Pau
—Tu pelo ha quedado precioso. —Trish alarga el brazo desde el otro lado de la mesa para tocarme la cabeza.
—Gracias. Todavía me estoy acostumbrando a él. —Sonrío y miro al espejo que hay justo detrás de nuestra mesa.
La empleada del spa se quedó boquiabierta cuando le dije que nunca me había teñido el pelo. Después de que intentara convencerme durante unos minutos, accedí a que me lo oscureciera un poco, pero sólo las raíces. El color final es un castaño claro que se diluye en mi rubio de nacimiento hacia las puntas. Apenas se nota la diferencia y resulta mucho más natural de lo que esperaba. El color no es permanente, sólo durará un mes. No estaba preparada para un cambio tan radical pero, cuanto más me miro al espejo, más me gusta lo que veo.
La esteticista también hizo maravillas con mis cejas, me las depiló hasta que consiguió un arco perfecto, y llevo las uñas de manos y pies pintadas de rojo intenso. Rechacé la oferta de Trish de hacerme la depilación brasileña. Lo he pensado mucho, pero sería muy raro hacérmela con la madre de Pedro, y por ahora me apaño con la cuchilla. De camino hacia el coche, Trish se burla de mis zapatos igual que lo hace su hijo, y tengo que contenerme para no devolvérsela con un comentario sobre los chándales que suele llevar ella.
Me paso el viaje mirando por la ventanilla, memorizando cada casa, cada edificio, cada persona que pasa por la calle.
—Es aquí —me dice Trish al cabo de pocos minutos metiendo el coche en un aparcamiento cubierto que hay entre dos edificios. La sigo a la entrada del más pequeño.
El musgo cubre por completo el edificio de ladrillo y, al verlo, sale mi Landon interior y las referencias a El hobbit. Landon pensaría exactamente lo mismo si estuviera aquí, y nos reiríamos mientras Pedro refunfuña sobre lo penosas que son las películas y cómo se cargan el universo de J. R. R. Tolkien. Landon se lo rebatiría, como siempre, y diría que Pedro en el fondo adora las películas, cosa por la que éste se lanzaría a por su yugular.
Egoístamente, imagino un lugar en el que Pedro, Landon y yo pudiéramos vivir cerca, un lugar en el que Landon y Dakota pudieran vivir en Seattle, tal vez incluso en el mismo edificio que Pedro y yo. Un lugar en el que una de las pocas personas a las que de verdad les importo no fuera a irse a vivir a la otra punta del país dentro de una semana.
—Hoy hace buen día. ¿Te apetece comer fuera? —pregunta Trish señalando las mesas de metal de la terraza.
—Estaría bien. —Sonrío, y la sigo a la última mesa de la fila.
La camarera nos trae una jarra de agua y nos coloca dos vasos delante. Hasta el agua tiene mejor aspecto en Inglaterra. La jarra está llena de cubitos de hielo y de rodajas de limón perfectas.
Trish recorre las aceras con la mirada.
—Se nos va a unir una más. Debería llegar en cualquier... ¡Mira, por ahí viene!
Me vuelvo. Una mujer morena cruza la calle gesticulando con las manos. Lleva una falda hasta el suelo y tacones que le impiden moverse todo lo rápido que parece que querría.
—¡Susan! —A Trish se le ilumina la cara al ver la entrada aparatosa de la mujer.
—Trish, cielo, ¿cómo estás? —Susan se agacha para besar a Trish en ambas mejillas antes de volverse hacia mí y repetir el saludo.
Sonrío incómoda, sin saber si debo devolverle el par de besos o no.
La mujer tiene los ojos de un intenso color azul, y el contraste con su piel clara y el pelo oscuro es bonito a más no poder. Se aparta antes de que termine de decidirme.
—Tú debes de ser Paula. He oído hablar mucho y muy bien de ti —asegura, y me sorprende cuando me coge las manos y me las estrecha con cariño mientras me sonríe de corazón. Luego aparta la silla que hay a mi lado y se sienta.
