Pau
Puede que no me quede mucho, pero aún tengo algo de orgullo, y preferiría enfrentarme a Pedro sola y mantener esta conversación cara a cara. Sé exactamente qué va a hacer. Va a decirme que soy demasiado buena para él y que él no me hace ningún bien. Me dirá algo que me dolerá, y yo intentaré convencerlo de lo contrario.
Sé que Kimberly debe de pensar que soy una boba por ir a buscarlo después de su frío rechazo, pero estoy enamorada de él, y esto es lo que haces cuando quieres a alguien: luchas por él; lo buscas siempre que sabes que te necesita. Lo ayudas a vencer la batalla contra sí mismo y nunca renuncias a él, ni siquiera cuando él renuncia a sí mismo.
—No te preocupes. Si lo encuentro y ve que estás conmigo, se sentirá acorralado, y eso empeorará las cosas —le digo a Kimberly por segunda vez.
—Por favor, ten cuidado. No quiero tener que matar a ese chico pero, a estas alturas, ya no descarto nada. —Me ofrece una media sonrisa—. Espera, una cosa más.
Levanta un dedo y corre hacia la mesita de café que está en el centro de la habitación. Busca en su bolso y me hace un gesto con la mano para que me acerque.
Kimberly, cómo no, me pone un poco de brillo de labios transparente y me pasa un bote de rímel. Sonríe.
—Querrás estar guapa, ¿no?
A pesar del dolor que siento en el pecho, sonrío ante su esfuerzo por ayudarme a estar presentable. Por supuesto, para ella esto es algo indispensable.
Diez minutos después, mis mejillas dejan de estar rojas de llorar. Mis ojos ya parecen menos hinchados gracias al corrector de ojeras y a un poco de sombra. Kimberly me cepilla el cabello en una especie de rizos grandes y controlados. Se rindió al cabo de unos minutos, suspirando, y entonces dijo que las ondas playeras estaban de moda de todos modos. No recuerdo haberme cambiado de camiseta y haberme puesto una de tirantes y una rebeca, pero esta mujer ha hecho que deje de parecer un zombi en un tiempo récord.
—Prométeme que me llamarás si me necesitas —insiste—. Iré a buscarte a donde haga falta.
Asiento. No me cabe duda de que lo hará. Me abraza dos veces más y me da las llaves del coche de alquiler de Christian, que Pedro ha dejado estacionado en el aparcamiento.
Cuando llego al coche, conecto mi teléfono al cargador y bajo la ventanilla del todo. El coche huele a Pedro, y los vasos de café de esta mañana siguen en los posavasos y me recuerdan cómo me ha hecho el amor hace tan sólo unas horas. Era su manera de despedirse de mí; ahora me doy cuenta de que una parte de mí lo sabía, pero no estaba dispuesta a aceptarlo. No quería admitir la evidente derrota que merodeaba agazapada, esperando para atacarme. No puedo creer que ya casi sean las cinco. Tengo menos de dos horas para encontrar a Pedro y convencerlo de que vuelva a casa conmigo. El embarque es a las ocho y media, pero tengo que estar en el aeropuerto un poco antes de las siete para pasar el control de seguridad tranquilamente. «¿Volveré a casa sola?»
Me miro en el espejo retrovisor y veo a la misma chica que se ha levantado antes del suelo del baño. Tengo el desagradable presentimiento de que, efectivamente, estaré sola en ese
avión.
Sólo sé de un lugar adonde ir a buscarlo, y si no está ahí, no tengo ni idea de qué voy a hacer. Arranco el coche, pero me detengo con la mano en el cambio de marchas. No puedo conducir sin rumbo fijo por Londres sin dinero y sin un sitio adonde ir.
Desesperada y preocupada, intento llamarlo, y casi lloro de felicidad cuando me coge el teléfono.
—¿Digaaa? ¿Quién es? —pregunta una voz masculina desconocida.
Me aparto el teléfono de la cara para comprobar que he llamado al número correcto, pero el nombre de Pedro aparece claramente en la pantalla.
