Pedro
—No sabía que estabais aquí. Pensaba que hoy Pau tenía clase —me dice Kimberly cuando entro en la cocina. ¿Qué hace ella todavía aquí?
—No se encontraba bien —respondo—. ¿No tendrías que estar trabajando? ¿O quedarse en casa es otra de las ventajas de follarte a tu jefe?
—Yo tampoco me encuentro bien, listillo. —Me tira un trozo de papel arrugado, pero falla.
—Pau y tú deberíais aprender a controlaros con el champán —le digo.
Me hace una peineta.
El microondas pita y Kimberly saca un cuenco de plástico lleno de algo que parece y huele a comida de gato, y después se sienta en un taburete frente a la barra de desayuno. Empieza a comérselo con el tenedor y yo levanto una mano para taparme la nariz.
—Eso huele a mierda pura —señalo.
—¿Dónde está Pau? Ella te cerrará la boca.
—Yo que tú no contaría con ello —replico sonriendo con superioridad.
Me he aficionado a tomarle el pelo a la prometida de Vance. Es insensible a mis mofas, y es tan insufrible que me proporciona un montón de munición.
—¿Con qué no tiene que contar?
Pau se reúne con nosotros en la cocina, vestida con una sudadera, unos vaqueros estrechos y esas zapatillas de andar por casa que lleva como zapatos. En realidad no son más que tela exageradamente cara que envuelve un trozo de cartón, y usan el pretexto de las causas benéficas para timar a los estúpidos consumidores. Ella no lo ve así, claro, por lo que he aprendido a guardarme esa opinión para mí.
—Nada. —Me meto las manos en los bolsillos y me resisto a la necesidad de tirar de un codazo a Kimberly del taburete.
—Está fanfarroneando, como siempre —dice Kim, y da otro bocado a su comida de gato.
—Vámonos, es insufrible —replico lo bastante alto como para que ella me oiga.
— Pedro —me regaña Pau.
La cojo de la mano y la guío fuera de casa.
Cuando llegamos al coche, mete un montón de tampones en mi guantera. Entonces me viene algo a la cabeza.
—Tienes que empezar a tomarte la píldora —le digo.
Últimamente he sido muy descuidado, y ahora que la he sentido sin condón ya no hay vuelta atrás.
—Lo sé. Llevo un tiempo queriendo pedir cita con un médico, pero es difícil conseguirla con el seguro de estudiante.
—Claro, claro.
—A ver si a finales de semana voy. Tengo que hacerlo pronto. Te has vuelto muy descuidado últimamente —dice.
—¿Descuidado? ¿Yo? —Me mofo—. Eres tú la que no para de pillarme desprevenido y no puedo pensar con claridad.
—¡Venga ya! —Se ríe y se reclina contra el reposacabezas.
—Oye, si quieres arruinarte la vida teniendo un hijo, adelante, pero a mí no vas a arrastrarme contigo. —Le aprieto el muslo y ella frunce el ceño—. ¿Qué pasa?
—Nada —miente, y finge una sonrisa.
—Dímelo ahora mismo.
—No deberíamos hablar del tema de los niños, ¿recuerdas?
—Cierto... Así que ahorrémonos problemas y empieza a tomarte la píldora para que no tengamos que volver a hablar ni a preocuparnos sobre lo de los niños nunca más.
—Buscaré una clínica hoy mismo para que tu futuro no corra peligro —dice con voz rotunda.
Se ha molestado, pero no existe un modo suave de decirle que tiene que tomarse la píldora si va a estar follándome varias veces al día cuando estemos juntos.
—Tengo cita para el lunes —anuncia tras hacer unas cuantas llamadas.
—Estupendo. —Me paso la mano por el pelo antes de volver a apoyarla sobre su muslo.
Enciendo la radio y sigo las instrucciones de mi teléfono hasta el centro comercial más cercano.
Para cuando terminamos de dar una vuelta por el centro comercial, ya estoy aburrido de Seattle. Lo único que me mantiene entretenido es Pau. Incluso cuando está callada puedo leerle la mente con tan sólo observar sus expresiones. Veo cómo mira a la gente mientras corren de un lado a otro. Frunce el ceño cuando una madre enfadada le da una palmada en el culo a su hijo en medio de una tienda, y la saco de allí antes de que la escena, y su reacción ante ella, se descontrole. Comemos en una pizzería tranquila y, mientras lo hacemos, Pau no para de hablar con entusiasmo sobre una nueva serie de libros que quiere leer. Sé lo crítica que puede ser sobre las novelas modernas, de modo que eso me sorprende y me intriga.