—Me alegro de conocerte —digo sonriendo a mi vez. No tengo ni idea de qué pensar de esta mujer. Sé que no me gusta cómo reaccionó Pedro anoche al oír su nombre, pero parece encantadora. Es todo muy confuso.
—¿Lleváis mucho tiempo esperando? —pregunta volviéndose para colgar el bolso del respaldo de la silla.
—No, acabamos de llegar. Hemos pasado la mañana en el spa. —Trish sacude su melena castaña y brillante.
—Ya lo veo. Oléis como un ramo de flores. —Susan se ríe y se llena el vaso de agua. Su acento es elegante y mucho más marcado que el de Pedro y el de Trish.
A pesar del cambio de humor de Pedro anoche, estoy loca por Inglaterra, especialmente por este pueblo. Antes de venir hice los deberes, pero las fotos de internet no le hacen justicia a la belleza de otra época de este lugar. Miro alrededor fascinada, preguntándome cómo es posible que una calle empedrada llena de pequeñas tiendas y cafeterías sea tan encantadora, tan interesante.
—¿Lista para la última prueba? —le pregunta Susan a Trish.
Sigo contemplando la calle, sin hacer apenas caso de la conversación. Sólo tengo ojos para el antiguo y pintoresco edificio que hay al otro lado, la biblioteca. La de libros maravillosos que debe de albergar.
—Sí. Aunque, si esta vez no me queda bien, creo que tendré que demandar al dueño de la tienda — bromea Trish.
Me vuelvo hacia ellas y me obligo a no seguir mirando embobada la arquitectura de la zona hasta que Pedro me lleve a hacer turismo en condiciones.
—Como la dueña que soy, es posible que no me haga ninguna gracia. —La risa de Susan es grave y encantadora. He de recordarme que tengo que llevar mucho cuidado con ella.
Se me dispara la imaginación al mirar a la hermosa mujer. ¿Habrá tenido una aventura con Pedro? Ha mencionado alguna vez que se ha acostado con mujeres mayores pero nunca le he permitido que me contara más. ¿Será Susan, con su pelo castaño y sus ojos azules, una de ellas? Me dan escalofríos sólo de pensarlo. Espero que no.
Ignoro la punzada de celos y me obligo a disfrutar del delicioso sándwich que la camarera acaba de servirme.
—Háblame de ti, Paula. —Susan le hinca el tenedor a un trozo de lechuga y se lo lleva a los labios pintados.
—Llámame Pau, por favor —empiezo a decir nerviosa—. Estoy terminando mi primer año de universidad en la WCU y acabo de mudarme a Seattle.
Miro a Trish, que, por alguna razón, tiene el ceño fruncido. Pedro no debe de haberle contado lo de mi traslado, o puede que lo haya hecho y no le haya contado que no ha venido conmigo.
—He oído que Seattle es una ciudad preciosa. Nunca he estado en América —dice Susan arrugando la nariz—. Pero mi marido me ha prometido que me llevará este verano.
—Deberías ir. Está muy bien —digo como una idiota.
Estoy sentada en un pueblo sacado de un cuento de hadas y voy y comento que Estados Unidos está bien. Estoy segura de que Susan lo detestará, y las manos me tiemblan cuando saco el móvil del bolso y le mando un mensaje a Pedro. Nada especial, sólo:
« Te echo de menos».
Durante el resto de la comida sólo hablamos de la boda, y no puedo evitar que me guste Susan. Se casó con su segundo marido el verano pasado. Organizó la boda ella sola, no tiene hijos, pero sí una sobrina y un sobrino. Es la dueña de la tienda de trajes de novia en la que Trish se ha comprado el vestido. Tiene cuatro más en la zona del norte y el centro de Londres. Su marido es el dueño de tres de los pubs más populares de la zona, están todos en un radio de cuatro kilómetros.