—¿Diiigaaaaaa? —repite el chico, arrastrando las sílabas de la palabra de nuevo.
—Sí, hola. ¿Está Pedro ahí? —Se me revuelve el estómago porque sé que este tipo no traerá nada bueno, aunque no tengo ni idea de quién es.
De fondo se oyen risas y un barullo de voces; también se oye a más de una chica.
—Alfonso está... dispuesto en este momento —me informa el tipo.
«¿Dispuesto?»
—¡Se dice indispuesto, imbécil! —grita una chica de fondo, riéndose.
«Ay, Dios...»
—¿Dónde está? —El ruido cambia y sé que ha puesto en altavoz.
—Está ocupado —responde otro tipo—. ¿Quién eres? ¿Vas a venir a la fiesta? ¿Por eso llamabas? Me gusta tu acento estadounidense, nena, y si eres amiga de Alfonso...
¿Una fiesta? ¿A las cinco de la tarde? Intento centrarme en ese estúpido hecho en lugar de en las numerosas voces femeninas que oigo a través del auricular y en que Pedro esté «dispuesto».
—Sí —contesta mi boca antes de que mi cerebro reaccione—. Pero he perdido la dirección —digo con voz temblorosa e insegura, aunque ellos no parecen darse cuenta.
El tipo que había cogido el teléfono me da la dirección, y la anoto rápidamente en navegador del móvil. Se bloquea dos veces, y tengo que pedirle que me la repita, pero lo hace y me dice que me dé prisa, alardeando orgulloso de que en esa fiesta hay más alcohol del que haya podido ver en toda mi vida.
Veinte minutos después, me encuentro en un pequeño aparcamiento junto a un edificio de ladrillo muy deteriorado. Las ventanas son grandes, y las tres están cubiertas con lo que parece ser cinta aislante blanca o, posiblemente, bolsas de basura. El parking está lleno de coches, y el BMW que he conducido hasta aquí da mucho el cante. El único coche que se le parece mínimamente es el de alquiler de Pedro. Está cerca de la parte delantera, bloqueado, lo que significa que ha llegado antes que el resto.
Cuando alcanzo la puerta del edificio, inspiro hondo para coger fuerzas. El desconocido que me ha cogido el teléfono me ha dicho que era la segunda puerta del tercer piso. El triste edificio no parece lo bastante grande como para tener tres plantas, pero, mientras subo la escalera, se demuestra que me equivocaba. Un fuerte barullo y el denso olor a marihuana me dan la bienvenida antes de llegar al final del tramo que da al segundo piso.
Al mirar hacia arriba, tengo que preguntarme por qué habrá venido Pedro aquí. ¿Por qué vendría a este lugar para superar sus problemas? Cuando llego al tercer piso, mi corazón late deprisa y se me forma un nudo en el estómago pensando en todas las cosas que podrían estar pasando tras esa segunda puerta cubierta de grafitis y de arañazos.
Sacudo la cabeza para despejar todas mis dudas. ¿Por qué estoy tan paranoica y nerviosa? Estamos hablando de Pedro, de mi Pedro. Por muy enfadado que esté y por mucho que quiera alejarse de mí, aparte de espetarme algunas palabras crueles, él jamás haría nada que pudiera hacerme daño. Está pasando por un momento muy duro con todo este asunto de su familia, y sólo necesita que entre ahí y me lo lleve a casa conmigo. Me estoy obsesionando y agobiando por nada.
La puerta se abre justo antes de que llame, y un chico vestido de negro pasa por mi lado sin detenerse y sin cerrar al salir. Las nubes de humo llegan hasta el rellano, y tengo que esforzarme por controlar mi instinto de cubrirme la nariz y la boca. Atravieso el umbral, tosiendo.
Sin embargo, el espectáculo que tengo delante me detiene al instante.
Me quedo pasmada al ver a una chica medio desnuda sentada en el suelo. Miro alrededor de la habitación y veo que casi todo el mundo está medio desnudo.
