Pau
A las cinco menos cinco intento llamar a Pedro, pero no lo coge. ¿Dónde se habrá metido todo el día?
¿Estaba Zed en lo cierto y anoche estuvo por ahí hasta las tantas? ¿Es posible que esté de camino a Seattle para darme una sorpresa? No me lo creo ni yo. Siento una opresión en el pecho horrible desde que he accedido a ver a Zed. Sé que a Pedro no le gusta nada que seamos amigos. Le da tanta rabia que incluso tiene pesadillas y aquí estoy yo, echándole leña al fuego.
No me molesto en arreglarme el pelo ni en retocarme el maquillaje antes de coger el ascensor y bajar al vestíbulo, y decido ignorar la atenta mirada de Kimberly. No debería haberle contado mis planes. Veo la camioneta de Zed a través de los paneles de cristal y da gusto verla. Me apetece mucho ver una cara conocida. Preferiría que fuera la de Pedro, pero Zed está aquí y él no.
Salta de su camioneta para saludarme en cuanto salgo del edificio. Sonríe de oreja a oreja y veo que lleva la cara cubierta de vello negro. Va vestido con vaqueros negros y una camiseta gris de manga larga. Está tan guapo como siempre y yo parezco una zombi.
—Hola. —Sonríe y me espera con los brazos abiertos.
No sé qué hacer, pero por educación me lanzo a recibir su abrazo.
—Cuánto tiempo —dice con la boca en mi pelo. Asiento y pregunto:
—¿Qué tal el viaje? —mientras me separo de él.
Suspira.
—Largo. Pero he podido aprovechar para escuchar buena música por el camino.
Me abre la puerta del acompañante y me apresuro a subir para escapar del aire frío. En el interior del vehículo hace calor y huele a él.
—¿Cómo es que has venido un día antes? —pregunto para iniciar la conversación mientras él se incorpora al tráfico vacilante.
—He cambiado de planes, eso es todo. —Sus ojos van de un retrovisor a otro.
—Da un poco de miedo el tráfico de esta ciudad —le digo.
—Mucho. —Sonríe sin apartar la vista de la carretera.
—¿Sabes adónde quieres ir a cenar? No he tenido tiempo de ver la ciudad, así que todavía no sé cuáles son los sitios buenos.
Miro el móvil. Pedro sigue sin dar señales de vida. Busco restaurantes en una aplicación y en cuestión de minutos Zed y yo decidimos ir a un pequeño grill de estilo mongol.
Yo me pido pollo con verduras y contemplo admirada cómo el chef prepara la comida delante de nosotros. Nunca había estado en un sitio así, y a Zed le parece muy divertido. Nos hemos sentado al fondo del pequeño restaurante. Tengo a Zed justo enfrente y permanecemos tan callados que resulta incómodo.
—¿Qué pasa? —pregunto escarbando en mi comida.
La mirada de Zed rebosa preocupación.
—No sé si debería mencionarlo... Parece que ahora mismo estás un poco desbordada y quiero que te lo pases bien.
—Estoy bien. Dime lo que tengas que decir. —Me preparo para el golpe que sé que voy a recibir.
—Anoche Pedro vino a mi casa.
—¿Qué? —No puedo ocultar la sorpresa en mi voz. ¿Por qué habrá hecho eso? Y si lo ha hecho, ¿cómo es que Zed está sentado aquí conmigo sin un rasguño, sin un moratón?—. ¿Qué quería? — pregunto.
—Decirme que no me acercase a ti —contesta al instante.
Cuando le mencioné anoche a Pedro el mensaje de Zed parecía completamente indiferente.
—¿A qué hora? —pregunto esperando que fuera después de que hablásemos al respecto de no ocultarnos las cosas.
—Por la tarde, pronto.
Dejo escapar un suspiro de exasperación. A veces Pedro no tiene límites, y su lista de ofensas es cada vez más larga.
Me masajeo las sienes. De repente he perdido el apetito.
—¿Qué te dijo exactamente?
—Que le daba igual cómo lo hiciera, o si tenía que herir tus sentimientos, pero que necesitaba que no me acercara a ti. Estaba tan tranquilo que daba miedo. —Le clava el tenedor a un florete de brócoli y se lo lleva a la boca.
