Pau
Mi madre y yo nos sentamos en silencio. No paro de darle vueltas a la cabeza y mi corazón late con fuerza mientras observo cómo se coloca un mechón de pelo rubio detrás de la oreja. Está relajada y serena, no agobiada como yo.
—¿Por qué has dejado que tu padre viniera aquí después de todo este tiempo? Entiendo que quisieses verlo más después de encontrarte con él en la calle, pero no que dejaras que
se mudara aquí — dice por fin.
—Yo no lo invité a quedarse —repongo—; ya no vivo aquí. Pedro dejó que se quedara en un acto de generosidad. Una generosidad que has malinterpretado y que le has restregado por la cara —digo sin ocultar mi enfado por cómo lo ha tratado.
Mi madre, y todo el mundo, siempre malinterpretará a Pedro y nadie entenderá por qué lo amo. Pero eso no importa, porque no necesito que lo entiendan.
—Te llamó porque pensaba que estarías aquí para mí —suspiro, y decido mentalmente en qué dirección quiero llevar esta conversación antes de que empiece a intimidarme como de costumbre.
Ella mira al suelo con sus ojos grises ahora sombríos.
—¿Por qué te enfrentas a todo el mundo para defender a ese chico después de todo lo que te ha hecho? Te ha hecho sufrir mucho, Paula.
—Porque merece la pena que lo defienda, madre. Por eso.
—Pero...
—Basta. No voy a seguir hablando de esto contigo. Ya te lo dije: si no eres capaz de aceptarlo, no puedo mantener una relación contigo. Har Pedro din y yo formamos un paquete, te guste o no.
—En su día yo pensaba lo mismo de tu padre. —Hago todo lo posible por no encogerme cuando levanta la mano para arreglarme el flequillo.
— Pedro no se parece en nada a mi padre —replico.
Una ligera risa escapa de sus labios pintados.
—Sí se parece, créeme. Es igual que él hace muchos años.
—Puedes marcharte ya si vas a decir ese tipo de cosas.
—Relájate. —Vuelve a arreglarme el pelo. No sé si irritarme por el gesto condescendiente o si sentirme reconfortada por los bonitos recuerdos que me trae a la memoria—. Quiero contarte algo.
Admito que me siento intrigada por sus palabras, pero escéptica ante sus motivos. Nunca me habló de mi padre, así que esto debe de ser interesante.
—Nada de lo que digas hará que cambie de idea con respecto a Pedro —le advierto.
Las comisuras de sus labios se curvan hacia arriba ligeramente cuando declara:
—Tu padre y yo nunca nos casamos.
—¿Qué? —Me siento derecha en la cama y cruzo las piernas debajo de mí.
«¿Cómo que no se casaron?» Claro que sí. He visto las fotos. El vestido de encaje de mi madre era precioso a pesar del hecho de que tenía la barriga un poco hinchada, y el traje de mi padre no estaba bien ajustado, de modo que le quedaba como si llevara un saco de patatas. Me encantaba mirar esos álbumes y admiraba cómo le brillaban las mejillas a mi madre y cómo mi padre la contemplaba como si ella fuera la única persona en el mundo.
Recuerdo la horrible escena que aconteció un día cuando mi madre me descubrió mirándolas; después de eso, las escondió y jamás volví a verlas.
—Es verdad. —Suspira. Salta a la vista que esta confesión le resulta humillante. Con manos temblorosas, dice—: Celebramos una boda, pero tu padre nunca quiso casarse. Yo lo sabía. Y sabía que, si no me hubiera quedado embarazada de ti, me habría dejado mucho antes. Tus abuelos lo presionaban con el matrimonio. Verás, tu padre y yo no éramos capaces de pasar un día entero sin discutir. Al principio era muy emocionante —sus ojos grises se pierden en sus recuerdos—, pero como acabarás viendo, toda persona tiene un límite. Conforme pasaban los días y los años, empecé a rezarle a Dios todas las noches para que cambiara por mí. Y por ti. Rezaba para que una noche entrara por la puerta con un ramo de flores en la mano en lugar de apestando a alcohol. —Se inclina hacia atrás y se cruza de brazos. Unas pulseras que no puede permitirse penden de sus muñecas, un tributo de su excesiva necesidad de parecer elegante.
La confesión de mi madre me ha dejado sin palabras. Nunca se ha mostrado abierta a hablar, y menos cuando el tema de conversación era mi padre. La repentina compasión que siento por esta mujer hace que me broten las lágrimas.
—Deja de llorar —me regaña antes de continuar—. Toda mujer espera reformar a su hombre, pero no es más que eso: una falsa esperanza. No quiero que pases por lo mismo que yo. Quiero más para ti. —Me están dando náuseas—. Por eso te crie para que fueses capaz de salir de esa pequeña ciudad y te labrases un porvenir.