—Quítate la parte de arriba —le dice un chico con barba a una chica con el pelo decolorado.
Ella pone los ojos en blanco, pero se quita la camiseta y se queda en bragas y sujetador.
Al observar la escena un poco más, me doy cuenta de que están jugando a alguna especie de juego de cartas que implica quitarse la ropa. La realidad es mejor que la conclusión que había sacado en un primer momento; bueno, sólo un poco.
Es un alivio que Pedro no forme parte del grupo de jugadores de cartas cada vez más desnudos. Inspecciono el atestado salón, mas no lo veo.
—¿Pasas o qué? —pregunta alguien.
Me vuelvo y busco la fuente de la que procede la voz.
—Entra y cierra la puerta —dice, y aparece por detrás de alguien que tengo a mi izquierda—. ¿Nos conocemos, Bambi?
Se ríe, y yo me revuelvo incómoda al ver cómo sus ojos rojos recorren mi cuerpo y se fijan demasiado tiempo en mi pecho de un modo totalmente vulgar. No me gusta el apelativo que ha escogido para mí, si bien no quiero decirle cuál es mi verdadero nombre. Por el sonido de su voz, estoy segura de que es la misma persona que me ha cogido el teléfono.
Niego con la cabeza; todas las palabras se disuelven en mi lengua.
—Soy Mark —se presenta, y me ofrece la mano, pero yo me echo hacia atrás.
Mark... Reconozco al instante ese nombre como uno de los que Pedro mencionó en su carta y en otras historias que me ha contado sobre él. Parece bastante majo, aunque sé cómo es en realidad. Sé lo que les hizo a todas esas chicas.
—Éste es mi piso. ¿Quién te ha invitado?
Al hacerme esa pregunta he pensado que estaba enfadado, pero su cara sólo refleja chulería. Tiene un acento inglés muy marcado, y es bastante guapo. Un poco amenazador, también guapo. Tiene el pelo castaño de punta por delante, y su vello facial es desaliñado pero arreglado al mismo tiempo. «El look hipster de mierda», que diría Pedro, aunque a mí me parece que no está mal. En sus brazos no hay tatuajes, pero debajo de su labio inferior tiene dos piercings, uno a cada lado.
—Yo..., esto... —Me cuesta controlar mis nervios.
Se ríe de nuevo y me agarra de la mano.
—Bueno, Bambi, vamos a por una copa para que te relajes. —Sonríe—. Me estás asustando.
De camino a la cocina, empiezo a preguntarme si Pedro estará aquí de verdad. Puede que se haya dejado el teléfono y el coche aparcado fuera y se haya ido a alguna otra parte. A lo mejor está en el coche. ¿Por qué no habré mirado? Debería bajar y comprobarlo. Estaba tan cansado que igual sólo se ha quedado allí durmiendo...
De repente me quedo sin aliento.
Si alguien me preguntara cómo me encuentro ahora mismo, no sé qué contestaría. No creo que tuviera una respuesta. Siento dolor, angustia, miedo, rechazo..., aunque al mismo tiempo estoy entumecida. No noto nada y lo noto todo a la vez, y es la sensación más desagradable que he experimentado jamás.
Apoyado contra la encimera, con un porro en los labios y una botella de alcohol en la mano, se encuentra Pedro. Pero eso no es lo que hace que se me pare el corazón. Lo que me ha robado el aliento es la chica que está sentada en la encimera detrás de él, rodeando su cintura con las piernas desnudas y pegada a él como si fuera la cosa más natural del mundo.
—¡Alfonso! ¡Pásame el puto vodka. Tengo que darle de beber a mi nueva amiga, Bambi! —grita Mark.
Los ojos rojos de Pedro se dirigen hacia Mark, y entonces sonríe con malicia y con una mirada oscura que jamás le había visto. Cuando desvía la mirada de Mark hacia mí para ver quién es Bambi, diría que casi puedo ver cómo sus pupilas estallan y borran de golpe esa extraña expresión.
—¿Qué... qué haces...? —balbucea.
