Divina

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domingo, 13 de diciembre de 2015

After 3 Capítulo 111


Pau

Kimberly me está esperando en la cocina cuando vuelvo de la facultad. Tiene delante dos copas de vino, una llena y la otra vacía, lo que me dice que mi silencio le confirmó que yo no sabía que Pedro tenía pensado irse a Inglaterra.
Me ofrece una sonrisa comprensiva cuando dejo la bolsa en el suelo y me siento en el taburete que hay junto a ella.

—Hola, guapa.

Vuelvo la cabeza con gesto exagerado para verle la cara.

—Hola.

—¿No lo sabías? —Hoy lleva el pelo rizado y le cae perfectamente sobre los hombros. Sus pendientes negros con forma de lazo resplandecen bajo las luces brillantes.

—No. No me lo había dicho —suspiro agarrando la copa de vino llena.
Se ríe y coge la botella para llenar la copa vacía, la que era para mí.

—Christian me ha dicho que Pedro aún no le ha dado una respuesta definitiva. No debería haberte contado nada hasta saberlo con total seguridad, pero tenía la impresión de que no te había mencionado lo de la boda.

Rápidamente, me trago el vino blanco por miedo a escupirlo.

—¿Qué boda?

Me apresuro a pegarle otro trago antes de abrir de nuevo la boca. Se me ocurre una idea loca... Que Pedro se va a Inglaterra para casarse. En plan matrimonio de conveniencia. Eso todavía se hace en Inglaterra, ¿no?

No, no se hace. Pero sólo de pensarlo se me ponen los pelos de punta mientras espero a que Kimberly siga hablando. ¿Ya estoy borracha?

—Su madre va a casarse. Ha telefoneado a Christian esta mañana para invitarnos. 

Rápidamente bajo la vista a la encimera de granito oscuro.

—No sabía nada.

La madre de Pedro se casa dentro de dos semanas y Pedro ni siquiera lo ha mencionado. Entonces me acuerdo... de lo raro que estaba antes.

—¡Por eso ha estado llamándolo tanto!

Kimberly me mira con unos ojos que parecen interrogantes de neón y bebe un sorbo de su copa de vino.

—¿Qué debo hacer? —le pregunto—. ¿Finjo que no sé nada? Pedro y yo nos hemos estado comunicando mucho mejor últimamente... —divago.

Sé que sólo hace una semana que las cosas han mejorado, pero para mí ha sido una semana alucinante. Siento como si hubiéramos progresado más en los últimos siete días que en los últimos meses. Pedro y yo hemos estado hablando de problemas que antes se habrían convertido en grandes peleas a gritos; sin embargo, ahora estoy de vuelta en el pasado, a cuando me ocultaba las cosas. Siempre lo pillo. ¿Es que a estas alturas aún no se ha dado cuenta?

—¿Te apetece ir? —pregunta Kimberly.

—No podría ni aunque me hubieran invitado. —Apoyo la mejilla en la mano.
Ella mueve su taburete hacia un lado y coge el borde del mío para girarlo y tenerme cara a cara.

—Te he preguntado si te apetece ir —insiste. El aliento le huele un poco a vino.

—Claro, me encantaría, pero...

—¡Entonces deberías ir! Te llevaré de acompañante si es necesario. Estoy segura de que a la madre de Pedro le gustará tenerte allí. Christian dice que te adora.

A pesar de que el secreto de Pedro me ha puesto de un humor de perros, sus palabras son como música para mis oídos. Yo también adoro a Trish.

—No puedo ir. No tengo pasaporte —digo. Además, no puedo permitirme un billete de avión de última hora.

Kim quita importancia a mis peros.

—Eso se puede acelerar.

—No sé... —contesto.

Las mariposas en el estómago que siento sólo de pensar en Inglaterra hacen que me den ganas de correr pasillo abajo, encender el ordenador y buscar cómo se consigue un pasaporte, pero el desagradable descubrimiento de que Pedro me ha estado ocultando la boda a propósito me obliga a no levantarme del asiento.

—Ni lo dudes. A Trish le encantaría que fueras, y Dios sabe que Pedro necesita un empujoncito para comprometerse. —Bebe de su copa de vino y deja una enorme huella roja de carmín en el borde.

