Pau
—¿Cuánto falta? —protesta Pedro desde el asiento del acompañante.
—Menos de cinco minutos. Acabamos de pasar Conner’s.
Sé que sabe perfectamente lo corta que es la distancia desde aquí hasta el apartamento; es simplemente que no es capaz de estar un rato sin quejarse. Pedro ha conducido la mayor parte del trayecto, hasta que por fin lo he persuadido para que me dejase terminar a mí el viaje. Se le estaban cerrando los ojos, y sabía que necesitaba descansar. Eso ha quedado demostrado cuando ha estirado el brazo por encima de la consola central para cogerme mientras yo conducía y se ha quedado dormido casi al instante.
—Landon sigue allí, ¿verdad? ¿Has hablado con él? —le pregunto.
Estoy muy emocionada por volver a ver a mi mejor amigo. Ha pasado mucho tiempo, y echo de menos sus amables y sabias palabras y su perpetua sonrisa.
—Por enésima vez: sí —responde Pedro claramente irritado.
Ha estado ansioso todo el trayecto, aunque no lo quiera admitir. Dice que sólo está cabreado por la distancia, pero tengo la sensación de que hay algo más detrás de su frustración. Y no estoy del todo segura de querer saber de qué se trata.
Aparco frente al edificio del apartamento que fue mi hogar y se me hace un nudo en el estómago cuando mis nervios empiezan a emerger hacia la superficie.
—Todo irá bien, ya verás. —Las palabras para infundirme seguridad que utiliza Pedro me sorprenden en el momento en que atravesamos la puerta del patio.
Tengo una sensación extraña al subir en el ascensor. Es como si hubiera pasado mucho más tiempo, no sólo tres semanas. Pedro me coge de la mano hasta que llegamos a la puerta de casa. Introduce la llave en la cerradura y la abre.
Landon se levanta inmediatamente del sofá y recorre la habitación con la sonrisa más amplia que jamás le he visto esbozar en los seis meses que han pasado desde que nos hicimos amigos. Me envuelve con los brazos y me abraza para darme la bienvenida. Es en este momento cuando me percato realmente de lo mucho que lo he echado de menos. Sin darme cuenta, empiezo a sollozar y a suspirar profundamente contra el pecho de mi amigo.
No sé por qué estoy llorando tanto. He echado muchísimo de menos a Landon, y su calurosa reacción a mi regreso me ha tocado la fibra sensible.
—¿Cuándo le toca el turno a su viejo? —oigo preguntar a mi padre desde algún lugar algo lejano. Landon empieza a retroceder, pero Pedro dice:
—Dentro de un momento —y le hace un gesto a mi amigo mientras evalúa mi estado mental. Me lanzo contra Landon de nuevo, y sus brazos me envuelven otra vez.
—Te he echado mucho de menos —le digo.
Sus hombros se relajan visiblemente y despega los brazos de mi cuerpo. Cuando me dispongo a abrazar a mi padre, Landon permanece cerca, tan sonriente y encantador como siempre. Al mirar a mi padre me doy cuenta de que debe de haber sabido que iba a venir de visita. Parece que lleva la ropa de Landon y le está un poco estrecha. También advierto que va perfectamente afeitado.
—¡Mírate! —exclamo con una sonrisa—. ¡Te has quitado la barba!
Deja escapar una sonora carcajada y me abraza con fuerza.
—Sí, se acabó la barba —corrobora.
—¿Qué tal el viaje? —pregunta Landon metiéndose las manos en los bolsillos de sus pantalones azul marino.
—Una mierda —responde Pedro al tiempo que yo digo: «Bien».
Landon y mi padre se echan a reír, Pedro parece cabreado, y yo estoy simplemente feliz de estar en casa... con mi mejor amigo y el pariente más cercano con el que tengo contacto. Lo que no hace sino recordarme que tengo que llamar a mi madre, cosa que sigo posponiendo.
—Voy a llevar tu maleta al cuarto —anuncia Pedro, y deja que los tres continuemos con nuestros saludos.
Veo cómo desaparece por la habitación que en su día compartimos. Anda cabizbajo y quiero ir tras él, pero no lo hago.
—Yo también te he echado mucho de menos, Pauli. ¿Cómo te está tratando Seattle? —
pregunta mi padre.