Sus ojos descienden por mi brazo y, no sé cómo, pero se abren todavía más al ver que Mark me está cogiendo de la mano. Una expresión de pura rabia inunda el rostro de Pedro, y aparto la mano.
—¿Os conocéis? —pregunta mi anfitrión.
No contesto. En lugar de hacerlo, fijo la vista en la chica que rodea la cintura de Pedro con las piernas. Él todavía no se ha movido para apartarse de ella, que va vestida sólo con unas bragas y una camiseta. Una camiseta sencilla negra.
Pedro lleva puesta su sudadera negra, pero no veo asomar el cuello de una camiseta desteñida por debajo como de costumbre. La chica es ajena a la tensión y está concentrada en el porro que acaba de quitarle a Pedro de los labios. Es más, me sonríe, y es una sonrisa claramente intoxicada.
Me quedo callada, sorprendida de imaginar incluso que conozco a la persona que tengo delante. No creo que pudiera hablar ni aunque quisiera. Sé que Pedro está en un momento oscuro, pero verlo así, colocado y borracho, y con otra chica, es demasiado para mí. Sí, es demasiado, y lo único que se me ocurre es alejarme lo máximo posible.
—Me tomaré eso como un sí. —Mark se ríe y le quita a Pedro la botella de la mano.
Él tampoco ha dicho nada todavía. Se limita a observarme como si fuera un fantasma, como si ya fuera un recuerdo olvidado que nunca esperaba volver a rememorar.
Doy media vuelta y me abro paso a través de la gente que se interpone en mi camino de salida de este infierno. Tras descender un tramo de escalones, me apoyo contra la pared y me deslizo hasta el suelo sin aliento. Me zumban los oídos y siento cómo cae sobre mí el peso de los últimos cinco minutos. No sé cómo voy a conseguir salir de este edificio.
Escucho en vano, esperando oír el sonido de unas botas contra los escalones de acero, y cada minuto que pasa en silencio se me hace más largo que el anterior. Ni siquiera ha venido detrás de mí. Ha dejado que lo vea así y no se ha molestado en seguirme para darme una explicación.
No tengo más lágrimas que darle, hoy no; pero resulta que llorar sin lágrimas es mucho más doloroso que con ellas, y es algo imposible de controlar. Después de todo, de todas las peleas, de todas las risas, de todo el tiempo que hemos pasado juntos, ¿así es como decide terminar nuestra relación? ¿Así es como me aparta de su vida? ¿Tan poco me respeta que se ha colocado y ha dejado que esa chica lo toque y lleve su ropa después de hacer Dios sabe qué con ella?
Ni siquiera puedo permitirme pensar eso, porque de lo contrario acabará conmigo. Sé lo que he visto, pero saberlo y aceptarlo son dos cosas muy distintas.
Se me da bien excusar su comportamiento. He logrado dominar esa habilidad durante los largos meses que ha durado nuestra relación, y he sido exageradamente fiel a esas excusas. Pero ahora no hay excusa que valga. Ni siquiera el dolor que Pedro siente por la traición de su madre y de Christian le dan derecho a hacerme daño de esta manera. Yo no le he hecho nada para merecer lo que me está haciendo ahora mismo. Mi único error ha sido intentar estar ahí para él y aguantar que pague injustamente su rabia conmigo durante demasiado tiempo.
La humillación y el dolor se van transformando en ira cuanto más tiempo paso en esta escalera vacía. Es una ira pesada, densa e insoportable, y estoy harta de excusarlo. Estoy harta de permitir que me joda de esta manera y de dejarlo correr con una simple disculpa y una promesa de que va a cambiar.
«No. Eso se acabó.»
Sin embargo, no pienso irme sin pelear. Me niego a marcharme y a dejar que piense que puede tratar así a la gente. Está claro que no tiene ninguna consideración por sí mismo, ni tampoco por mí, en estos momentos, y conforme estos furiosos pensamientos inundan mi cabeza, no puedo evitar que mis pies asciendan esta escalera de mierda y vuelvan a esa cueva de piso.
