Pau
Le dirijo otra falsa sonrisa a otro extraño sin rostro y avanzo hasta el siguiente, agradeciéndoles a todos su asistencia. El funeral ha sido corto; al parecer, a esta iglesia no le parecía muy bien celebrar la vida de un adicto. Únicamente se han pronunciado unas cuantas palabras severas y falsos elogios, eso ha sido todo.
Sólo faltan unas pocas personas más; algunos agradecimientos simulados y unas emociones fingidas más mientras se dan las condolencias. Como vuelva a decirme alguien el gran hombre que fue mi padre, creo que voy a gritar. Creo que me pondré a gritar en medio de esta iglesia, delante de todos los moralizantes amigos de mi madre. Muchos de ellos ni siquiera llegaron a conocer a Richard Chaves. ¿Qué hacen aquí? Y ¿qué clase de mentiras les ha contado mi madre sobre él para que lo alaben?
No es que no crea que mi padre fuera un buen hombre. No lo conocí lo suficientemente bien como para juzgar con propiedad su carácter. Pero conozco los hechos, y los hechos son que nos abandonó a mi madre y a mí cuando yo era pequeña, y que sólo volvió a mi vida hace unos meses por casualidad. De no haber estado con Pedro en aquella tienda de tatuajes, probablemente jamás habría vuelto a verlo.
Él no quería formar parte de mi vida. No quería ser padre ni esposo. Deseaba vivir su vida y tomar decisiones que le concerniesen a él y sólo a él. Y me parece bien, de verdad, pero no lo entiendo. No puedo entender por qué huyó de sus responsabilidades para vivir una vida de drogadicto. Recuerdo cómo me sentí cuando Pedro me mencionó que mi padre se drogaba; no podía creerlo. ¿Por qué aceptaba que fuera alcohólico pero no que fuera drogadicto? No podía asimilarlo. Creo que en mi mente intentaba que fuera mejor. Poco a poco empiezo a darme cuenta de que soy, como suele decir Pedro, una ingenua. Soy una ingenua y una estúpida por intentar sacar lo bueno de la gente cuando todo lo que hacen en respuesta es demostrar que me equivoco. Siempre me equivoco, y estoy harta.
—Las señoras quieren venir a casa cuando hayamos terminado aquí, así que necesito que me ayudes a prepararla en cuanto lleguemos —dice mi madre tras dar el último abrazo.
—¿Qué señoras? ¿Acaso lo conocían? —le espeto.
No puedo evitar el tono áspero de mi voz, y me siento un poco culpable cuando ella frunce el ceño. La culpa desaparece en el momento en que se pone a mirar a su alrededor para comprobar que ninguna de sus «amigas» ha captado mi tono irrespetuoso.
—Sí, Paula. Algunas, sí.
—Bueno, a mí también me encantaría ayudar —interviene Karen en cuanto salimos—. Si le parece bien, por supuesto. —Sonríe.
Agradezco muchísimo la presencia de Karen. Siempre se muestra tan dulce y considerada... hasta a mi madre parece caerle bien.
—Sería estupendo. —Mi madre le devuelve la sonrisa y a continuación se aleja saludando con la mano a una mujer que no conozco y que está en un pequeño grupo en el césped de la iglesia.
—¿Te importa que vaya yo también? —dice Zed—. Si no quieres, no pasa nada. Sé que Pedro está aquí y eso, pero como ha sido él quien me ha llamado...
—No, por supuesto que puedes venir. Has venido en coche todo el camino hasta aquí.
No puedo evitar inspeccionar el aparcamiento en busca de Pedro al oír su nombre. Diviso a Landon y a Ken metiéndose en el coche de este último. Por lo que veo desde aquí, Pedro no está con ellos. Ojalá hubiera podido hablar con Ken y con Landon, pero se han sentado con él y no quería apartarlo de ellos.
Durante el funeral, no podía dejar de preocuparme por si Pedro le contaba a Ken la verdad sobre Christian Vance delante de todo el mundo. Sé que se siente muy mal al respecto, así que es posible que quiera que todos los demás también se sientan mal. Espero que tenga la suficiente decencia como para esperar el momento adecuado para revelarle la dolorosa verdad. Sé que es bueno; en el fondo Pedro no es mala persona. Es sólo que es nocivo para mí.
Me vuelvo hacia Zed, que se está quitando con los dedos algunas pelusas de su camisa roja.
—¿Quieres que volvamos dando un paseo? —sugiero—. No está muy lejos, son veinte minutos como mucho.
