Pau
Me ha estado incordiando durante la última hora, mirando al espejo, observando cómo me maquillaba y me rizaba el pelo, manoseándome a la menor oportunidad.
—Pau, nena —refunfuña Pedro por segunda vez—. Te quiero, pero tienes que darte prisa o llegaremos tarde a nuestra propia fiesta.
—Lo sé, pero es que quiero estar decente. Todo el mundo estará allí. —Le sonrío a modo de disculpa, sabiendo que no le durará mucho el enfado y adorando en silencio la expresión de disgusto dibujada en su rostro.
Me encanta cómo aparece ese hoyuelo en su mejilla derecha cuando frunce el ceño de ese modo tan encantador y gruñón.
—¿Decente? Serás el centro de todas las miradas —protesta, claramente celoso.
—¿Qué se celebraba? —me aplico una fina capa de brillo en los labios.
No recuerdo qué es lo que está pasando, sólo sé que todo el mundo está muy emocionado, y que vamos a llegar tarde si no termino de arreglarme pronto.
Los fuertes brazos de Pedro me envuelven, y de repente me acuerdo de lo que todos están celebrando. Es algo tan terrible que el tubo de gloss se me cae a la pila y sofoco un grito justo cuando Pedro susurra:
—El funeral de tu padre.
Me incorporo y, al verme abrazada a Pedro, me aparto rápidamente de él.
—¿Qué te pasa? ¿Qué ha pasado? —exclama.
Pedro está aquí, a mi lado, y nuestras piernas están entrelazadas. No debería haberme quedado dormida. Ni siquiera recuerdo haberme dormido; lo último que recuerdo son las manos cálidas de Pedro sobre las mías, cubriéndome los oídos.
—Nada —grazno.
Me arde la garganta, y observo el espacio en el que me encuentro mientras mi cerebro reacciona.
—Necesito agua. —Me froto el cuello e intento levantarme. Me tambaleo y miro a Pedro. Tiene la cara tirante y los ojos rojos.
—¿Estabas soñando?
La nada pronto me invade de nuevo y se instala y acampa justo debajo de mi esternón, en el punto más profundo y más vacío.
—Siéntate. —Alarga la mano para tocarme, pero sus dedos me abrasan la piel y me aparto.
—Por favor, no —le ruego en voz baja.
El Pedro gruñón y adorable de mis sueños era sólo eso, un sueño absurdo, y ahora tengo delante a este Pedro, el que no para de regresar a mi vida para volver a destrozarme después de rechazarme. Sé por qué lo hace, pero eso no significa que esté dispuesta a pasar por ello en estos momentos.
Agacha la cabeza vencido y apoya la mano en el suelo para ayudarse a levantarse. Su rodilla resbala por el barro y aparto la mirada mientras se agarra a una barandilla.
—No sé qué hacer —dice suavemente.
—No tienes que hacer nada —mascullo, e intento reunir todas mis fuerzas para obligar a mis piernas a sacarme de aquí, hacia el aguacero.
Estoy a medio camino del jardín cuando lo oigo detrás de mí. Está guardando las distancias, cosa que agradezco. Necesito que me dé espacio, necesito tiempo para pensar y respirar, y necesito que no esté aquí.
Abro la puerta trasera y entro en casa. El barro mancha inmediatamente la alfombrilla, y me encojo al pensar en cómo reaccionará mi madre cuando vea este desastre. En lugar de esperar para escuchar sus protestas, me desvisto hasta quedarme en ropa interior, dejo la ropa amontonada en el porche trasero y hago lo posible por enjuagarme los pies con el agua de la lluvia antes de pisar las baldosas limpias del suelo. Mis pies chapotean con cada paso, y me encojo cuando la puerta trasera se abre y las botas de Pedro entran, poniéndolo todo perdido de barro.
Qué absurdo resulta preocuparse por el barro. De todas las cosas que tengo ahora mismo en la cabeza, el barro parece algo tan trivial, tan insignificante... Echo de menos los días en los que el desorden y la suciedad eran motivo de preocupación.
Una voz interrumpe entonces mi diálogo interior:
—¿Pau? ¿Me oyes?
Parpadeo y, al levantar la vista, veo a Noah de pie en el pasillo, descalzo y con la ropa mojada.
—Perdona, no te había oído.
Mueve la cabeza con comprensión.
—Tranquila. ¿Estás bien? ¿Necesitas una ducha?
Asiento, y él se dirige al baño y abre el grifo de la ducha. El sonido del agua me llama, pero la voz severa de Pedro me detiene.
—Él no te va a ayudar a ducharte.
No respondo. No tengo energías para hacerlo. «Por supuesto que no me va a ayudar a ducharme,
¿por qué iba a hacerlo?»
Pedro pasa por mi lado, dejando un rastro de barro.
—Lo siento, pero esto no va a ocurrir.
Mi mente desconecta de mi cuerpo, o tal vez sólo sea la sensación que me da a mí, pero me echo a reír como una loca al ver el desastre que ha dejado a su paso. No sólo en casa de mi madre, sino allá adonde va. Siempre deja un desastre a su paso. Incluida yo, yo soy el mayor desastre de todos.
Desaparece en el baño y le dice a Noah:
—Está medio desnuda y tú le estás preparando una ducha. Y una mierda. No vas a quedarte aquí mientras se baña. No. No va a pasar ni de coña.
—Sólo estoy intentando ayudarla, y tú estás causando un problema cuando...
Entro por la puerta y me abro paso entre los dos bravucones.
—Marchaos los dos —digo con voz monótona, robótica y plana—. Id a pelearos a otra parte.
Los empujo afuera y cierro la puerta. Cierro con pestillo y rezo para que Pedro no añada esta delgada puerta del baño a su lista de destrucción.
Me desnudo del todo, me meto en el agua y siento su calor contra mi espalda. Estoy llena de suciedad, y lo odio. Odio que el barro se haya secado bajo mis uñas y en mi pelo. Odio el hecho de que, por mucho que me frote, no consigo sentirme limpia.
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