Estoy segura de que Pedro tiene sus motivos para no habérmelo contado. Si va, es probable que no quiera que lo acompañe a Inglaterra. Sé que lo atormenta su pasado y, por mucho que parezca una locura, es posible que sus demonios sigan vagando al acecho por las calles de Londres, esperando encontrarnos.

Pedro no es así —le digo—. Cuanto más insista, más se resistirá.

—Pues entonces... —me da un pequeño toque con la punta de su zapato de tacón rojo— vas a tener que plantarte y no ceder ni un solo palmo.

Me guardo sus palabras para analizarlas más tarde, cuando ya no esté bajo su atenta mirada.

—A Pedro no le gustan las bodas.

—A todo el mundo le gustan las bodas.

—A Pedro, no. Las detesta, y también el concepto de matrimonio —le digo, y observo con especial curiosidad cómo abre los ojos y deja su copa encima de la barra de desayuno con cuidado.

—Pues... entonces... lo que... quiero decir... —Parpadea—. ¡No se me ocurre qué decir, y eso ya es decir mucho! —replica echándose a reír.

No puedo evitar reírme con ella.

—¿Me lo dices o me lo cuentas?

La risa de Kimberly es contagiosa a pesar de mi mal humor, es algo que me encanta de ella. Desde luego, a veces se mete donde no la llaman, y no siempre me siento cómoda con cómo habla de Pedro, pero es muy sincera y abierta, dos cualidades que aprecio mucho en ella. Llama a las cosas por su nombre, y es como un libro abierto. No tiene doblez, a diferencia de muchas personas que he conocido últimamente.

—Y ¿qué vais a hacer? ¿Ser novios eternamente? —pregunta.

—Eso mismo le dije yo.

No puedo evitar reírme. Puede que sea el vino que ya me he terminado, puede que porque llevo toda la semana sin pensar en el hecho de que Pedro ha rechazado cualquier clase de compromiso a largo plazo... No lo sé, pero sienta bien echarse unas risas con Kimberly.

—Y ¿qué hay de los hijos? ¿No te importa tener niños sin estar casada?

—¡Niños! —Me echo a reír otra vez—. No quiere tener niños.

—Esto se pone cada vez mejor. —Pone los ojos en blanco, coge su copa y la remata.

—Eso dice ahora, pero espero que... —No termino de formular mi deseo. Dicho en voz alta me hace parecer desesperada.

Kimberly me guiña el ojo.

—¡Te pillé! —dice con cara de entenderme a la perfección.

Agradezco entonces que cambie de tema y empiece a hablar de una pelirroja de la oficina, Carine, que se ha pillado de Trevor. Se los imagina en la cama, como dos langostas chocando la una contra la otra sin saber muy bien qué hacer, y me entra la risa otra vez.

Para cuando llego a mi habitación son las nueve pasadas. He apagado el móvil para poder pasar un rato con Kimberly sin interrupciones. Le he contado que Pedro tiene pensado venir a Seattle mañana en vez del viernes. Se ha echado a reír y me ha dicho que ya sabía ella que no iba a poder aguantar tanto sin verme.

Todavía tengo el pelo mojado tras salir de la ducha y ya he preparado la ropa para mañana. Lo estoy posponiendo, lo sé. Seguro que cuando encienda el móvil tendré que lidiar con Pedro, enfrentarme a él, o no, con respecto a la boda. En un mundo perfecto, simplemente sacaría el tema y Pedro me invitaría a ir con él. Me explicaría que estaba esperando a encontrar el mejor modo de convencerme antes de invitarme. Pero este mundo no es perfecto y me estoy poniendo muy nerviosa. Me duele saber que lo que le dijo Steph, fuera lo que fuese, le sentó tan mal que ha vuelto a ocultarme cosas. La odio. 

Quiero a Pedro con locura y sólo deseo que abra los ojos y vea que nada de lo que ella o cualquiera le diga podrá cambiar eso.

Indecisa, saco el móvil del bolso y lo enciendo. Tengo que llamar a mi madre y mandarle un mensaje a Zed, pero primero quiero hablar con Pedro. Hay varias notificaciones en la parte superior de la pantalla y el icono de los mensajes parpadea. Aparecen uno tras otro, todos de Pedro. Lo llamo sin leerlos.
Lo coge a la primera.

—Pau, ¿qué coño pasa?

—¿Has intentado llamarme? —pregunto tímidamente con toda la inocencia del mundo, tratando de que ninguno de los dos pierda la calma.