—Yo no... —empiezo a defenderme, pero ella levanta una mano para silenciarme.
—Nosotros también tuvimos nuestros días buenos, Paula. Tu padre era divertido y encantador — sonríe—, y se esforzaba al máximo por ser quien yo quería que fuese, pero su auténtica personalidad era más fuerte y acabó frustrado conmigo, con la vida que compartimos todos esos años. Recurrió al alcohol y ya nunca fue lo mismo. Sé que lo recuerdas —dice con voz atormentada, y detecto la vulnerabilidad en su tono y el brillo en sus ojos, pero se recupera al instante. Mi madre nunca ha sido muy dada a mostrar debilidad.
Vuelvo a oír de nuevo los gritos en mi cabeza, los platos rotos e incluso la frase ocasional de «Estos moratones que tengo en los brazos son de la jardinería», y siento que se me hacen un montón de nudos en el estómago.
—¿Puedes de verdad mirarme a los ojos y decirme que tienes un futuro con ese chico? —pregunta mi madre cuando vuelve a hacerse el silencio.
No puedo responder. Sé qué futuro quiero con Pedro. La cuestión es si él me lo concederá o no.
—Yo no he sido siempre así, Paula. —Se da unos toquecitos debajo de los ojos con sus dos dedos índices—. Estaba enamorada de la vida, me emocionaba pensar en mi futuro..., y mírame ahora. Puede que pienses que soy una persona horrible por querer protegerte de mi destino, pero sólo hago lo que es necesario para evitar que repitas mi historia. No quiero esto para ti...
Me cuesta imaginar a una joven Carol feliz y emocionada ante cada nuevo día. Podría contar los días que he oído reír a esta mujer durante los últimos cinco años con los dedos de una mano.
—No es lo mismo, madre —me obligo a decir.
—Paula, no puedes negar las similitudes.
—Hay algunas, es cierto —admito más para mí misma que para ella—, pero me niego a pensar que la historia se esté repitiendo. Pedro ya ha cambiado mucho.
—Si tienes que cambiarlo, ¿para qué molestarte? —Su voz ahora suena calmada mientras observa el dormitorio que en su día fue el mío.
—Yo no lo he cambiado, se ha cambiado a sí mismo. Sigue siendo el mismo hombre, todo lo que adoro de él sigue estando ahí, pero ha aprendido a manejar las cosas de otra manera y se ha convertido en una versión mejorada de sí mismo.
—He visto la sangre en su mano —señala.
Le quito importancia.
—Tiene mucho temperamento.
Muchísimo, pero no pienso consentir que lo menosprecie. Tiene que entender que estoy de su lado, y que a partir de ahora para llegar hasta él tiene que pasar antes por encima de mí.
—Tu padre también lo tenía.
Me mantengo firme:
— Pedro jamás me haría daño a propósito. No es perfecto, madre, pero tú tampoco. Ni yo.
—Me sorprendo de mi propia confianza cuando me cruzo de brazos y le sostengo la mirada.
—Es más que temperamento... Piensa en todo lo que te ha hecho. Te humilló y tuviste que buscarte otro campus.
No tengo energías para rebatirle esa afirmación, principalmente porque es la pura verdad. Siempre he querido trasladarme a Seattle, pero mis malas experiencias de este año en la universidad me dieron el empujoncito que necesitaba para dar el salto.
—Está plagado de tatuajes..., aunque al menos se ha quitado esos espantosos piercings. —Pone cara de asco.
—Tú tampoco eres perfecta, madre —le repito—. Las perlas que rodean tu cuello esconden tus cicatrices del mismo modo que los tatuajes de Pedro ocultan las suyas.
Mi madre me mira al instante y me doy cuenta de que mis palabras se repiten en su mente. Por fin ha sucedido. Por fin he conseguido que se abra al diálogo.
—Lamento lo que mi padre te hizo, de verdad, pero Pedro no es mi padre. —Vuelvo a sentarme a su lado y me aventuro a colocar la mano sobre la suya. Siento su piel fría bajo mi palma pero, para mi sorpresa, no la aparta—. Y yo no soy tú —añado con toda la delicadeza posible.
—Lo serás si no te alejas de él todo lo posible.
Aparto la mano e inspiro hondo para mantener la calma.
—No tienes por qué aprobar mi relación, pero tienes que respetarla. Si no puedes hacerlo —digo esforzándome por mantener la seguridad en mí misma—, entonces tú y yo jamás podremos tener una relación.
Sacude lentamente la cabeza de un lado a otro. Sé que estaba esperando que cediera, que aceptara que lo mío con Pedro no funcionará. Pero se equivocaba.
—No puedes darme esa clase de ultimátum —dice.
—Claro que puedo. Necesito todo el apoyo posible, y estoy agotada de enfrentarme al mundo entero.