Abro la puerta de un empujón para que golpee a alguien y me dirijo de nuevo a la cocina. Mi ira aumenta aún más cuando me encuentro a Pedro en el mismo sitio de antes, con la misma puta todavía aferrada a su espalda.
—Nadie, tío. Sólo es una tía cualquiera que... —le está diciendo a Mark.
La rabia me ciega. Sin darle tiempo a registrar mi presencia, le quito a Pedro la botella de vodka de las manos y la estampo contra la pared. Se hace añicos y la estancia se queda en silencio. Me siento como si me hubiera separado de mi cuerpo; estoy observando una versión cabreada y furibunda de mí misma que está perdiendo la razón, y no puedo detenerla.
—¡Joder, Bambi! —grita Mark.
Me vuelvo hacia él.
—¡Me llamo Pau! —le chillo.
Pedro cierra los ojos y yo me quedo mirándolo, esperando a que diga algo, lo que sea.
—Vale, Pau. ¡Pero no hacía falta que te cargaras la botella! —responde Mark con sarcasmo.
Está demasiado colocado como para importarle el desastre que he creado; por lo visto, lo único que le preocupa es el alcohol perdido.
—He aprendido a estampar botellas contra las paredes del mejor —replico fulminando a Pedro con la mirada.
—No me habías dicho que tenías novia —dice la zorra que sigue pegada a él como una lapa.
Mi mirada oscila entre Mark y ella. Se parecen mucho..., y he leído esa carta demasiadas veces como para no saber de quién se trata.
—Tenía que ser Alfonso el que trajera a una americana loca a mi piso para que rompiera botellas y montara un pollo —declara Mark, que está claro que encuentra la situación muy divertida.
—Cierra la boca —le espeta Pedro mientras se aproxima a nosotros.
Lo miro con mi mejor cara de póquer. Mi pecho se hincha y se deshincha mientras respiro profundamente, presa del pánico; sin embargo mi cara es una máscara, una fachada desprovista de emoción. Como la suya.
—¿Quién es esta piba? —le pregunta Mark a Pedro como si yo no estuviera delante. Pedro me hace de menos de nuevo diciendo:
—Ya te lo he dicho.
Ni siquiera tiene las pelotas de mirarme mientras me menosprecia delante de una habitación llena de gente.
Pero ya he tenido suficiente.
—¡¿Se puede saber qué te pasa?! —grito—. ¿Crees que puedes encerrarte aquí y fumar hierba todo el día para olvidar tus problemas?
Sé que parezco una loca, aunque, por una vez, me importa un rábano lo que esta gente piense de mí. Sin darle la oportunidad de contestarme, continúo:
—¿Cómo puedes ser tan egoísta? ¿Crees que apartarme y encerrarte en ti mismo me hace algún bien? ¡Sabes perfectamente lo que va a pasar! No puedes vivir sin mí. Te sentirás desgraciado, y yo también. No me estás haciendo ningún favor causándome daño, pero ¿tengo que venir y encontrarte así?
—No tienes ni puta idea de lo que estás diciendo —replica Pedro con voz grave e intimidante.
—¿Ah, no? —Echo las manos al aire—. ¡Lleva puesta tu puta camiseta! —grito, y señalo a la maldita zorra, que se baja de la encimera y tira del dobladillo de la camiseta de Pedro para taparse los muslos.
Es mucho más menuda que yo, y la camiseta le está enorme. Esta imagen se me quedará grabada en la memoria hasta el día en que me muera, lo sé. Siento cómo se graba a fuego en estos momentos; en realidad, me quema todo el cuerpo, me arde de rabia, y en este momento de ira pura y absoluta... todo encaja.
De repente, todo tiene sentido. Mis pensamientos anteriores sobre el amor y sobre no renunciar a la persona que quieres no podrían estar más alejados de la realidad. He estado equivocada todo este tiempo. Cuando amas a alguien, no dejas que te destruya con él ni dejas que te arrastre por el fango. Tratas de ayudarlo, tratas de salvarlo, pero cuando ese amor es unilateral o egoísta, si sigues intentándolo es que eres idiota.