Se me hace raro mirarlo ahora, llevando una de las camisas de Landon y pantalones de vestir, sin pelo en la cara. Parece un hombre totalmente diferente. Pero las bolsas debajo de sus ojos están más hinchadas, y veo que le tiemblan ligeramente las manos a los costados.
—Bien, todavía me estoy adaptando a todo —le digo.
Sonríe.
—Me alegra oír eso.
Landon se aproxima más a mí cuando mi padre se sienta en un extremo del sofá. Le da la espalda a mi padre, como si quisiera que nuestra conversación fuese privada.
—Tengo la impresión de que has estado meses fuera —dice mirándome a los ojos.
Él también parece cansado..., ¿quizá por quedarse en el apartamento con mi padre? No lo sé, pero lo averiguaré.
—Yo también, es como si el tiempo pasara de manera extraña en Seattle. ¿Cómo va todo?
Tengo la sensación de que apenas hemos hablado.
Es cierto. No he llamado a Landon tanto como debería haberlo hecho, y él debe de haber estado muy liado con su último trimestre en la WCU. Si menos de tres semanas sin verlo se me hace así de duro, ¿cómo podré soportarlo cuando se marche a Nueva York?
—Sabía que estarías ocupada, todo va bien —dice.
Desvía la mirada hacia la pared y yo suspiro. ¿Por qué tengo la sensación de que se me está pasando algo obvio?
—¿Estás seguro? —Mi mirada oscila entre mi mejor amigo y mi padre. La expresión de abatimiento de Landon no me pasa desapercibida.
—Sí, ya hablaremos sobre eso después —dice para que no me preocupe—. Ahora quiero que me lo cuentes todo sobre Seattle. —La tenue luz que se reflejaba en sus ojos se intensifica y se transforma en una brillante llamarada de felicidad, la felicidad que tanto he echado de menos.
—Estoy bien... —asiento sin mucho entusiasmo, y Landon arruga la frente—. En serio, estoy bien. Mucho mejor ahora que Pedro me visita más.
—Pensaba que querías espacio, ¿no? —bromea, y me da un toquecito en el hombro con la palma de su mano—. Tenéis una manera muy extraña de romper.
Pongo los ojos en blanco porque tiene razón, pero digo:
—Ha sido muy agradable tenerlo allí. Sigo tan confundida como siempre, pero Seattle se parece más al Seattle de mis sueños cuando Pedro está allí conmigo.
—Me alegra oír eso. —Landon sonríe y desvía la mirada cuando Pedro llega y se coloca a mi lado.
Miro a mi alrededor y les digo a los tres:
—Este lugar está mucho más ordenado de lo que me había imaginado.
—Es que hemos estado limpiando mientras Pedro estaba en Seattle —dice mi padre, y me echo a reír al recordar cómo Pedro se quejaba de que los otros dos no paraban de toquetear sus cosas.
Me vuelvo hacia el organizado vestíbulo y recuerdo la primera vez que atravesé esa puerta con Pedro. Me enamoré al instante del encanto anticuado del lugar: el ladrillo visto me pareció maravilloso, y me quedé impresionada al ver la enorme librería que cubría la pared al otro extremo de la habitación. El suelo de hormigón impreso le daba personalidad al apartamento. Era algo único y hermoso. No podía creer que Pedro hubiese escogido un espacio tan perfecto para los dos. No era para nada extravagante, sino bonito y adecuadamente distribuido. Recuerdo lo nervioso que se puso por si no me gustaba.
Aunque yo también estaba igual. Pensaba que estaba loco por querer que viviésemos juntos tan pronto teniendo en cuenta los altibajos de nuestra relación, y ahora sé que mi aprensión estaba perfectamente justificada; Pedro había usado este apartamento como una trampa. Pensaba que me sentiría obligada a quedarme con él después de descubrir lo de la apuesta que había hecho con su grupo de amigos. Y funcionó en cierta manera. No me gusta especialmente esa parte de nuestro pasado, pero no la cambiaría.
