Pau
Tras pasarse unos minutos sentado conmigo, Noah se levanta, se estira y dice:
—Voy a traerte algo de beber. Y también tienes que comer un poco.
Me agarro de su camisa y sacudo la cabeza, rogándole que no me deje sola.
Suspira.
—Si no comes algo pronto, vas a caer enferma —dice, pero sé que he ganado la batalla. A Noah nunca se le ha dado bien mantenerse firme.
Lo último que me apetece es beber o comer algo. Sólo quiero una cosa: que él se marche y no vuelva jamás.
—Creo que tu madre le está diciendo a Pedro de todo menos bonito. —Intenta sonreír, pero fracasa.
Oigo sus gritos y el ruido de un golpe en la distancia, pero me niego a permitir que Noah me deje sola en la habitación. Si me quedo sola, vendrá. Eso es lo que hace siempre, aprovecharse de la gente en su momento más débil. Especialmente de mí, que he sido débil desde el día en que lo conocí. Apoyo la cabeza de nuevo en la almohada y lo bloqueo todo: los gritos de mi madre, la voz grave de acento inglés que le grita en respuesta, e incluso los reconfortantes susurros de Noah en mi oído.
Cierro los ojos y me pierdo entre las pesadillas y la realidad mientras intento decidir cuál de las dos opciones es peor.
Cuando vuelvo a despertarme, el sol brilla a través de las finas cortinas que cubren las ventanas. Me duele la cabeza, tengo la boca seca y estoy sola en el dormitorio. Las zapatillas de Noah están en el suelo y, tras un momento de tranquila confusión, el peso de las últimas veinte horas me arrebata el aliento y entierro el rostro entre las manos.
Ha estado aquí. Él ha estado aquí, pero Noah y mi madre lo...
—Pau —dice su voz, sacándome de golpe de mi ensimismamiento.
Quiero fingir que se trata de un fantasma, pero sé que no lo es. Siento su presencia. Me niego a mirarlo cuando oigo que entra en la habitación. «¿Por qué ha venido? ¿Qué le hace pensar que puede librarse de mí y volver conmigo cuando le apetece?» Eso no va a volver a pasar. Ya los he perdido a él y a mi padre, y no necesito que se me restrieguen ninguna de esas dos pérdidas en los morros en estos momentos.
—Vete —digo.
El sol desaparece, escondido tras las nubes. Ni siquiera el astro rey quiere estar cerca de él.
Cuando siento cómo la cama cede bajo su peso, me mantengo firme e intento ocultar el escalofrío que recorre mi cuerpo.
—Bebe un poco de agua. —Presiona un vaso frío contra mi mano, pero yo lo aparto de un golpe.
Ni siquiera me inmuto cuando lo oigo caer al suelo.
—Pau, mírame. —Me toca. Siento sus manos frías, casi extrañas, y me aparto.
Por mucho que quiera acurrucarme en su regazo y dejar que me consuele, no lo hago. Y no lo haré. Se acabó. Incluso en mi estado mental actual, sé que no volveré a dejar que entre en mi vida nunca más.
No debo hacerlo, y no lo haré.
—Toma. — Pedro me pasa otro vaso de agua de la mesilla de noche. Éste no está tan frío.
Lo cojo por acto reflejo. No sé por qué, pero su nombre resuena en mi mente. No quería oír su nombre, no en mi propia cabeza, ése es el único lugar en el que estoy a salvo de él.
—Bebe un poco de agua —me ordena con suavidad.
Sin decir nada, me llevo el vaso a los labios. No tengo energías para negarme a beberme el agua sólo por llevarle la contraria, y tengo una sed tremenda. Me termino el vaso entero en cuestión de segundos, sin apartar ni un momento la vista de la pared.
—Sé que estás enfadada conmigo, pero quiero estar aquí para ti —miente.
Todo lo que dice es una mentira; siempre lo ha sido y siempre lo será. Permanezco callada y un leve resoplido escapa de mis labios ante su declaración.
—El modo en que reaccionaste cuando me viste anoche... —empieza.
Siento que me está observando, pero me niego a mirarlo.
—El modo en que gritabas... Pau, jamás había sentido tanto dolor...
—Basta —lo interrumpo bruscamente.
Mi voz no parece la mía, y empiezo a preguntarme si de verdad estoy despierta o si esto no es más que otra pesadilla.
—Sólo quiero saber que no me tienes miedo. Porque no me lo tienes, ¿verdad?
—No se trata de ti —consigo decir.
Y es la pura verdad. Está intentando centrar esto en él, en su dolor, pero esto es por la muerte de mi padre y porque no puedo soportar que se me vuelva a partir el corazón.
—Joder —suspira, y sé que se está pasando las manos por el pelo—. Ya sé que no. No es eso lo que quería decir. Estoy preocupado por ti.
Cierro los ojos y oigo truenos en la distancia. ¿Que se preocupa por mí? Si se preocupara tanto por mí, no debería haberme enviado de vuelta a Estados Unidos sola. Ojalá nunca hubiera vuelto a casa; ojalá me hubiera sucedido algo en el viaje de regreso... para que ahora fuera él quien tuviera que enfrentarse a mi pérdida.
Aunque, bien pensado, él probablemente no se molestaría en afrontarla. Estaría demasiado ocupado colocándose. Ni siquiera se enteraría.
—No eres tú misma, nena.
Empiezo a temblar al oír el maldito apelativo cariñoso con el que siempre se dirigía a mí.
