Pau
Tropiezo con mis pies descalzos mientras corro tras Pedro hacia el patio delantero de la casa en la que pasó su dolorosa infancia. Una de mis rodillas aterriza en el césped, pero me repongo al instante y vuelvo a levantarme. La puerta mosquitera está abierta, y oigo que Pedro forcejea con el pomo por un momento antes de aporrear frustrado la madera con el puño.
— Pedro, por favor, volvamos al hotel —digo tratando de convencerlo mientras me aproximo.
Ignorándome por completo, se agacha para coger algo que hay en un lado del porche. Supongo que es una llave, aunque no tardo en darme cuenta de mi error cuando veo que una piedra del tamaño de un puño atraviesa la hoja de cristal del centro de la puerta. A continuación, Pedro desliza el brazo a través, esquivando afortunadamente los extremos cortantes del cristal roto, y entonces la abre.
Miro alrededor de la calle silenciosa, pero nada parece ir mal. Nadie se ha asomado para ver qué ha sido ese ruido, y ninguna luz se ha encendido con el sonido del cristal al romperse. Espero que Trish y Mike no pasen la noche en la puerta de al lado, en casa de él; que duerman en algún hotel bonito, dado que ninguno de los dos puede permitirse una luna de miel de lujo.
— Pedro. —Estoy pisando terreno pantanoso, tengo que andarme con mucho tiento para no hundirme. Un paso en falso, y ambos nos ahogaremos.
—Esta puta casa no ha sido nada más que un tormento para mí —gruñe.
Se tambalea sobre sus botas y se apoya en el brazo de un pequeño sofá para no caerse.
Inspecciono el salón y doy gracias de que la mayoría de los enseres estén empaquetados o ya hayan sido trasladados de la casa debido a la demolición que tendrá lugar cuando Trish se haya mudado.
Pedro entorna los ojos y se centra en el sofá.
—Este sofá... —Se presiona la frente con los dedos antes de terminar—. Aquí es donde pasó todo, ¿sabes? En este mismo puto sofá.
Sabía que no estaba bien, pero el hecho de que diga eso lo confirma. Recuerdo que hace meses me contó que había destrozado ese sofá. «Ese mueble de mierda era fácil de destruir», se jactó.
Observo el sofá que tenemos delante. Sus firmes cojines y la tela intacta demuestran que está como nuevo. Se me revuelven las tripas, tanto por el recuerdo como por la idea de en qué se está transformando el estado de ánimo de Pedro.
Cierra los ojos por un momento.
—Tal vez alguno de mis putos padres podría haber pensado en comprar uno nuevo.
—Lo siento mucho. Sé que todo esto es demasiado para ti en este momento. —Intento reconfortarlo, sin embargo Pedro sigue pasando de mí.
Abre los ojos, se dirige a la cocina y yo lo sigo unos pasos por detrás.
—¿Dónde está...? —farfulla, y se arrodilla para mirar dentro de un armario que hay bajo la pila de la cocina—. Te tengo.
Levanta una botella de un licor claro. No quiero preguntar de quién era (o es) esa bebida y cómo acabó ahí. Dada la fina capa de polvo que aparece en la camiseta negra de Pedro después de frotar la botella contra ella, diría que lleva ahí escondida al menos unos cuantos meses.
Lo sigo de vuelta hasta el salón, sin saber qué va a hacer a continuación.
—Sé que estás enfadado, y tienes todo el derecho del mundo a estarlo. —Me planto delante de él en un intento desesperado de captar su atención, pero se niega a mirarme siquiera—. Pero ¿podemos, por favor, volver al hotel? —Trato de cogerlo de la mano, y él la aparta—. Allí podremos hablar mientras se te pasa la borrachera. O puedes acostarte si lo prefieres, lo que quieras, pero, por favor, tenemos que irnos de aquí.
Pedro me esquiva, se acerca al sofá y señala.
—Ella estaba ahí... —indica apuntando con la botella de licor. Mis ojos se inundan de lágrimas, pero me las trago—. Y nadie vino para detenerlo, joder. Ninguno de esos dos cabrones —dice con los dientes apretados, y desenrosca el tapón de la botella llena.
Se la lleva a los labios y echa la cabeza hacia atrás para dar un buen trago.