—Tendré que descargármelos cuando me devuelvas el libro electrónico —dice limpiándose la boca con la servilleta—. Y también estoy deseando recuperar mi pulsera. Y la carta.
Me obligo a controlar el pánico que se apodera de mí de repente y me meto casi una porción entera de pizza en la boca para evitar responder. No puedo decirle que rompí la carta, así que me siento tremendamente aliviado cuando cambia de tema.
El día termina con Pau durmiéndose en el coche. Se ha convertido en un hábito y, por alguna razón, me encanta. Conduzco el largo trayecto de vuelta a la casa, como hice la última vez.
La alarma del móvil de Pau no me ha despertado, ni ella tampoco. No me hace ninguna gracia no haberla visto antes de que se fuese esta mañana, sobre todo teniendo en cuenta que estará todo el día fuera. Cuando miro la hora en el reloj de pared, veo que son casi las doce del mediodía. Al menos, comerá pronto.
Me visto rápidamente y salgo de la casa hacia la nueva sucursal de la editorial Vance. Se me hace raro pensar que, si quisiera, podría estar allí con ella, los dos juntos conduciendo para ir a trabajar todas las mañanas, volviendo en el mismo coche..., podríamos incluso vivir juntos de nuevo.
«Espacio, Pedro, quiere espacio.» La idea me hace reír; la verdad es que no nos estamos dando demasiado espacio, sólo tres días a la semana, como mucho. Lo único que estamos haciendo es complicar las cosas para vernos al tener que recorrer tanta distancia.
Cuando entro en el edificio, veo que la oficina de Seattle es tremendamente espléndida. Es mucho más grande que la oficina de mierda en la que yo trabajaba. No echo de menos trabajar en ese cuchitril, eso sin duda, pero este sitio está muy bien. Vance no me permitiría trabajar desde casa. Fue Brent, mi jefe en Bolthouse, quien me recomendó que trabajara desde mi salón con el fin de «mantener la paz». A mí me va de puta madre, y más ahora que Pau está en Seattle, así que, que les den por el culo a esos gilipollas susceptibles de la oficina.
Me sorprende no perderme en este laberinto.
Cuando llego al área de recepción, Kimberly me sonríe desde detrás de su mostrador.
—Hola. ¿En qué puedo ayudarle? —dice con entusiasmo, mostrándome su capacidad de ser profesional.
—¿Dónde está Pau?
—En su despacho —contesta eliminando su fachada.
—¿Que está...? —Me apoyo contra la pared y espero a que me indique el camino.
—Por el pasillo, su nombre está en una placa en la puerta. —Vuelve a mirar la pantalla de su ordenador y pasa de mí. Será borde...
¿Por qué le paga Vance exactamente? Sea cual sea la razón, debe de valerle mucho la pena para que sea capaz de follársela con frecuencia y tenerla cerca durante el día. Sacudo la cabeza para intentar deshacerme de las imágenes de ellos dos juntos.
—Gracias por tu ayuda —le espeto, y me dirijo hacia el largo y estrecho pasillo.
Cuando llego al despacho de Pau, abro la puerta sin llamar. La habitación está vacía. Me llevo la mano al bolsillo y saco el móvil para llamarla. Al cabo de unos segundos oigo un traqueteo y veo su móvil vibrando sobre la mesa. «¿Dónde cojones está?»
Recorro el pasillo en su busca. Sé que Zed está en la ciudad, y eso me cabrea. Juro que como...
—¿Pedro Alfonso? —pregunta una voz femenina por detrás de mí cuando entro en lo que parece ser una pequeña sala de descanso.
Cuando me vuelvo me encuentro con un rostro familiar.
—Eh..., ¿hola?
No recuerdo dónde la he visto antes, pero sé que lo he hecho. Sin embargo, cuando una segunda chica se reúne con ella, caigo en la cuenta. Esto tiene que ser una puta broma. El universo se está burlando de mí y ya me estoy cabreando.