—Necesitas hablar de esto, de tu padre. Hará que te sientas mejor. —Habla demasiado alto, y la lluvia cae con fuerza sobre el viejo tejado. Ojalá se derrumbara y dejara que la tormenta exterior me arrastrara.
¿Quién es la persona que está aquí sentada conmigo? No lo conozco, y no sabe de qué está hablando. ¿Debería hablar sobre mi padre? ¿Quién demonios es él para venir aquí y actuar como si se preocupara por mí, como si pudiera ayudarme? No necesito ayuda. Necesito silencio.
—No quiero que estés aquí —digo.
—Sí que quieres. Sólo estás furiosa conmigo porque he sido un gilipollas y la he cagado.
El dolor que debería sentir no está. No siento nada. Ni siquiera cuando las imágenes de su mano sobre mi muslo siempre que íbamos en su coche, de sus labios deslizándose suavemente por los míos, y de mis dedos hundiéndose en su espesa melena invaden mi mente. Nada.
No siento nada cuando los recuerdos agradables dan paso al de su puño golpeando la pared de yeso y al de esa chica con su camiseta puesta. Se acostó con ella hace tan sólo unos días. Nada. No siento nada, y es agradable dejar de sentir por fin, poder controlar mis emociones. Mientras miro la pared, me doy cuenta de que no tengo que sentir nada que no quiera sentir. Puedo olvidarme de todo y no permitir jamás que los recuerdos vuelvan a destrozarme.
—No lo estoy. —No explico mis palabras, y él intenta tocarme de nuevo.
No me aparto. Me muerdo la mejilla y quiero volver a gritar, pero no deseo darle esa satisfacción. La inmensa calma que transmiten sus dedos a los míos demuestra lo débil que soy, justo después de haberme sumido en un estado de perfecta insensibilidad.
—Siento lo de Richard, sé que...
—No. —Aparto la mano—. No tienes derecho a hacer esto. No tienes derecho a venir aquí y fingir que quieres ayudarme cuando has sido tú el que más daño me ha hecho. No voy a volver a repetírtelo. —Sé que mi voz suena monótona, tan poco convincente y tan vacía como me siento por dentro—. Vete.
Me duele la garganta de hablar tanto; no quiero hablar más. Lo único que quiero es que se marche y me deje sola. De nuevo me centro en la pared e impido que mi cabeza me torture con imágenes del cadáver de mi padre. Todo me trastorna, altera mi mente y amenaza con arrebatarme la poca cordura que me queda. Estoy lamentando dos muertes, y eso está acabando conmigo.
El dolor no tiene la más mínima compasión: reclama la carne prometida, gramo por gramo, y no parará hasta que no quede nada más de ti que una débil sombra de lo que fuiste. La traición y el rechazo duelen, pero nada puede compararse con el dolor de estar vacía. Nada duele más que no sentir dolor, y el hecho de que eso no tenga sentido y a la vez tenga todo el sentido del mundo me convence de que me estoy volviendo loca.
Pero lo cierto es que no me importa.
—¿Quieres que te traiga algo de comer?
«¿Es que no me ha oído? ¿No entiende que no quiero que esté aquí?» Es imposible pensar que no pueda oír el caos que reina en mi mente.
—Pau —insiste al ver que no respondo.
Necesito que se aleje de mí. No quiero mirarlo a los ojos, no quiero oír más promesas que romperá cuando empiece a dejar que el odio hacia sí mismo se apodere de él otra vez.
Me arde muchísimo la garganta, pero grito el nombre de la persona que de verdad se preocupa por mí:
—¡Noah!
En cuanto lo hago, entra corriendo por la puerta del dormitorio, decidido a ser la fuerza de la naturaleza que por fin sacará al inamovible Pedro de mi habitación y de mi vida. Noah se coloca delante de mí y observa a Pedro, al que por fin me aventuro a mirar.
—Ya te he dicho que si me llamaba tendrías que marcharte —le dice.
Pedro deja entonces la ternura a un lado y lo fulmina lleno de rabia con la mirada. Sé que está esforzándose por controlar su temperamento. Tiene algo en la mano..., ¿una escayola? Miro de nuevo y confirmo que una escayola cubre su mano y su muñeca.
—Vamos a dejar algo claro —señala mientras se levanta y mira a Noah desde su altura—. Estoy intentando que no se altere, y ésa es la única razón por la que no te he partido el cuello. Pero no tientes a la suerte.
En mi deteriorado y caótico estado mental, veo la cabeza de mi padre cayendo hacia atrás y su mandíbula abriéndose. Sólo quiero silencio. Quiero escuchar silencio, y necesito que haya silencio en mi mente.
Me entran arcadas cuando la imagen se multiplica conforme sus voces se vuelven más fuertes y más furiosas, y mi cuerpo me ruega que lo eche todo, que lo expulse todo de mi estómago. El problema es que no tengo nada en el cuerpo, aparte de agua, de modo que el ácido me quema la garganta cuando vomito sobre mi viejo edredón.
—¡Mierda! —exclama Pedro—. ¡Lárgate, joder! —Empuja el pecho de Noah con una mano, y éste se tambalea hacia atrás y se agarra al marco de la puerta.
—¡Lárgate tú! ¡Ni siquiera quiere que estés aquí! —le espeta Noah, y corre hacia adelante y empuja a Pedro.
No se dan cuenta de que me levanto de la cama y me limpio el vómito de la boca con la manga. Puesto que ambos están centrados únicamente en su ira y en su infinita «lealtad» hacia mí, salgo de la habitación, cruzo el pasillo y salgo por la puerta de entrada sin que ninguno de los dos se entere.
se puso buenísima, me encantaron
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