A pesar de los recuerdos de nuestros primeros días felices aquí, por algún motivo sigo sin poder quitarme de encima esa desagradable sensación en el estómago. Me siento una extraña en esta casa ahora. La pared de ladrillo que tanto me gustaba se ha manchado de nudillos ensangrentados tantas veces que he perdido la cuenta, los libros de las estanterías han sido testigos de demasiadas batallas a gritos, las páginas han absorbido demasiadas lágrimas tras nuestras interminables peleas, y la imagen de Pedro postrado de rodillas delante de mí es tan intensa que prácticamente la veo impresa en el suelo. Este lugar ya no es para mí el tesoro que fue, y estas paredes guardan recuerdos de tristeza y de traición, no sólo de Pedro, sino también de Steph.
—¿Qué te pasa? —me pregunta él en el momento en que mi expresión se torna melancólica.
—Nada, estoy bien —le digo.
Quiero apartar de mi mente los recuerdos desagradables que eclipsan estos momentos de felicidad por haberme reunido con Landon y con mi padre tras las solitarias semanas que he soportado en Seattle.
—No cuela —resopla Pedro, pero lo deja estar y se dirige a la cocina. Al cabo de un segundo, su voz inunda el salón—: ¿No hay comida en esta casa?
—En fin, ya empieza. Con lo tranquilos que estábamos —le susurra mi padre a Landon, y ambos se ríen amistosamente.
Me siento muy afortunada de que Landon esté en mi vida y de que tenga lo que parece una buena relación con mi padre, aunque da la impresión de que Pedro y Landon lo conocen mejor que yo.
—Vuelvo dentro de un minuto —digo.
Quiero quitarme esta pesada sudadera; hace demasiado calor en el pequeño apartamento y, a cada momento que pasa, siento que mis pulmones necesitan aire fresco cada vez más.
Necesito leer la carta de Pedro de nuevo; es mi cosa favorita en el mundo entero. Es mucho más que una cosa para mí; expresa su amor y su pasión de un modo que su boca jamás sería capaz de expresar. La he leído tantas veces que me la sé de memoria, pero necesito tocarla físicamente otra vez. Cuando tenga esas hojas gastadas entre mis dedos, toda la ansiedad que siento desaparecerá con sus concienzudas palabras y podré respirar de nuevo y disfrutar de mi fin de semana aquí.
Busco en la cómoda y en todos los cajones antes de acercarme al escritorio. Rebusco en vano entre montones de clips y bolígrafos. «¿En qué otro lugar podría haberla guardado?»
Encuentro mi libro electrónico y la pulsera encima de mi diario de religión, pero la carta no está por ningún lado. Después de dejar la pulsera sobre el escritorio, me acerco al armario y busco en la caja de zapatos vacía que Pedro utiliza para guardar sus archivos del trabajo durante la semana. Levanto la tapa y veo que está vacía, excepto por una única hoja de papel que, para mi desgracia, no es la carta. «Pero ¿qué es esto?» Está repleta de arriba abajo con la escritura de Pedro y, si no estuviera tan preocupada por mi carta, me pararía a leerla. Es muy raro que este papel esté aquí. Me apunto mentalmente volver para leer lo que haya escrito ahí. Coloco de nuevo la tapa en la caja y la guardo donde estaba.
Por si no he mirado bien en el cajón, regreso a la cómoda. ¿Y si Pedro la ha tirado?
No, él no haría eso. Sabe lo mucho que esa carta significa para mí. Jamás haría eso. Saco mi viejo diario una vez más, le doy la vuelta y lo sacudo, con la esperanza de que caiga la carta. Estoy empezando a asustarme cuando, de repente, un pequeño trocito de papel llama mi atención. Es un pedazo roto que revolotea en el aire entre mi diario y el suelo. Me agacho para recogerlo justo cuando se posa en él.
Reconozco las palabras de inmediato; las tengo prácticamente grabadas en la memoria. Sólo es media frase, casi demasiado pequeña como para leerla, pero las palabras manchadas de tinta están sin duda escritas del puño y letra de Pedro. Se me cae el alma a los pies. Observo el fragmento de papel y entonces me doy cuenta de lo que ha pasado. Sé que la ha destruido. Empiezo a sollozar y dejo que el pedacito de papel se me escurra de entre mis dedos temblorosos y vuelva a caer al suelo. Se me parte el corazón al instante y empiezo a preguntarme cuánto seré capaz de soportar.
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