Accede, y nos escabullimos antes de que mi madre me obligue a meterme en su pequeño coche. No soporto la idea de estar atrapada a su lado en un espacio reducido en estos momentos. Mi paciencia con ella es cada vez menor. No quiero ser grosera, pero siento cómo aumenta mi frustración cada vez que la veo atusarse con la mano su cabello perfectamente rizado.
Tras diez minutos de paseo hacia mi pequeño pueblo natal, Zed interrumpe el silencio.
—¿Quieres hablar de ello?
—No lo sé. Seguramente nada de lo que diga tenga ningún sentido —contesto negando con la cabeza.
No quiero que Zed sepa lo loca que me he vuelto esta última semana. No me ha preguntado por mi relación con Pedro, cosa que agradezco. Me niego a hablar de cualquier cosa que tenga que ver con Pedro y conmigo.
—Comprobémoslo —me desafía con una cálida sonrisa.
—Estoy loca.
—¿Loca de cabreada o loca de loca? —bromea, y choca su hombro con el mío de manera juguetona mientras esperamos a que pase un coche antes de cruzar la calle.
—Las dos cosas. —Intento sonreír—. Sobre todo, cabreada. ¿Está mal que esté enfadada con mi padre por haberse muerto? —Detesto cómo suenan estas palabras. Sé que está mal, pero me hace sentir bien. La ira es mejor que el vacío, y la ira es una distracción. Una distracción que necesito desesperadamente.
—No es malo que te sientas así, aunque creo que no deberías estar enfadada con él. Estoy seguro de que él no sabía lo que hacía cuando hizo lo que hizo. —Zed me mira, y aparto la mirada.
—Sabía lo que hacía cuando llevó esa droga al apartamento. No digo que supiera que iba a morir, pero sabía que existía la posibilidad; sin embargo, lo único que le importaba era colocarse. No pensaba en nadie más que en sí mismo y en su colocón, ¿sabes? —me trago la culpa que siento al pronunciar esas palabras. Quería a mi padre, pero he de ser sincera.
Necesito exteriorizar mis sentimientos.
Zed frunce el ceño.
—No lo sé, Pau. No creo que fuera como piensas. No creo que yo pudiera estar cabreado con alguien que ha muerto, y mucho menos si es mi padre.
—Él no me crio ni nada. Me abandonó cuando era pequeña.
¿Sabía esto Zed? No estoy segura. Estoy tan acostumbrada a hablar con Pedro, que lo sabe todo sobre mí, que a veces olvido que otra gente sólo sabe lo que les permito saber.
—Tal vez se marchara porque era consciente de que era lo mejor para ti y para tu madre —dice Zed para intentar consolarme, pero no funciona.
Sólo me están dando ganas de gritar. Estoy cansada de oír la misma excusa en boca de todo el mundo. Esa misma gente que dice querer lo mejor para mí, pero que justifica el comportamiento de mi padre, que me abandonó, que actúan como si lo hubiera hecho por mi propio bien. Qué hombre tan altruista, que dejó solas a su mujer y a su hija.
—No lo sé. —Suspiro—. No hablemos más de ello.
Y no lo hacemos. Permanecemos en silencio hasta que llegamos a casa de mi madre, e intento pasar por alto el enfado en su voz cuando me regaña por haber tardado tanto en llegar.
—Menos mal que Karen está aquí para ayudar —dice cuando paso por su lado y entro en la cocina.
Zed se queda ahí plantado, incómodo, sin saber si ayudar o no, pero pronto mi madre le entrega una caja de galletas saladas, abre la tapa y señala una bandeja vacía sin decir ni una palabra. Ken y Landon ya están manos a la obra cortando verdura y colocando fruta en las mejores fuentes de mi madre. Las que usa cuando quiere impresionar a la gente.
—Sí, menos mal —digo entre dientes.
Creía que el aire primaveral mitigaría mi ira, pero no lo ha hecho. La cocina de esta casa es demasiado pequeña, demasiado sofocante, y está repleta de mujeres exageradamente arregladas como si tuvieran algo que demostrar.
—Necesito un poco de aire. Ahora vuelvo, tú quédate aquí —le digo a Zed cuando mi madre sale al pasillo a por algo.
Por mucho que agradezca el hecho de que se haya molestado en venir hasta aquí para consolarme, no puedo evitar estar resentida con él después de nuestra conversación. Estoy segura de que cuando me haya despejado veré las cosas de otra manera, pero ahora mismo sólo quiero estar sola.