—¿Me preguntas si he intentado llamarte? ¿Me tomas el pelo? Llevo tres horas llamándote sin parar —resopla—. Incluso he llamado a Christian.

—¿Qué? —exclamo, pero no quiero empezar con los gritos, así que rápidamente añado—: Estaba pasando un rato con Kim.

—¿Dónde? —exige saber al instante.

—Aquí, en casa —digo, y empiezo a doblar la ropa sucia y a colocarla en el cesto de la colada. La meteré en la lavadora antes de acostarme.

—Ya, pues la próxima vez que necesites... —Deja escapar un gruñido de frustración y cuando empieza a hablar de nuevo su voz es un poco más dulce—: La próxima vez podrías enviarme un mensaje de texto o algo así antes de apagar el móvil. —Suspira y añade—: Ya sabes cómo me pongo.

Agradezco el cambio de tono y el hecho de que se haya mordido la lengua antes de soltarme la perla que me iba a soltar y que prefiero no oír. Por desgracia, la alegría que me había proporcionado el vino casi ha desaparecido por completo, y el hecho de haber descubierto que Pedro planea irse a Inglaterra me pesa como una losa en el pecho.

—¿Qué tal tu día? —le pregunto con la esperanza de que me cuente lo de la boda si le doy la oportunidad de hacerlo.

Suspira.

—Ha sido... largo.

—El mío también. —No sé qué decirle sin delatarme y preguntárselo a las claras—. Zed me ha escrito.

—¿Ah, sí? —Lo dice con calma, pero detecto un punto borde que normalmente me intimidaría.

—Sí, esta mañana. Dice que el jueves vendrá a Seattle.

—Y ¿qué le has contestado?

—Nada, de momento.

—¿Por qué me lo cuentas? —pregunta.

—Porque quiero que seamos sinceros el uno con el otro. Se acabaron los secretos y el ocultarnos cosas. —Hago énfasis en esto último con la esperanza de animarlo a que me cuente la verdad.

—Ya... Pues gracias por contármelo, en serio —dice. No añade nada más.
«¿Está de broma?»

—Sí... ¿No hay nada que tú quieras contarme? —pregunto. Todavía me estoy aferrando a la esperanza de que corresponda a mi sinceridad.

—Pues... Hoy he hablado con mi padre.

—¿De veras? ¿Sobre qué? —Menos mal. Ya sabía yo que entraría en razón.

—Para trasladarme a la Universidad de Seattle.

—¿En serio? —Me sale más un gritito que otra cosa, y la profunda carcajada de Pedro resuena al otro lado de la línea.

—Sí, pero dice que eso retrasaría mi graduación y que no tiene sentido que me traslade con el trimestre tan avanzado.

—Vaya... —Creo que mi corazón ha hecho un mohín. Dudo un instante antes de preguntarle—: ¿Y después?

—Sin problema.

—¿Sin problema? ¿Así de fácil? —La sonrisa que se me dibuja en la cara es mayor que todo lo demás. Ojalá estuviera aquí: lo cogería de la camiseta y le plantaría un beso de película en los morros. Entonces dice:

—¿Para qué posponer lo inevitable?

Se me borra la sonrisa de la cara.

—Lo dices como si Seattle fuera peor que la cárcel.

No contesta.

—¿ Pedro?

—No lo veo así. Sólo es que todo esto me molesta. Hemos perdido mucho tiempo y eso me cabrea.

—Lo entiendo —digo. No ha escogido las palabras más elegantes del mundo, pero es su manera de decirme que me echa de menos. Estoy que doy saltos de alegría. ¡Va a trasladarse a Seattle conmigo! Llevamos meses peleándonos por lo mismo y de repente ha accedido sin más—. Entonces ¿te vienes a Seattle? ¿Estás seguro? —Tengo que preguntárselo.

—Sí. Estoy listo para empezar de cero. Seattle es tan buen sitio como cualquier otro.

Me rodeo el cuerpo con los brazos de la emoción.

—¿No vas a irte a Inglaterra? —le doy una última oportunidad para que me cuente lo de la boda.

—No. No me voy a Inglaterra.


Ya he ganado la gran batalla de Inglaterra, así que cuando el enfado por la boda resurge, me aguanto y no le busco las cosquillas a mi chico. Ya veremos qué pasa con eso. De momento, voy a conseguir lo que quiero: a Pedro en Seattle, conmigo.

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