—Y ¿aun así has venido?
—Sí.
La batalla cargada de testosterona entre estos dos me tiene más que harta, y yo me mantengo al margen, intentando imponer algo de paz y fracasando miserablemente.
—¿Por qué?
Sus ojos de color caramelo encuentran los míos.
—Porque sus amenazas ya no funcionan conmigo. No puede decirme de quién puedo ser amigo, y espero que tú opines lo mismo.
Decir que me cabrea que Pedro fuera a casa de Zed es quedarse corto. Me molesta todavía más que no me dijera nada anoche y que quisiera que Zed hiriese mis sentimientos con tal de poner fin a nuestra amistad mientras él mantenía oculto su papel en la intriga.
—Opino igual en lo que respecta a que Pedro controle mis amistades. —En cuanto pronuncio las palabras, a Zed le brillan los ojos con una mirada triunfal, cosa que también me cabrea—. Pero también creo que tiene buenas razones para no querer que seamos amigos, ¿no te parece?
Él menea la cabeza conciliador.
—Sí y no. No voy a ocultar lo que siento por ti, pero tampoco voy a insistir. Ya te dije que aceptaré lo que puedas ofrecerme y, si sólo podemos ser amigos, eso seremos.
—Sé que no vas a insistir. —Elijo responder sólo a la mitad de su comentario.
Zed nunca me presiona para que haga nada y nunca intenta obligarme a hacer nada, pero detesto cómo habla de Pedro.
—¿Puedes decir lo mismo de él? —me reta mirándome intensamente.
El impulso de defender a Pedro me hace contestar:
—No, no puedo. Sé cómo es, pero es que él es así.
—Siempre sales a defenderlo. No lo entiendo.
—Ni falta que te hace —respondo cortante.
—¿Tú crees? —contesta Zed con calma, frunciendo el ceño.
—Sí. —Pongo la espalda recta y me yergo todo lo que puedo.
—¿No te molesta que sea tan posesivo, que te diga a quién puedes tener como amigo...?
—Me molesta, pero...
—Se lo consientes.
—¿Has venido hasta Seattle para recordarme que Pedro es controlador? Abre la boca para hablar, pero vuelve a cerrarla.
—¿Qué? —lo presiono.
—Eres suya y me preocupas. Te noto estresada.
Suspiro vencida. Estoy estresada, demasiado, pero pelearme con Zed no va a solucionar nada. Sólo hace que me sienta aún más frustrada.
—No voy a excusarlo, pero tú no sabes nada de nuestra relación. No sabes cómo es cuando está conmigo. No lo comprendes como yo.
Aparto el plato y me doy cuenta de que la pareja de la mesa de al lado nos está mirando. Bajo la voz y digo:
—No quiero discutir contigo, Zed. Estoy agotada y me hacía mucha ilusión que pasáramos un rato juntos.
Se reclina en su silla.
—Me estoy comportando como un capullo, ¿verdad? —dice con ojos tristes—. Perdóname, Pau. Podría echarle la culpa al largo viaje... Pero no es excusa. Lo siento.
—No pasa nada. No quería pagarla contigo. No sé lo que me ocurre. —Está a punto de venirme la regla, seguro que por eso estoy que muerdo.
—Es culpa mía, de verdad —dice, y me coge la mano por encima de la mesa.
La tensión se podría cortar con un cuchillo y no puedo dejar de pensar en Pedro, pero me gustaría pasarlo bien un rato. Por eso le pregunto:
—Y ¿cómo va todo lo demás?
Zed empieza a contarme historias de su familia, del calor que hacía en Florida la última vez que estuvo allí. La conversación recupera su flujo normal, fácil, disperso. La tensión se evapora y puedo acabarme el plato de pollo.
Terminamos de cenar y estamos saliendo del restaurante cuando Zed pregunta:
—¿Tienes planes para esta noche?
—Sí, voy a ir al club de jazz de Christian. Lo acaban de inaugurar.
—¿Christian? —pregunta él.
—Sí, mi jefe. Estoy viviendo en su casa.
Arquea las cejas.
—¿Estás viviendo con tu jefe?
—Sí. Fue compañero de universidad del padre de Pedro y es amigo de toda la vida de Ken y de Karen —le explico.