—Si tienes la sensación de que estás batallando sola, tal vez sea el momento de cambiarte de bando —replica mirándome con una ceja acusatoria enarcada.
Yo vuelvo a defender mi terreno.
—No estoy batallando sola. Deja de hacer eso. Basta —silbo entre dientes.
Hago todo lo posible por mostrarme paciente con ella, pero ya me estoy hartando.
—Nunca me va a gustar —dice mi madre, y sé que lo dice de verdad.
—No tiene por qué gustarte —replico—, pero no quiero que contagies de tu sentimiento a nadie más, y eso incluye a mi padre. No tenías ningún derecho a contarle lo de la apuesta.
—Tu padre tenía derecho a saber lo que ha provocado.
¡No lo entiende! Sigue sin entender nada. La cabeza me va a estallar de un momento a otro. Siento cómo la presión se acumula en mi cuello.
— Pedro se está esforzando al máximo por mí, pero hasta ahora nunca había conocido nada mejor —le digo.
Ella no dice nada, ni siquiera me mira.
—¿Se acabó, entonces? ¿Vas a elegir la segunda opción? —le pregunto.
Mi madre me mira en silencio, cavilando tras sus párpados pesados. Se ha quedado sin color en las mejillas, excepto por el colorete rosado que se ha aplicado en los pómulos antes de llegar.
—Intentaré respetar tu relación. Lo intentaré —masculla por fin.
—Gracias —digo, pero la verdad es que no sé qué pensar de esta... tregua con mi madre.
No soy tan ingenua como para creer en lo que me ha prometido hasta que no me lo demuestre, pero es agradable sentir cómo me quito una de las pesadas losas de encima.
—¿Qué vas a hacer con respecto a tu padre? —Ambas nos quedamos de pie; ella me saca una cabeza con sus tacones de diez centímetros.
—No lo sé. —He estado demasiado distraída con el tema de Pedro como para centrarme en mi padre.
—Deberías decirle que se marche; no pinta nada aquí, nublándote la mente y llenándotela de mentiras.
—Él no ha hecho tal cosa —le espeto.
Cada vez que pienso que hemos avanzado algo, utiliza su tacón afilado para golpearme de nuevo.
—¡Claro que sí! ¡Se presentan extraños en casa para pedirle el dinero que les debe! Pedro me lo ha contado.
¿Por qué lo habrá hecho? Entiendo que esté preocupado, pero mi madre no ha ayudado ni un ápice en esta situación.
—No voy a echarlo —digo—. Ésta no es mi casa, y no tiene ningún otro sitio adonde ir.
Mi madre cierra los ojos y sacude la cabeza por enésima vez en los últimos veinte minutos.
—Tienes que dejar de intentar arreglar a la gente, Paula. Te pasarás la vida entera haciéndolo y después ya no te quedará nada de ti misma, incluso si consigues cambiarlos.
—¿Pau? —La voz de Pedro me llama entonces desde el pasillo.
Abre la puerta antes de que me dé tiempo a responder y sus ojos inspeccionan mi rostro al instante en busca de aflicción.
—¿Estás bien? —pregunta, pasando rotundamente por alto la presencia de mi madre.
—Sí. —Gravito hacia él, pero evito abrazarlo, por respeto a mi madre.
La pobre mujer acaba de revivir veinte años de recuerdos.
—Yo ya me voy. —Mi madre se alisa el vestido, se detiene en el dobladillo y vuelve a repetir la acción con el ceño fruncido.
—Bien —responde Pedro bruscamente buscando protegerme.
Le ruego con la mirada que se calle. Pone los ojos en blanco pero no dice ni una palabra más mientras mi madre pasa por nuestro lado y se aleja por el pasillo. El insoportable sonido de sus tacones acaba por provocarme la migraña que ya llevaba rato amenazando con presentarse.
Cojo a Pedro de la mano y la sigo en silencio. Mi padre intenta hablar con mi madre, pero ella se lo impide.
—¿No te has puesto abrigo? —le pregunta inesperadamente.
Ella se queda tan pasmada como yo. Farfulla que no y se vuelve hacia mí.
—Te llamaré mañana... ¿Contestarás esta vez? —Es una pregunta en lugar de una orden, lo cual ya es una especie de progreso.
—Sí —asiento.
No dice adiós. Sabía que no lo haría.
—¡Esa mujer me saca de mis casillas! —grita mi padre cuando la puerta se cierra, agitando las manos en el aire con exasperación.
—Nos vamos a la cama. Si alguien más llama a esa maldita puerta, no abras —refunfuña Pedro, y me guía de regreso al dormitorio.
Estoy más que agotada. Apenas puedo mantenerme en pie.
—¿Qué te ha dicho? —me pregunta Pedro.