—¡Ya basta! —grito aproximándome a él.
Estoy preparada para arrancarle la botella de las manos y estamparla contra las baldosas de la cocina. Lo que sea con tal de que no siga bebiendo. No sé cuántas copas más podrá tolerar su cuerpo antes de perder la conciencia.
Pedro da otro trago antes de parar. Se limpia el exceso de alcohol de la boca y la barbilla con el dorso de la mano. Sonríe y me mira por primera vez desde que entramos en esta casa.
—¿Por qué? ¿Quieres un poco?
—No... ¡Sí! La verdad es que sí —miento.
—Pues es una lástima, Pauli. No hay suficiente como para compartir —dice arrastrando las palabras y levantando la enorme botella.
Me encojo al oír que utiliza el mismo apelativo que mi padre para referirse a mí. Debe de haber más de un litro del licor que sea; la etiqueta está gastada y medio arrancada. Me pregunto cuánto tiempo hará desde que la escondió ahí. ¿Lo haría durante los once peores días de toda mi vida?
—Apuesto a que estás disfrutando de lo lindo de esto —dice entonces.
Retrocedo un paso e intento idear un plan de acción. No tengo muchas opciones ahora mismo, y estoy empezando a asustarme. Sé que él jamás me haría daño físicamente, pero no sé cómo se tratará a sí mismo, y no estoy emocionalmente preparada para otro ataque por su parte. Me he malacostumbrado al Pedro controlado con el que me ha obsequiado últimamente: sarcástico y malhumorado, pero no lleno de odio. El brillo de sus ojos inyectados en sangre me resulta demasiado familiar, y veo la malicia cociéndose tras ellos.
—Y ¿por qué iba a estar disfrutando? Detesto verte así. No quiero que sufras de esta manera, Pedro.
Sonríe y se ríe ligeramente antes de levantar la botella y verter un poco de licor sobre los cojines del sofá.
—¿Sabías que el ron es una de las bebidas más inflamables? —dice con tono perverso. Se me hiela la sangre.
— Pedro, yo...
—Este ron es de cien grados. Es una graduación alta de cojones. —Su voz suena sombría, lenta y amenazadora mientras continúa empapando el sofá.
—¡ Pedro! —exclamo, y mi voz va ganando volumen—. ¿Qué piensas hacer? ¿Quemar la casa entera? ¡Eso no va a cambiar nada!
Me hace un gesto con la mano para despedirme y dice con desdén:
—Deberías marcharte. No se permite la entrada a los niños.
—¡No me hables así! —Envalentonada, y algo asustada, alargo la mano y agarro la botella.
Las aletas nasales de Pedro ondean de furia mientras intenta quitármela. —
¡Suéltala ahora mismo! —dice con los dientes apretados.
—No.
—Pau, no me provoques.
—Y ¿qué vas a hacer, Pedro? ¿Forcejear conmigo por una botella de alcohol?
Pone unos ojos como platos y abre la boca con sorpresa al mirar nuestras manos jugando a tirar de la cuerda.
—Dame la botella —le ordeno aferrándome con fuerza a ella.
Pesa bastante, y Pedro no me lo está poniendo nada fácil, pero la adrenalina se ha apoderado de mí y me ha proporcionado la fuerza que necesito. Maldiciendo entre dientes, aparta la mano. No esperaba que cediera tan fácilmente, de modo que, cuando la suelta, la botella se me escurre de la mano, impacta contra el suelo delante de nosotros y el líquido marrón comienza a derramarse sobre la madera envejecida.
Me agacho a recogerla mientras le indico a él lo contrario:
—Déjala ahí.
—No veo cuál es el problema —replica.
Agarra la botella antes que yo y vierte más licor sobre el sofá. Después camina en círculos por la habitación, dejando un rastro de ron inflamable a su paso.
—De todos modos, van a demoler este agujero. Les estoy haciendo un favor a los nuevos propietarios. —Me mira y se encoge de hombros de manera traviesa—. Seguro que esto les sale más barato.
Me alejo lentamente de Pedro, cojo mi bolso y busco mi teléfono. El símbolo de advertencia de batería baja parpadea, pero llamo a la única persona que podría ayudarnos en este momento. Con el teléfono en la mano, me vuelvo hacia él de nuevo.