Tabitha me sonríe.
—Vaya..., vaya..., vaya.
La historia que Pau me contó acerca de que había dos brujas en la oficina cobra ahora mucho más sentido.
Puesto que está claro que ninguno de los dos va a andarse con ceremonias, digo simplemente:
—Tú eres la que está jodiendo a Pau, ¿verdad?
Si hubiese sabido que Tabitha también se había trasladado a la oficina de Seattle, habría entendido al instante que ella era la zorra en cuestión. Ya tenía esa fama cuando yo trabajaba para Vance, y estoy seguro de que no ha cambiado.
—¿Quién? ¿Yo? —replica. Se coloca el pelo por encima del hombro y sonríe.
Parece diferente..., antinatural. La piel del pequeño esbirro que la sigue tiene el mismo tono anaranjado que la de ella. Deberían dejar de bañarse en colorante alimentario.
—Ya vale de gilipolleces. Déjala en paz. Está intentando adaptarse a una nueva ciudad y vosotras dos no vais a joderle la experiencia haciéndole la vida imposible sin motivo.
—¡Yo no he hecho nada! Era sólo una broma. —Me vienen a la mente flashes de ella comiéndome la polla en un cuarto de baño, y me trago la desagradable sensación que me produce el indeseado recuerdo.
—Pues no vuelvas a hacerlo —le advierto—. No estoy de coña. No quiero ni que hables con ella.
—Joder, veo que sigues teniendo el mismo buen humor de siempre. No volveré a meterme con ella. No quiero que te chives al señor Vance de mí y que me despidan, como a la pobre Sam...
—Yo no tuve nada que ver en eso.
—¡Claro que sí! —susurra dramáticamente—. En cuanto su hombre descubrió lo que estabais haciendo..., lo que tú hiciste..., la despidieron misteriosamente a la semana siguiente.
Tabitha era fácil, muy fácil, y Samantha también. En cuanto descubrí quién era el novio de Samantha, empecé a sentirme atraído por ella. Pero en el momento en que me colé entre sus piernas, no quise saber nada más. Ese jueguecito me causó un montón de problemas que preferiría no recordar, y desde luego no quiero que Pau se vea mezclada en toda esa mierda.
—No sabes ni la mitad de lo que pasó —le espeto—, así que cierra la puta boca. Deja en paz a Pau y conservarás tu trabajo.
En realidad, es posible que tenga un poco de culpa en el motivo por el que Vance decidiese despedir a Samantha, pero el hecho de que trabajara allí me estaba causando demasiados problemas. Estaba en su primer año de facultad, y trabajaba a tiempo parcial como chica de los recados de la editorial.
—Hablando de la diablilla mimada —dice el esbirro, y señala hacia la puerta de la pequeña sala de descanso con la cabeza.
Pau entra sonriendo y riéndose. Y, justo a su lado, vestido con uno de sus trajecitos con corbata, está el puto Trevor, sonriendo y riéndose con ella.
El cabrón me ve primero y le da un toque a Pau en el brazo para que se vuelva hacia mí. Hago acopio de todo mi autocontrol para no ir y partirle las piernas. Cuando ella me ve desde el otro lado de la habitación, su rostro se ilumina, su sonrisa se amplía y corre hacia mí. Pero cuando llega ve que Tabitha está a mi lado.
—Hola —saluda insegura y nerviosa.
—Adiós, Tabitha —digo instando a esta última a largarse. Le susurra algo a su amiga y ambas salen de la habitación.
—Adiós, Trevor —digo en voz baja para que sólo Pau pueda oírme.
—¡ Pedro! —Me da un toquecito en el brazo de la manera fastidiosa en que suele hacerlo.
—Hola, Pedro —me saluda Trevor, siempre tan amable.
Veo que tiene una especie de tic en el brazo, como si no supiera si ofrecerme la mano o no. Espero por su bien que no lo haga. No se la aceptaré.
—Hola —respondo secamente.
—¿Qué haces aquí? —pregunta Pau.
Mira hacia el pasillo, hacia las dos chicas que acaban de marcharse. Sé que en realidad lo que se está preguntando es: «¿De qué las conoces y qué te han dicho?».