No me había parado a pensar que Zed desconoce los detalles de mi vida. Aunque vino a recogerme tras la fiesta de compromiso que Christian le dio a Kimberly, no sabe nada de ellos.
—Ah, así es como conseguiste las prácticas remuneradas —señala.
«Ayyy.»
—Sí —confieso.
—Es genial igualmente.
—Gracias. —Miro por la ventanilla y saco el móvil del bolso. Nada—. ¿Qué tienes pensado hacer en Seattle? —le pregunto mientras intento indicarle cómo llegar a la casa de Christian y Kimberly. Me doy por vencida a los pocos minutos y tecleo la dirección en mi móvil. La pantalla se congela y se apaga dos veces antes de cooperar.
—No estoy seguro. Voy a ver qué tienen pensado mis amigos. ¿Y si quedamos un rato más tarde? ¿O antes de que me vaya el sábado?
—Estaría bien. Te llamaré para concretarlo.
—¿Cuándo viene Pedro? —El tono viperino de su pregunta no se me escapa.
Vuelvo a mirar la pantalla del móvil, esta vez por costumbre.
—No lo sé. Puede que esta noche.
—¿Ahora mismo estáis juntos? Sé que no íbamos a hablar más del asunto, pero estoy algo confundido.
—Yo también —reconozco—. Últimamente nos estamos dando algo de espacio.
—Y ¿funciona?
—Sí. —Hasta hace un par de días, cuando Pedro empezó a distanciarse.
—Eso está bien.
Tengo que saber qué le ronda por la cabeza. Sé que le está dando vueltas a algo.
—¿Qué?
—Nada. No quieres saberlo.
—Sí, sí que quiero. —Sé que voy a arrepentirme, pero me puede la curiosidad.
—Es que no veo ese espacio. Tú estás aquí en Seattle, viviendo con unos amigos de su familia, con tu jefe nada menos. Aunque esté a unos cuantos kilómetros de distancia, te tiene controlada, e intenta apartar de ti a los pocos amigos que tienes, eso cuando no está aquí contigo. Yo no veo el espacio por ninguna parte.
La verdad es que no se me había ocurrido ver lo de mi estancia en casa de Christian y Kimberly desde esa perspectiva. ¿Es otra de las razones por las que Pedro me saboteó el alquiler del apartamento? ¿Para que, si decidía venir a Seattle, tuviera que vivir bajo la vigilancia de los amigos de su familia?
Meneo la cabeza intentando no pensar.
—Nos va bien. Sé que para ti no tiene sentido, pero a nosotros nos funciona. Sé...
—Intentó sobornarme para que me alejara de ti —me interrumpe Zed.
—¿Qué?
—Sí. Me estuvo amenazando y me dijo que le hiciera una oferta. Me dijo que me buscara otra zorra en la universidad con la que divertirme.
«¿Zorra?»
Zed se encoge de hombros como si nada.
—Me dijo que nadie más te tendrá nunca y que estaba muy orgulloso de que siguieras con él incluso después de que te dijera que se había acostado con Molly cuando vosotros dos ya habíais empezado a salir.
Que mencione a Pedro y a Molly es una puñalada trapera, y Zed lo sabe. Por eso lo ha dicho, sabía que iba a dolerme.
—Eso ya lo hemos superado. No quiero hablar de Pedro y de Molly —mascullo.
—Sólo quiero que sepas lo que tienes entre manos. Cuando tú no estás, él no es la misma persona.
—Eso no es malo —replico—. Tú no lo conoces.
Siento un gran alivio en el momento en que nos acercamos a las afueras de la ciudad, señal de que estamos a menos de cinco minutos de casa de Christian. Cuanto antes lleguemos, mejor.
—Tú tampoco, ésa es la verdad —dice—. Te pasas todo el día discutiendo con él.
—¿Adónde quieres ir a parar, Zed? —Odio el rumbo que ha tomado nuestra conversación, pero no sé cómo volver a encauzarla por territorio neutral.
—A ninguna parte. Sólo esperaba que, después de todo este tiempo y de toda la mierda que te ha hecho tragar, vieras la verdad.
Entonces se me ocurre una cosa.
—¿Le has dicho que ibas a venir?
—No.
—No estás jugando limpio —le digo. Lo he pillado.
