afeitado.
Ella se encogió de hombros.
—Yo tampoco, pero seguro que introducir la imagen de un bebé aumentará las ventas.
—Puede que en el caso de las mujeres que les compran estas mierdas a sus novios o a sus maridos —la corregí.
Ningún hombre en su sano juicio habría cogido esa cosa del supermercado.
—No, seguro que los padres también lo comprarían.
—Seguro. —Abrí la caja, dispuse el contenido delante de mí y la miré a los ojos a través del espejo —. Y ¿este bol?
—Es para la crema. Conseguirás un mejor afeitado si usas la brocha.
—Y ¿cómo sabes tú eso? —le pregunté con una ceja enarcada, esperando que no lo supiera por su experiencia con Noah.
Ella esbozó una amplia sonrisa.
—¡Lo he buscado en internet!
—Cómo no... —Mis celos desaparecieron al instante y Pau me dio una patadita traviesa—. Pues en vista de que ahora eres una experta en el arte del afeitado, ayúdame.
Yo siempre había usado espuma y una simple cuchilla, pero al ver que se había molestado en investigar al respecto, no quería frustrar su empeño. Y, francamente, la repentina idea de que me afeitara la cara me estaba poniendo cachondo. Pau sonrió, se levantó y se reunió conmigo delante de la pila. Cogió el tubo de crema, vertió un poco en el cuenco y empezó a removerla con la brocha hasta formar espuma.
—Toma. —Sonrió y me pasó la brocha.
—No, hazlo tú. —Le devolví la brocha y la cogí de la cintura—. Arriba. —La levanté para sentarla sobre el mueble de baño. Le separé los muslos y me coloqué entre ellos.
Se mostraba cautelosa pero concentrada mientras mojaba la brocha en la espuma y me la pasaba por la mandíbula.
—La verdad es que no me apetece mucho ir a ninguna parte esta noche —le dije—. Tengo un montón de trabajo que hacer. Me has estado distrayendo. —Le agarré las tetas y se las apreté con suavidad.
De un modo reflejo, hizo un movimiento brusco con la mano y me manchó el cuello con la crema de afeitar.
—Menos mal que no llevabas la cuchilla en la mano —bromeé.
—Menos mal —se mofó, y cogió la cuchilla nueva. Después se mordió los carnosos labios y preguntó—: ¿Estás seguro de que quieres que lo haga yo? Me da miedo cortarte sin querer.
—Deja de preocuparte. —Sonreí—. Además, seguro que también has buscado esta parte en internet.
Sacó la lengua como si fuera una niña pequeña y yo me incliné hacia adelante para besarla antes de que empezara. No me contestó nada porque había dado en el clavo.
—Pero te advierto que, como me cortes..., más te vale salir corriendo. —Me eché a reír. Ella me miró con el ceño fruncido.
—No te muevas, por favor.
Le temblaba un poco la mano, pero pronto fue adquiriendo firmeza mientras deslizaba con suavidad la cuchilla por la línea de mi mandíbula.
—Deberías ir sin mí —dije, y cerré los ojos.
Por alguna extraña razón, que Pau me estuviera afeitando la cara me resultaba reconfortante y sorprendentemente relajante. No me apetecía nada ir a cenar a casa de mi padre, pero Pau se estaba volviendo loca encerrada todo el tiempo en el apartamento, de modo que cuando Karen llamó para invitarnos, se puso a dar saltos de alegría.
—Si nos quedamos en casa esta noche, iremos el fin de semana. ¿Habrás terminado para entonces?
—Supongo... —protesté.
—Pues llámalos y díselo tú. Prepararé la cena después de esto y así tú puedes trabajar.
—Me dio unos golpecitos con el dedo en el labio superior para indicarme que cerrase la boca y me afeitó alrededor de ésta.
Cuando terminó, dije:
—Deberías beberte el resto del vino de la nevera porque la botella lleva días descorchada. Se avinagrará pronto.
—Bueno..., no sé... —vaciló. Y yo sabía por qué.
Abrí los ojos y ella llevó una mano atrás para abrir el grifo y mojar una toalla.
