Pedro
—¡Vete a la mierda! —Mi escayola impacta contra la mandíbula de Noah, y él retrocede escupiendo sangre.
Pero no se detiene. Carga contra mí de nuevo y me tira al suelo.
—¡Maldito hijo de puta! —grita.
Me coloco encima de él. Si no paro ahora, Pau me odiará aún más. No soporto a este capullo, pero ella le tiene aprecio, y si le hago daño de verdad no me lo perdonará jamás. Consigo ponerme de pie y poner algo de distancia entre este nuevo defensa y yo.
—Pau... —empiezo a decir mientras me vuelvo hacia la cama, pero se me cae el alma a los pies al verla vacía.
Una mancha húmeda de vómito es la única prueba de que haya estado ahí.
Sin mirar a Noah, salgo al pasillo y grito su nombre. «¿Cómo he podido ser tan estúpido? ¿Cuándo voy a dejar de cagarla tanto?»
—¿Dónde está? —pregunta Noah por detrás de mí, siguiéndome como si de repente fuera un cachorrito perdido.
Carol sigue dormida en el sofá. No se ha movido del sitio desde que la dejé allí anoche, después de que se quedase dormida en mis brazos. Por mucho que esa mujer me odie, no pude negarme a consolarla al ver cuánto lo necesitaba.
Para mi horror, la puerta mosquitera de la entrada está abierta, y no para de golpear contra el marco con el viento de la tormenta. Hay dos coches aparcados en la entrada: el de Noah y el de Carol. Me gasté cien dólares en el taxi desde el aeropuerto hasta aquí para ahorrarme el tiempo que habría perdido yendo hasta casa de Ken a por mi coche. Al menos, Pau no ha intentado irse en coche a ninguna parte.
—Sus zapatos están aquí. —Noah recoge una de las zapatillas de Pau y luego vuelve a dejarla en el suelo con cuidado.
Lleva la barbilla manchada de sangre y sus ojos azules son feroces, están llenos de preocupación. Pau va por ahí sola en medio de una tormenta tremenda porque he dejado que mi puto ego se apodere de mí.
Noah desaparece un momento mientras inspecciono los alrededores intentando ver a mi chica. Cuando vuelve después de mirar de nuevo en su cuarto, trae su bolso en la mano. No lleva zapatos, ni dinero, ni el teléfono. No puede haber ido muy lejos, sólo nos hemos peleado durante un minuto como mucho. ¿Cómo he podido dejar que mi temperamento me distrajera de ella?
—Voy a buscarla por el barrio con el coche —dice Noah, y se saca las llaves del bolsillo de los vaqueros y sale por la puerta.
Él tiene ventaja en esta ocasión. Se crio en esta calle; conoce la zona, y yo no. Miro en el salón y después en la cocina. Me asomo por la ventana y me doy cuenta de que soy yo quien tiene la ventaja, no él. Me sorprende que no se le haya ocurrido a él mismo. Puede que conozca este lugar, pero yo conozco a mi Pau, y sé perfectamente dónde está.
La lluvia sigue cayendo con fuerza cuando bajo los escalones del porche trasero a toda prisa y atravieso el césped hasta el pequeño invernadero que hay en un rincón, oculto tras un grupo de árboles sacudidos por el viento. La puerta de tela metálica está abierta, lo que confirma que mi instinto no se equivocaba.
Encuentro a Pau acurrucada en el suelo, con los vaqueros y sus pies descalzos llenos de barro. Tiene las rodillas pegadas al pecho, y se cubre los oídos con manos temblorosas. Es desgarrador ver a esta chica tan fuerte, mi chica, reducida a una sombra. El pequeño invernadero está plagado de macetas secas. Es evidente que nadie ha entrado aquí desde que Pau se fue de casa. Unas grietas en el techo permiten que el agua se filtre en algunos puntos aquí y allá.
No digo nada, pero no quiero asustarla, y espero que oiga el chapoteo de mis botas contra el barro que cubre el suelo. Cuando vuelvo a mirar, veo que no hay ningún suelo. Eso explica todo este barro. Le aparto las manos de las orejas y me agacho para obligarla a mirarme a los ojos. Forcejea como un animal acorralado. Me alejo un poco ante su reacción, pero no la suelto.
Las hunde en el barro y usa las piernas para darme patadas. En cuanto le libero las muñecas, se tapa los oídos de nuevo y un horrible gimoteo escapa de sus labios carnosos.
—Necesito silencio —suplica meciéndose con lentitud hacia adelante y hacia atrás.
Tengo muchas cosas que decirle con la esperanza de que me escuche y deje de encerrarse en sí misma, pero con sólo una mirada a sus ojos desesperados me quedo sin palabras.
Si lo que quiere es silencio, se lo concederé. Joder, en estos momentos le daré todo lo que
quiera con tal de que no me obligue a marcharme.
De modo que me aproximo más a ella y nos quedamos sentados en el suelo embarrado del viejo invernadero. El lugar en el que solía esconderse de su padre, el lugar que está usando ahora para esconderse del mundo, para esconderse de mí.
Nos quedamos aquí sentados mientras la lluvia golpea el techo de cristal. Nos quedamos aquí sentados mientras sus gimoteos se transforman en silenciosos sollozos y se queda mirando el espacio vacío que tiene delante, y nos quedamos aquí, sentados en silencio, con mis manos sobre los pequeños dedos que cubren sus oídos para aislarla del ruido que nos envuelve, para proporcionarle el silencio que necesita.
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