La tienda de trajes de novia de Susan se encuentra a unas pocas manzanas del restaurante, así que decidimos ir andando. Hace calor y brilla el sol, y hasta el aire parece más refrescante que el de Washington. Pedro aún no ha respondido a mi mensaje pero, no sé por qué, ya sabía yo que no iba a hacerlo.
—¿Champán? —nos ofrece Susan en cuanto ponemos un pie en la pequeña tienda. Hay poco espacio, pero la decoración es perfecta, tipo retro y encantadora, toda en blanco y negro.
—No, gracias. —Sonrío.
Trish acepta el ofrecimiento y me promete que sólo se tomará una copa. Casi le digo que se beba las que quiera, que disfrute, pero no me fío de conducir en Inglaterra, ya se me hace bastante raro ir de pasajera. Mientras observo a Trish reír y bromear con Susan, no puedo evitar pensar lo distintos que son ella y Pedro. Trish es desenvuelta y vivaracha, y Pedro es... Pedro. Sé que no están muy unidos, pero me gusta pensar que esta visita puede cambiar eso. No del todo, sería demasiado pedir, pero espero que al menos Pedro se porte bien el día de la boda de su madre.
—Salgo dentro de un momento. Como si estuvieras en tu casa —me dice Trish antes de cerrar la cortina del probador.
Me siento en un mullido sofá blanco y me río al oírla maldecir a Susan por haberle pellizcado con la cremallera al subírsela. Puede que Pedro y ella se parezcan más de lo que creía.
—Disculpa. —Una voz femenina me saca de mis ensoñaciones y, cuando levanto la vista, me encuentro con los ojos azules de una joven embarazada.
»Perdona, ¿has visto a Susan? —me pregunta inspeccionando la tienda.
—Está ahí —digo señalando la cortina corrida del probador por el que Trish ha desaparecido con su vestido de novia hace apenas unos minutos.
—Gracias. —Sonríe y suspira, creo que aliviada—. Si pregunta, he llegado justo a las dos —me dice la chica, y sonríe de nuevo.
Imagino que trabaja aquí. Mis ojos descienden en busca de la placa con su nombre que lleva en la camisa blanca de manga larga.
«Natalie», dice.
Miro el reloj. Son las dos y cinco.
—Tu secreto está a salvo conmigo —le aseguro.
Se descorre la cortina y aparece Trish vestida de novia. El traje es maravilloso. Ella está absolutamente preciosa con el vestido sencillo de manga corta.
—¡Vaaaaya! —decimos Natalie y yo al unísono.
Trish sale del probador, se mira en el espejo de cuerpo entero y se enjuga las lágrimas.
—Lo hace en todas las pruebas, y eso que ésta ya es la tercera —comenta Natalie con una sonrisa. Tiene los ojos llenos de lágrimas, igual que yo. Se toca el vientre con la mano.
—Está preciosa. Mike es un hombre con suerte —digo, y le sonrío a la madre de Pedro.
Ella sigue mirándose al espejo, y no la culpo.
—¿Conoces a Trish? —pregunta la chica con educación.
—Sí. —Me vuelvo a mirarla—. Soy... — Pedro y yo vamos a tener que hablar sobre cómo tiene intención de presentarme—. Estoy con su hijo —le digo, y ella abre unos ojos como platos.
—Natalie. —La voz de Susan retumba entonces en la pequeña tienda.
Trish se ha puesto lívida y nos mira a Natalie y a mí. Se me escapa algo. Miro a Natalie, esos ojos azules, el pelo castaño y la piel clara.
«Susan... —pienso—. ¿Susan es la tía de Natalie? Y Natalie...
»Madre de Dios. Natalie. Esa Natalie...» La Natalie que le pesaba a Pedro en la conciencia, por muy poca que tenga. La misma a la que él le destrozó la vida.
—Natalie —le digo al darme cuenta de todo.
Ella asiente sosteniéndome la mirada mientras Trish se nos acerca.