Si lo amara, no dejaría que también arruinara mi vida.
Lo he intentado una y mil veces con Pedro. Le he dado un millón de oportunidades, y esta vez pensaba que todo iría bien. De verdad llegué a creer que esto podría funcionar. Pensaba que, si lo amaba lo suficiente, si lo intentaba con más empeño, podría funcionar y podríamos ser felices.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunta entonces interrumpiendo mi epifanía.
—¿Qué? ¿Pensabas que podrías irte de rositas con tu comportamiento tan cobarde? —Tras el dolor, la ira empieza a crepitar. Me aterra que estalle, pero casi agradezco la determinación que me ha infundido.
Durante los últimos meses, las palabras de Pedro y su ciclo de rechazo me habían debilitado, pero ahora veo nuestra volátil relación como lo que realmente es. Inevitable.
Siempre ha sido inevitable, y no puedo creer que haya tardado todo este tiempo en darme cuenta, en aceptarlo.
—Tienes una última oportunidad de venir conmigo ahora y volver a casa —le digo—; ahora bien, como salga por esa puerta sin ti, esto se habrá terminado.
Su silencio y la mirada de superioridad que reflejan sus ojos de colocado me llevan al límite de mi paciencia.
—Eso pensaba. —Ya ni siquiera estoy gritando. No tiene sentido. No me escucha. Nunca lo ha hecho—. ¿Sabes qué? Quédate con todo esto. Pásate la vida bebiendo y fumando —me aproximo a él y me detengo a tan sólo unos centímetros de distancia—, pero esto es todo lo que tendrás jamás. Así que espero que lo disfrutes mientras dure.
—Lo haré —responde, y sus palabras me atraviesan como una puñalada. Otra vez.
—Vale, si no es tu novia... —le dice Mark a Pedro, lo que me recuerda que no estamos solos en la habitación.
—Yo no soy la novia de nadie —espeto.
Mi actitud parece animar a Mark aún más; su sonrisa se intensifica, y me coge de la espalda en un intento de dirigirme de nuevo al salón.
—Bien, entonces todo claro.
—¡No la toques! — Pedro empuja a Mark, no tan fuerte como para tirarlo al suelo, aunque sí lo suficiente como para apartarlo de mí—. ¡Fuera! ¡Ya! —ordena, y pasa por delante de mí, cruza el salón y sale por la puerta.
Lo sigo hasta el rellano y cierro de golpe al salir.
Se tira del pelo y empieza a ponerse irascible.
—¿A qué coño ha venido eso?
—¿El qué? ¿Que te haya plantado cara? ¿Crees que puedes meterme un billete de avión y un llavero en la maleta y esperar que desaparezca? —Golpeo su pecho y lo empujo contra la pared.
Casi me disculpo, casi me siento culpable por empujarlo, pero cuando levanto la vista y veo sus pupilas dilatadas, todo remordimiento desaparece. Apesta a hierba y a alcohol; no hay ni rastro del Pedro al que amo.
—Estoy tan pedo ahora mismo que no puedo pensar con claridad, ¡y mucho menos darte una puta explicación por enésima vez! —grita, y golpea con el puño la pared de yeso barato, que se agrieta.
He presenciado esta escena demasiadas veces. Ésta será la última.
—¡Ni siquiera lo has intentado! ¡Yo no he hecho nada malo!
—¿Qué más quieres, Pau? Joder, ¿quieres que te lo deletree? Lárgate de aquí. ¡Vuelve a donde perteneces! No pintas nada aquí, no encajas. —Para cuando pronuncia la última palabra, su voz es neutra, incluso suave. Casi desinteresada.
No me quedan fuerzas para seguir peleando.
—¿Estás contento por fin? Tú ganas, Pedro. Tú ganas otra vez. Aunque siempre lo haces, ¿verdad? Se vuelve y me mira directamente a los ojos.
—Tú lo sabes mejor que nadie, ¿no es así?
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