—Tabitha ya no será un problema —replico.
Se queda boquiabierta y con los ojos como platos.
—¿Qué has hecho?
Me encojo de hombros.
—Nada. Sólo le he dicho lo que deberías haberle dicho tú: que se vaya a la mierda.
Pau le sonríe al puto Trevor, y él se sienta a una de las mesas intentando no mirarnos. Me divierte bastante verlo tan incómodo.
—¿Has comido ya? —pregunto.
Ella niega con la cabeza.
—Pues vamos a comer algo. —Le lanzo al fisgón una mirada como queriendo decirle que se joda y dirijo a Pau fuera de la habitación y por el pasillo.
—En el restaurante de al lado hacen unos tacos muy buenos —dice.
Resulta que no tiene razón. Los tacos son una mierda, pero ella devora su plato y la mayor parte del mío. Después, se pone colorada y culpa a sus hormonas por su apetito; cuando me amenaza con «meterme un tampón por la garganta» como vuelva a hacer otra broma sobre su regla, me echo a reír.
—Aún me apetece volver mañana para ver a todo el mundo y recoger mis cosas —dice, y se enjuaga la boca con un poco de agua para eliminar los restos de salsa picante que acaba de ingerir.
—¿No crees que ir a Inglaterra la semana que viene ya es bastante viaje? —digo intentando que cambie de planes.
—No. Quiero ver a Landon. Lo echo mucho de menos.
Unos celos injustificados se apoderan de mí, pero los descarto. Él es su único amigo. Bueno, él y la insufrible Kimberly.
—Seguirá allí cuando volvamos de Inglaterra...
— Pedro, por favor. —Me mira, pero no pidiéndome permiso como hace otras veces. Esta vez está pidiendo mi colaboración, y por cómo le brillan los ojos sé que va a ir a ver a Landon lo quiera yo o no.
—Vale, joder —gruño.
Esto no puede salir bien. La miro al otro lado de la mesa y veo que sonríe orgullosa. Aunque no sé si lo está por haber ganado esta discusión o por haber conseguido que ceda, pero está preciosa y muy relajada.
—Me alegro de que hayas venido aquí hoy. —Me coge de la mano mientras paseamos por la bulliciosa calle. ¿Por qué hay tanta gente en Seattle?
—¿En serio? —digo. Ya lo imaginaba, pero tenía miedo de que se enfadara conmigo por aparecer sin avisar. No me habría importado una mierda, pero bueno.
—Sí. —Me mira y se frena en medio de una marabunta de cuerpos ajetreados—. Casi... —dice, pero no termina la frase.
—¿Casi qué? —Detengo su intento de seguir caminando y la aparto hacia la pared junto a una joyería.
El sol se refleja en los enormes anillos de diamantes del escaparate y la desplazo unos cuantos centímetros para apartarme de su resplandor.
—Es una tontería. —Se muerde el labio inferior y mira al suelo—. Pero tengo la sensación de que puedo respirar por primera vez desde hace meses.
—¿Eso es bueno o...? —empiezo a preguntar, y le levanto la barbilla para que no tenga más remedio que mirarme.
—Sí, es bueno. Siento que por fin todo funciona con normalidad. Sé que ha sido poco tiempo, pero nunca nos habíamos llevado tan bien. Sólo hemos discutido unas pocas veces, y hemos conseguido solucionarlo hablando. Estoy orgullosa de nosotros.
Su comentario me hace gracia, porque seguimos discutiendo sin parar. No son sólo unas pocas veces, pero tiene razón: hemos solucionado las cosas hablando. Me encanta el hecho de que discutamos, y creo que a ella también. Somos totalmente diferentes, de hecho, no podríamos serlo más, y llevarnos bien todo el tiempo sería aburridísimo. No podría vivir sin su constante necesidad de corregirme o de agobiarme sobre lo desastre que soy. Es un incordio, pero no cambiaría nada de ella. Excepto su necesidad de estar en Seattle.
—La normalidad está sobrevalorada, nena —replico y, para demostrar que estoy en lo cierto, la levanto por la parte superior del muslo, coloco sus piernas alrededor de mi cintura y la beso contra la pared en medio de una de las calles más bulliciosas de Seattle.
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