—Sí, la misma. —La expresión de su rostro me dice que no está segura de si estoy al tanto de toda la historia y que tampoco sabe qué decir al respecto—. Y tú eres... eres su... Pau —dice. Puedo ver cómo se forman sus pensamientos.
—Soy... —No puedo hablar. No tengo ni la menor idea de qué decir. Pedro me contó que ahora era feliz, que lo había perdonado y que tenía una nueva vida. Siento por ella una profunda empatía—. Lo siento mucho... —digo al fin.
—Voy a por más champán. Trish, acompáñame. —Susan coge a Trish del brazo y tira de ella.
Trish vuelve la cabeza y, hasta que desaparece por una puerta, con vestido de novia y todo, no nos quita ojo de encima.
—¿Qué es lo que sientes? —Los ojos de Natalie refulgen bajo las luces brillantes. No puedo imaginarme a esta chica con mi Pedro. Es tan sencilla y tan bonita, nada que ver con ninguna de las chicas de su pasado que he conocido.
Me da la risa tonta.
—No lo sé. —¿Por qué demonios me estoy disculpando?—. Por... por lo que... te hizo.
—¿Lo sabes? —La sorpresa es evidente en su voz. Sigue mirándome fijamente, intentando adivinar por dónde voy.
—Sí —digo; de repente me siento avergonzada y tengo la imperiosa necesidad de explicarme—. Y Pedro... ha cambiado. Se arrepiente mucho de lo que te hizo —aseguro.
No va a compensarla por el pasado, pero tiene que saber que el Pedro que conozco no es el mismo que conoció ella.
—Me lo encontré hace poco —me recuerda—. Estaba... No sé... Vacío cuando lo vi en la calle. ¿Ya está mejor?
Intento encontrar algún tipo de aspereza en su voz, pero nada.
—Sí, mucho mejor —le digo intentando no mirarle la barriga. Levanta la mano y veo un anillo de oro en su anular. Me alegro de que tenga una nueva vida—. Ha hecho cosas horribles y sé que me estoy metiendo donde no me llaman —trago saliva, intentando no perder la seguridad en mí misma—, pero para él fue muy importante saber que lo habías perdonado. Significó muchísimo... Gracias por haber encontrado el valor para hacerlo.
Para ser sincera, no creo que Pedro lo lamentase tanto como debería, pero el perdón de Natalie derribó algunos de los muros entre él y los demás que tanto tiempo se había pasado levantando. Y sé que encontró un poco de paz.
—Debes de quererlo de verdad —dice en voz baja tras un largo silencio.
—Sí, mucho —asiento mirándola a los ojos.
Estamos conectadas de un modo extraño, esta mujer a la que Pedro hirió de una forma tan terrible y yo, y percibo el poder de esa conexión. No puedo ni imaginarme cómo debió de sentirse, la humillación y el dolor tan profundos que Pedro le causó. No sólo la abandonó él, sino también toda su familia. Al principio yo era igual que ella, únicamente un juego para él, hasta que se enamoró de mí. Ésa es la diferencia entre esta dulce mujer embarazada y yo. Él me quiere a mí, pero fue incapaz de quererla a ella.
No puedo evitar la idea horrible que se me pasa por la cabeza: si la hubiese querido a ella, ahora no sería mío. Es egoísta, pero doy las gracias de que ella no le importara tanto como le importo yo.
—¿Te trata bien?
No me esperaba esa pregunta.
—Casi siempre... —No puedo evitar sonreír ante mi terrible respuesta—. Lo está intentando — termino con tono de certeza.
—No puedo pedir más. —Me devuelve la sonrisa.
—¿Qué quieres decir?
—He rezado y rezado para que Pedro encontrara su salvación, y creo que por fin ha ocurrido. —Su sonrisa se torna más amplia y vuelve a tocarse el vientre—. Todo el mundo merece una segunda oportunidad, incluso los pecadores de la peor calaña, ¿no crees?