—Pau —pegué los labios bajo su barbilla—, puedes beber delante de mí. No voy a abalanzarme sobre tu copa.
—Lo sé, pero no quiero que se te haga raro. Además, tampoco hace falta que beba tanto vino. Si tú no bebes, yo tampoco.
—Mi problema no es la bebida. Mi problema es combinar el hecho de estar cabreado con la bebida.
—Lo sé —repuso, y tragó saliva.
Lo sabía.
Me pasó la toalla templada por la cara para eliminar el exceso de crema de afeitar.
—Sólo soy un capullo cuando bebo para intentar solucionar mierdas, y últimamente no he tenido nada que solucionar, así que estoy bien. —Incluso yo sabía que eso no era ninguna garantía absoluta—. No quiero ser uno de esos tipos como mi padre que beben hasta perder la razón y poner en riesgo a la gente que me rodea. Y, puesto que resulta que tú eres la única persona que me importa, no quiero beber estando tú presente nunca más.
—Te quiero —se limitó a responder.
—Y yo te quiero a ti.
Con el fin de interrumpir el ambiente tan serio del momento, y puesto que no quería seguir por ese camino, me quedé observando su cuerpo apoyado en el mueble de baño. Llevaba puesta una de mis camisetas blancas y nada más que unas braguitas negras debajo.
—Puede que tenga que quedarme contigo ahora que sabes afeitarme bien. Cocinas, limpias...
Me dio una bofetada de broma y puso los ojos en blanco.
—Y ¿yo qué beneficio saco? —replicó—. Eres desordenado; sólo me ayudas a cocinar una vez a la semana, cuando me ayudas. Te levantas siempre de malhumor...
La interrumpo colocando una mano entre sus piernas y apartándole las bragas.
—Aunque supongo que sí hay algo que se te da bien. —Sonrió mientras yo deslizaba un dedo dentro de ella.
—¿Sólo una cosa?
Añadí otra y Pau gimió mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás.
La mano del camarero golpea la barra delante de mí.
—He dicho que si quieres otra bebida.
Parpadeo unas cuantas veces, bajo la vista hacia el mostrador y vuelvo a levantarla hacia él.
—Sí. —Le paso el vaso y el recuerdo se desintegra mientras espero a que me lo rellene—. Otro doble.
Conforme el capullo viejo y calvo se aleja, oigo que una voz femenina exclama con sorpresa a mi espalda:
—¿ Pedro? ¿Pedro Alfonso?
Me vuelvo y veo el rostro ligeramente familiar de Judy Welch, una vieja amiga de mi madre. Bueno, examiga.
—Sí —asiento, y advierto que los años no la han tratado muy bien.
—¡Madre mía! Han pasado..., ¿cuántos? ¿Seis años? ¿Siete? ¿Estás solo? —Apoya la mano en mi hombro y se sube al taburete que tengo al lado.
—Sí, más o menos, y, sí, estoy solo. Mi madre no vendrá a por ti.
Judy tiene la infeliz expresión de una mujer que ha bebido demasiado a lo largo de su vida. Tiene el pelo rubio platino como cuando yo era adolescente, y sus implantes de silicona parecen demasiado grandes para su constitución menuda. Recuerdo la primera vez que me tocó. Me sentí como un hombre..., follándome a la amiga de mi madre. Y ahora, al verla, no me la follaría ni con la polla del camarero calvo.
Me guiña un ojo.
—Has crecido mucho.
El camarero deja la bebida delante de mí y yo me la bebo de un trago.
—Tan parlanchín como siempre. —Judy me apoya de nuevo una mano en el hombro antes de pedir su bebida. A continuación, se vuelve hacia mí—. ¿Has venido a ahogar tus penas? ¿Tienes problemas de amor?
—Ni una cosa ni la otra. —Giro el vaso entre los dedos y escucho el sonido del hielo golpeando contra el cristal.
—Vaya, pues yo he venido a ahogar mucho ambas cosas. Así que, brindemos los dos —dice Judy con una sonrisa que recuerdo de un pasado muy lejano mientras pide para ambos una ronda de whisky barato.
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