—Ni él tampoco. —Suspira, desesperado por no subir la voz—. Mira, sé que lo defenderás hasta el final, pero no puedes culparme por querer tener lo que él tiene. Quiero que me defiendas a mí, quiero que confíes en mí incluso cuando no deberías. Siempre estoy aquí para ti y él no. —Se pasa la mano por la barba y coge aire—. No estoy jugando limpio y él tampoco. Ha jugado sucio desde el principio. A veces juraría que sólo le importas tanto porque sabe lo que siento por ti.
Por eso precisamente Zed y yo nunca podremos ser amigos. Nunca funcionará a pesar de lo dulce y comprensivo que es. No se ha dado por vencido y supongo que eso le honra. No obstante, no puedo darle lo que quiere y no quiero sentir que tengo que explicarle mi relación con Pedro cada vez que lo veo. Ha estado ahí siempre que lo he necesitado, pero sólo porque yo se lo he permitido. —No sé si queda lo suficiente de mí como para poder darte mi amistad.
Me mira con expresión impasible.
—Eso es porque te ha agotado.
Permanezco en silencio, mirando los pinos que bordean la carretera. No me gusta la tensión que siento ni tener que contener las lágrimas. Entonces Zed musita:
—No quería que esta noche acabase así. Imagino que no querrás volver a verme. Señalo por la ventanilla.
—Ya hemos llegado.
Un silencio incómodo y tenso llena la cabina de la camioneta hasta que la gigantesca casa aparece. Cuando miro a Zed, está observando la casa de Christian con unos ojos como platos.
—Es aún más grande que la otra, la casa a la que fui a buscarte una vez —dice intentando aliviar la tensión.
Por hacer lo mismo, empiezo a contarle que tiene gimnasio y una cocina muy espaciosa, y cómo Christian controla la casa mediante el iPhone.
Y entonces el corazón se me sube a la garganta.
El coche de Pedro está aparcado justo detrás del Audi reluciente de Kimberly. Zed lo ve al mismo tiempo que yo pero ni se inmuta. Me quedo lívida y digo:
—Será mejor que vaya adentro.
Aparcamos y Zed dice:
—Te pido disculpas de nuevo, Pau. Por favor, no te vayas enfadada conmigo. Ya tienes bastante. No debería haberte hecho sentir aún peor.
Se ofrece a entrar conmigo pero le aseguro que no pasa nada, que todo está bien. Sé que Pedro estará cabreado, más que eso, pero yo la he liado y soy yo la que tiene que arreglarlo.
—Todo irá bien —afirmo con una sonrisa falsa antes de salir del coche y prometerle que le mandaré un mensaje en cuanto pueda.
Soy consciente de que camino muy despacio hacia la puerta, pero no quiero ir más rápido. Estoy intentando pensar qué debo decir, si debo o no enfadarme con Pedro, o disculparme por haber vuelto a ver a Zed. Entonces la puerta se abre.
Pedro sale vestido con unos vaqueros oscuros y una camiseta blanca. Se me acelera el pulso a pesar de que sólo llevo dos días sin verlo y me muero por tenerlo cerca. Lo he echado mucho de menos estos días.
Está impertérrito y sigue con una mirada glacial la camioneta de Zed, que desaparece de nuestra vista.
— Pedro, yo...
—Entra —me dice de mala manera.
—No me... —empiezo a decir.
—Hace frío. Entra. —Me lanza cuchillos con la mirada que me impiden discutir.
Me sorprende cuando me pone la mano en la cintura con delicadeza y me conduce a la casa, donde Kimberly y Smith juegan a las cartas en el salón, y de ahí a mi habitación sin mediar palabra.
Con calma, cierra la puerta y echa el pestillo. Luego me mira y el corazón casi se me sale del pecho cuando me pregunta:
—¿Por qué?
— Pedro, no ha pasado nada, te lo juro. Me ha dicho que había cambiado de planes y yo me he sentido muy aliviada porque creía que no iba a venir, pero a continuación me ha dicho que ya estaba en Seattle y que quería que fuéramos a cenar. —Me encojo de hombros, en parte para calmarme—. No he sabido decirle que no.
—Nunca has sabido —me espeta sosteniéndome la mirada.