—Si haces esto, la policía vendrá a casa de tu madre. Te arrestarán, Pedro. —Rezo para que la persona al otro lado de la línea me oiga.
—Me importa una mierda —farfulla con la mandíbula apretada.
Mira al sofá, y sus ojos atraviesan el presente y contemplan el pasado.
—Todavía la oigo gritar. Sus gritos parecían los de un puto animal herido. ¿Sabes qué efecto tiene eso en un niño pequeño?
Se me parte el alma por Pedro, por sus dos versiones: la del niñito inocente forzado a presenciar cómo golpeaban y violaban a su madre y la del hombre furioso y dolido que siente que su único recurso es quemar la casa entera para deshacerse de ese recuerdo.
—No querrás ir a la cárcel, ¿verdad? ¿Adónde iría yo? Me quedaría tirada.
—Me importa un cuerno lo que me sucedería a mí, pero espero que la idea haga que reconsidere sus acciones.
Mi precioso príncipe oscuro me observa durante un instante, y mis palabras parecen haber calado hondo en él.
—Llama a un taxi y ve hasta el final de la calle —dice—. Me aseguraré de que te hayas ido antes de hacer nada. —Su voz es ahora más clara de lo que debería ser, teniendo en cuenta la cantidad de alcohol que corre por sus venas, pero lo único que oigo es a él intentando rendirse.
—No puedo pagar el taxi. —Rebusco teatralmente mi cartera y le enseño mi dinero estadounidense.
Cierra los ojos con fuerza y estampa la botella contra la pared. Se hace añicos, pero ni siquiera me estremezco. He oído ese sonido demasiadas veces en los últimos meses como para inmutarme.
—Coge mi puta cartera y lárgate. ¡Joder! —Con un rápido movimiento, se saca la cartera del bolsillo trasero del pantalón y la lanza al suelo delante de mí.
Me agacho y la meto en mi bolso.
—No. Necesito que vengas conmigo —digo con voz suave.
—Eres tan perfecta... Lo sabes, ¿verdad? —Da un paso hacia mí y eleva la mano para cogerme la mejilla.
Me encojo al sentir el contacto, y una arruga profunda se forma en su precioso rostro atormentado.
—¿Sabes que eres perfecta? —Siento su mano caliente sobre mi mejilla, y empieza a acariciarme la piel trazando círculos con el pulgar.
Me tiemblan los labios, pero mantengo la compostura.
—No. No soy perfecta, Pedro. Nadie lo es —respondo tranquilamente mientras lo miro a los ojos.
—Tú sí. Tú eres demasiado perfecta para mí.
Me dan ganas de llorar. ¿Ya hemos vuelto a eso?
—No voy a dejar que me apartes. Sé lo que estás haciendo: estás borracho, y estás intentando justificarlo al compararnos. Yo estoy tan jodida como tú.
—No hables así. —Frunce de nuevo el ceño. Su otra mano asciende hasta mi mandíbula y se hunde en mi pelo—. No suena bien saliendo de tu preciosa boca. —Acaricia mi labio inferior con el pulgar y no puedo evitar advertir el contraste entre el modo en que arden sus ojos de dolor y de rabia y su tacto suave y delicado.
—Te quiero, y no pienso irme a ninguna parte —digo, y rezo para que mis palabras consigan atravesar su ebrio embotamiento. Busco en sus ojos el más mínimo rastro de mi Pedro.
—Si dos personas se aman, no puede haber un final feliz —responde en tono suave.
Reconozco las palabras al instante y aparto los ojos de los suyos.
—No me cites a Hemingway —le espeto. ¿Pensaba que no iba a reconocerlo y a saber lo que estaba intentando hacer?
—Pero es verdad. No hay un final feliz; al menos, no para mí. Estoy demasiado jodido. —Aparta las manos de mi rostro y me da la espalda.
—¡No, no lo estás! Tú...
—¿Por qué haces eso? —balbucea mientras su cuerpo se mece hacia adelante y hacia atrás—. ¿Por qué siempre intentas buscar la luz en mí? ¡Despierta de una vez, Pau! ¡No hay ninguna puta luz! — grita, y se golpea el pecho con las dos manos.