Se quita la sudadera y me la lanza. Detecto una ligera inseguridad mientras espera a que la recoja del suelo. A pesar de la grasa de la mantequilla y de las manchas de sangre en la tela negra, me quito la camiseta y el sujetador y me la pongo. Inhalo su familiar esencia y el aroma ayuda a calmar mis nervios.
—Más de lo que me ha dicho en toda mi vida —admito. Sigo sin parar de darle vueltas a la cabeza.
—¿Ha hecho que cambies de idea? —Me mira con pánico en los ojos.
Tengo la sensación de que mi padre debe de haber tenido una charla parecida con él, y me pregunto si le guarda el mismo rencor a mi madre que ella a él, o si admite que es el responsable de que sus vidas sean tan desgraciadas ahora.
—No. —Me quito los pantalones holgados y los coloco sobre la silla.
—¿Estás segura? ¿No te preocupa que repitamos su...? —empieza Pedro.
—No lo estamos haciendo. No tenemos nada que ver con ellos. —Lo detengo, no quiero que nadie más se meta en su cabeza, esta noche no.
Pedro no parece muy convencido, pero me obligo a no obsesionarme con eso ahora.
—¿Qué quieres que haga con respecto a tu padre? ¿Lo echo? —me pregunta.
Se sienta en la cama y apoya la espalda contra la cabecera mientras yo recojo sus vaqueros y sus calcetines sucios del suelo. Levanta los brazos y se los coloca detrás de la cabeza, mostrando perfectamente su cuerpo tatuado y tonificado.
—No, no lo eches, por favor.
Me meto en la cama y él me coloca sobre su regazo.
—No lo haré —me asegura—. Al menos, no esta noche.
Lo miro esperando encontrar una sonrisa, pero no la veo.
—Estoy muy confundida —gruño contra su pecho.
—Puedo ayudarte con eso. —Eleva la pelvis y me obliga a inclinarme hacia adelante y a apoyar las palmas en su torso desnudo.
Pongo los ojos en blanco.
—Cómo no. Si tu única herramienta es un martillo, todos los problemas te parecen clavos.
Sonríe con malicia.
—¿Me estás diciendo que quieres que te martillee?
Antes de que proteste por su chiste malo, me coge la barbilla entre sus largos dedos destrozados y me sorprendo a mí misma meneando las caderas y frotándome contra él. Ni siquiera pienso en que tengo la regla, y sé que a Pedro no le importa.
—Necesitas dormir, nena. No estaría bien que te follase ahora mismo —dice con voz suave.
Pongo carita de pena.
—No, no estaría bien —digo, y deslizo las manos hacia su vientre.
—No, de eso nada. —Me detiene.
Necesito distraerme, y Pedro es perfecto para eso.
—Has empezado tú —protesto. Parezco desesperada, pero es que lo estoy.
—Lo sé, y lo siento. Te follaré en el coche mañana. —Desliza los dedos por debajo de la sudadera y empieza a dibujar figuras en mi espalda desnuda—. Y, si te portas bien, puede que te tumbe sobre el escritorio de casa de mi padre, como a ti te gusta —me dice al oído.
Mi respiración se acelera y le doy una palmadita de broma. Se ríe. Su risa me distrae casi tanto como lo haría el sexo. Casi.
—Además, no queremos montar un espectáculo aquí esta noche, ¿verdad? Con tu padre ahí afuera... Probablemente vería la sangre de tu regla en las sábanas y pensaría que te he matado. —Se muerde un carrillo.
—No empieces con eso —le advierto.
Sus terribles bromas sobre la regla no son bien recibidas en este momento.
—Venga, nena, no seas así. —Me pellizca el culo y yo lanzo un gritito y me deslizo más contra su regazo—. Fluye. —Sonríe.
—Ésa ya la has usado —digo sonriéndole también.
—Bueno, discúlpame por no ser muy original. Es que me gusta reciclar mis chistes una vez al mes. Gruño e intento hacerlo rodar, pero él me detiene y entierra su boca en mi cuello.
—Eres asqueroso —digo.
—No, sólo soy un desastre en toda regla. —Se ríe y pega los labios a los míos. Pongo los ojos en blanco.
—Hablando de desastres... Deja que te vea la mano. —Echo la mía atrás y agarro suavemente la suya por la muñeca. Su dedo corazón se ha llevado la peor parte. Tiene un buen corte de nudillo a nudillo—. Deberías ir a que te lo miraran si no empieza a cicatrizar mañana.
—Estoy bien.
—Y éste también —añado pasando la yema del dedo índice por encima de la piel destrozada de su dedo anular.
—No te preocupes tanto, nena. Duérmete —refunfuña.
Asiento y me quedo dormida oyendo sus protestas porque mi padre ha vuelto a comerse sus frosties de Kellogg’s.
-----------------------------------------------------------------------------
ultimo capitulos y chau libro numero 3
excelentes
ResponderEliminar