—Sé que ayer te presentaste en su casa. ¿Por qué no me lo dijiste?
—Porque no necesitabas saberlo. —Respira con fuerza, apenas puede mantener el control.
—No eres quién para decidir lo que necesito saber —arremeto contra él—. No puedes ocultarme las cosas. ¡También sé lo de la boda de tu madre!
—Sabía que ibas a reaccionar así. —Levanta las manos, intentando defenderse. Pongo los ojos en blanco y echo a andar hacia él.
—Y una mierda.
Ni siquiera pestañea. Se le marcan las venas bajo los pocos sitios que quedan de piel blanca, azul claro entrelazado con tinta negra. Aprieta los puños.
—Una cosa detrás de otra.
—Seré amiga de quien me dé la gana, y tú vas a dejar de hacer cosas a mis espaldas, como por ejemplo ir por ahí teniendo pataletas como un crío —le advierto.
—Me dijiste que no ibas a volver a verlo.
—Lo sé. Antes no lo entendía, pero después de esta noche he decidido que no vamos a ser amigos. Pero no porque tú lo digas.
Ahora sí que parpadea, pero de sorpresa. Por lo demás, mantiene el mismo nivel de potente intensidad.
—Entonces, ¿por qué?
Desvío la mirada un tanto avergonzada.
—Porque sé que te sienta fatal y no debería seguir provocándote. Sé lo mucho que me dolería que vieras a Molly... o a cualquier otra mujer. Dicho esto, no tienes derecho a controlar mis amistades, aunque no puedo mentir y decir que no me sentiría exactamente igual que tú si estuviera en tu lugar.
Se cruza de brazos y respira hondo.
—Y ¿por qué ahora? ¿Qué te ha hecho para que de repente hayas cambiado de opinión?
—Nada. No me ha hecho nada. Sólo que he tardado mucho en comprenderlo. Tenemos que ser iguales, ninguno de los dos debería tener más poder que el otro.
Por cómo le brillan los ojos sé que quiere decir algo, pero se limita a asentir.
—Ven aquí. —Abre los brazos, esperándome, como hace siempre. No tardo en cobijarme en ellos.
—¿Cómo sabías que estaba con él? —Pego la mejilla a su pecho. Su fragancia mentolada invade mis sentidos y me quita a Zed de la cabeza.
—Me lo ha dicho Kimberly —explica con la boca pegada a mi pelo.
Frunzo el ceño.
—No sabe mantener la boca cerrada.
—¿No ibas a decírmelo? —Me levanta la barbilla con el pulgar.
—Sí, pero habría preferido contártelo yo. —Supongo que le estoy agradecida a Kimberly por ser tan sincera. Sería muy hipócrita por mi parte querer que sólo fuera sincera conmigo y no con Pedro —. ¿Por qué no has venido a buscarnos? —pregunto. Si sabía que estaba con Zed, lo lógico es que lo hubiera hecho.
—Porque —suspira, mirándome a los ojos— no paras de decir que es como un ciclo que se repite y quería romperlo.
Su respuesta, sincera y bien pensada, me llena el corazón de alegría. Lo está intentando de verdad y eso significa mucho para mí.
—Aunque estoy cabreado —añade.
—Lo sé. —Le acaricio la mejilla con la yema de los dedos y sus brazos me estrechan con más fuerza—. Yo también estoy enfadada. No me has contado lo de la boda y quiero saber por qué.
—Esta noche no —me advierte.
—Sí, esta noche. Has dicho lo que querías decir sobre Zed y ahora me toca a mí.
—Pau... —Aprieta los labios.
— Pedro...
—¡Eres lo peor! —Me suelta y empieza a andar de un lado para otro, poniendo una distancia entre nosotros que no puedo soportar.
—¡Igual que tú! —contraataco y lo sigo para acercarme a él.
—No quiero hablar de la puta boda. Ya me está costando bastante controlarme. No me busques las cosquillas, ¿vale?
—¡Bien! —digo casi a gritos, aunque doy mi brazo a torcer. No porque me dé miedo lo que vaya a decirme, sino porque acabo de pasar dos horas y media con Zed y sé que la rabia de Pedro es en realidad una forma de enmascarar el dolor y la ansiedad que le acabo de causar.
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