»¡No soy nada! ¡Soy un pedazo de mierda con una mierda de padres, y encima estoy completamente pirado! Traté de advertírtelo, intenté apartarte de mí antes de acabar contigo... —Su voz se vuelve cada vez más grave, y se lleva la mano al bolsillo.
Reconozco el mechero morado de Judy, la del bar.
Pedro lo enciende sin mirarme.
—¡Mis padres también son un desastre! ¡Mi padre está en rehabilitación, joder! —le grito.
Sabía que esto iba a pasar. Sabía que la confesión de Christian acabaría con Pedro. Todo el mundo tiene un límite, y el estado de Pedro ya era bastante frágil con todo lo que ha tenido que soportar.
—Ésta es tu última oportunidad de irte antes de que este lugar arda hasta los cimientos —dice sin mirarme.
—¿Serías capaz de quemar la casa conmigo dentro? —pregunto incrédula. Estoy llorando, pero no sé en qué momento he empezado.
—No. —Sus botas resuenan con fuerza mientras atraviesa la habitación; la cabeza me da vueltas, me duele el alma y temo haber perdido el sentido de la realidad—. Vamos. —Me ofrece la mano, solicitando la mía.
—Dame el mechero.
—Ven aquí. —Extiende los dos brazos hacia mí. Ahora estoy llorando a moco tendido—. Por favor.
Me obligo a pasar por alto sus gestos, por mucho que me duela hacerlo. Quiero correr a sus brazos y alejarlo de aquí. Pero esto no es una novela de Jane Austen con un final feliz y buenas intenciones; esto es Hemingway, en el mejor de los casos, y puedo ver más allá de sus gestos.
—Dame el mechero y marchémonos juntos.
—Casi conseguiste hacerme creer que podía ser normal. —El encendedor todavía descansa peligrosamente en la palma de su mano.
—¡Nadie lo es! —grito—. Nadie es normal, y no quiero que tú lo seas. Te quiero como eres, te amo, ¡y amo todo esto! —Miro alrededor del salón y después de nuevo a Pedro.
—Eso es imposible. Nadie podría ni lo ha hecho jamás. Ni siquiera mi propia madre.
Conforme las palabras salen de sus labios, el sonido de la puerta golpeando la pared hace que dé un brinco. Me vuelvo hacia el sonido y siento un tremendo alivio al ver a Christian correr hacia el salón. Está angustiado y sin aliento. Se detiene en el acto en cuanto asimila el estado de la pequeña estancia, empapada de licor por todas partes.
—¿Qué...? —Sus ojos enfocan en el mechero que Pedro tiene en la mano—. He oído sirenas de camino aquí. ¡Tenemos que irnos ahora mismo! —grita.
—¿Cómo sabías...? —La mirada de Pedro oscila entre Christian y yo—. ¿Lo has llamado tú?
—¡Por supuesto que lo ha hecho! ¿Qué querías que hiciera? ¡¿Que te dejara incendiar la casa y que te arrestaran?! —chilla Vance.
Pedro levanta las manos en el aire, aún con el mechero en la mano.
—¡Salid de aquí! ¡Los dos!
Christian se vuelve hacia mí.
—Pau, ve afuera.
Pero me mantengo firme.
—No, no voy a dejarlo aquí. —¿Todavía no ha entendido que Pedro y yo no debemos separarnos?
—Vete —dice Pedro mientras da un paso hacia mí. Desliza el pulgar por el metal del mechero y enciende la llama—. Sácala de aquí —añade arrastrando las palabras.
—Mi coche está aparcado en el callejón que hay al otro lado de la calle. Espéranos allí —me ordena Christian.
Cuando miro a Pedro, sus ojos están fijos en la llama blanca, y lo conozco lo bastante bien como para saber que va a hacer esto, tanto si me marcho como si no. Está demasiado ebrio y enfadado como para detenerse ahora.
Christian deposita un frío juego de llaves en mi mano y se acerca a mí.
—No dejaré que le suceda nada malo.
Tras un momento de lucha interna, envuelvo las llaves con los dedos y salgo por la puerta sin mirar atrás. Cruzo corriendo la calle y rezo para que las sirenas que se oyen en la distancia se dirijan a otro destino.
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