Me tiene admirada. No creo que yo estuviera aquí, esperando que le ocurriesen cosas buenas a Pedro si me hubiera hecho a mí lo que le hizo a ella y luego ni siquiera se dignara disculparse. Lo más probable es que le estuviera deseando la muerte. Sin embargo, aquí está, llena de compasión, deseándole lo mejor.
—Sí —digo. Estoy de acuerdo con ella, a pesar de que soy incapaz de entender cómo puede ser tan caritativa.
—Sé que crees que estoy loca —Natalie se ríe un poco—, pero si no fuera por Pedro, nunca habría conocido a mi Elijah, y no faltarían sólo unos días para que trajera al mundo a nuestro hijo.
Me da un escalofrío de pensarlo. Pedro fue un punto de inflexión en la vida de Natalie, más bien, un obstáculo descomunal en el camino hacia la vida que se merece. No quiero que Pedro sea un punto de inflexión en mi vida, un recuerdo doloroso, alguien a quien me vea obligada a perdonar y a aceptar que es parte de mi pasado. Quiero que Pedro sea mi Elijah, mi final feliz.
La tristeza engulle al miedo cuando Natalie me coge la mano y se la lleva a su barriga, redonda como nunca lo estará la mía, y veo su anillo de oro, que es probable que yo jamás lleve en el dedo. Me sobresalto al notar movimiento contra la palma de mi mano, y Natalie se ríe.
—Este pequeñín no para. Estoy deseando que salga. —Vuelve a reírse y no puedo evitar a tocarle otra vez el vientre para sentir de nuevo al bebé en movimiento. Me da otra patada y soy tan feliz como ella. No puedo evitarlo, su dicha es contagiosa.
—¿Cuándo sales de cuentas? —le pregunto, todavía perpleja por el revuelo bajo la palma de mi mano.
—Hace dos días. Este muchachito es un cabezota. He vuelto al trabajo a ver si el estar de pie lo ayuda a decidirse a salir.
Habla con una ternura infinita del bebé que aún no ha nacido. ¿Estaré en su piel algún día? ¿Me brillarán así las mejillas y hablaré con tanta ternura? ¿Sentiré alguna vez a mi bebé dar patadas dentro de mí? Me obligo a olvidarme de mi autocompasión. Aún no hay nada seguro.
«El diagnóstico del doctor West no es definitivo, pero puedes estar segura de que Pedro jamás accederá a ser el padre de tus hijos», se burla de mí una voz en mi interior.
—¿Te encuentras bien? —La voz de Natalie me saca de mi ensimismamiento.
—Sí, perdona. Sólo estaba soñando despierta —miento y retiro la mano de su barriga.
—Me alegro de haberte conocido —dice justo cuando Trish y Susan emergen de la trastienda.
Susan lleva un velo y un ramo de flores en la mano. Echo un vistazo al reloj: son las dos y media. Llevo hablando con Natalie lo suficiente para que a Trish le haya subido el color a las mejillas y para que se haya terminado la copa de champán.
—Dame cinco minutos. ¡Puede que tengas que conducir tú! —dice Trish echándose a reír.
Me estremezco de pensarlo, pero cuando me planteo la alternativa, llamar a Pedro, lo de conducir no parece tan mala idea.
—Cuídate mucho y enhorabuena otra vez —le deseo a Natalie al salir de la tienda. Trish camina detrás de mí y yo llevo el vestido de novia en la mano.
—Igualmente, Pau —me sonríe Natalie antes de que se cierre la puerta.
—Si te pesa mucho, puedo llevarlo yo —se ofrece Trish ya en la acera—. Voy a por el coche. Sólo me he tomado una copa, estoy bien para conducir.
—No pasa nada, de verdad —le digo a pesar de que me aterra conducir su coche.
—No, en serio —responde, y se saca las llaves del bolsillo de la chaqueta—. Puedo conducir.
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