La puerta trasera emite un crujido al abrirse y maldigo para mis adentros, esperando que mi madre no salga corriendo al jardín para arrastrarme de nuevo dentro de casa. El sol ha hecho milagros con el denso barro que cubría el suelo del invernadero. Unas manchas oscuras y húmedas siguen cubriendo la mitad del espacio, pero consigo encontrar un hueco seco en el que quedarme. Lo último que necesito es arruinar estos zapatos que mi madre no podía permitirse comprarme de todos modos.
Un movimiento capta mi atención, y empiezo a asustarme hasta que Pedro aparece por detrás de un estante. Tiene los ojos claros y, bajo ellos, unas oscuras ojeras ensombrecen su piel pálida. El brillo natural y el moreno cálido de la piel de Pedro han desaparecido y han sido sustituidos por un color marfil frágil y atormentado.
—Perdona, no sabía que estabas aquí —me apresuro a disculparme al tiempo que retrocedo para salir del pequeño lugar—. Ya me voy.
—No, tranquila. Éste es tu escondite, ¿recuerdas? —me sonríe débilmente, e incluso la más pequeña de sus sonrisas me resulta más auténtica que las innumerables sonrisas falsas que he recibido hoy.
—Cierto, pero tengo que entrar de todos modos.
Agarro la manija de la puerta de tela metálica, pero él me acerca la mano para evitar que la abra. Me aparto en el instante en que sus dedos me rozan el brazo, y Pedro se traga un áspero suspiro ante mi rechazo. Pronto se recupera y alarga el brazo para coger la manija y asegurarse de que no puedo marcharme.
—Dime por qué has venido aquí —me ordena con suavidad.
—Es que... —No encuentro las palabras.
Tras mi conversación con Zed, he perdido las ganas de hablar de mis horribles pensamientos sobre la muerte de mi padre.
—No es nada —le aseguro.
—Pau, cuéntamelo. —Me conoce lo bastante bien como para saber que estoy mintiendo, y yo lo conozco lo bastante bien como para saber que no dejará que me marche de este invernadero hasta que le diga la verdad.
«Pero ¿puedo confiar en él?»
Lo observo y no puedo evitar fijarme en que lleva puesta una camisa nueva. Debe de haberla comprado para el funeral, porque conozco todas las camisas que tiene, y es imposible que le quepa la ropa de Noah. Además, nunca habría accedido a ponérsela...
La manga negra de la camisa nueva está rota a la altura del puño para que quepa la escayola.
—Pau —insiste, y me saca de mi ensimismamiento.
Lleva el botón superior desabrochado y el cuello está torcido.
Me alejo un paso de él.
—No creo que debamos hacer esto.
—¿El qué? ¿Hablar? Sólo quiero saber de qué te estás escondiendo.
Qué pregunta tan simple y a la vez tan complicada. Me escondo de todo. Me escondo de demasiadas cosas como para enumerarlas, y él es la más importante de todas ellas. Quiero desahogar mis sentimientos con Pedro, pero es demasiado fácil volver a nuestro patrón, y no estoy dispuesta a seguir jugando a estos juegos. No puedo más. Ha ganado, y yo estoy aprendiendo a asumirlo.
—Los dos sabemos que no vas a salir de aquí hasta que lo escupas, así que ahórranos tiempo y energía y cuéntamelo. —Enfoca esa frase como una broma, pero detecto la desesperación que se esconde tras sus ojos.
—Estoy cabreada —admito por fin.
Asiente inmediatamente.
—Por supuesto que lo estás.
—Quiero decir, muy cabreada. Estoy furiosa.
—Es normal.
Lo miro.
—¿Normal?
—Joder, claro que es normal. Yo también estaría furioso.
«Creo que no entiende lo que intento decir.»
—Estoy furiosa con mi padre, Pedro. Estoy muy cabreada con él —aclaro, y espero a que su respuesta cambie.
—Yo también.
—¿Ah, sí?
—Joder, sí, lo estoy. Y es normal que tú también lo estés. Tienes todo el derecho del mundo a estar cabreada con ese cabrón, esté muerto o no.
No puedo evitar la risa que escapa de mis labios al ver a Pedro tan serio mientras pronuncia esas palabras tan absurdas.
—¿No crees que está mal que ni siquiera pueda estar triste de lo cabreadísima que estoy con él por haberse quitado la vida? —me muerdo el labio inferior y hago una pausa antes de continuar—. Eso es lo que ha hecho. Se ha quitado la vida. Y ni siquiera se paró a pensar en cómo nos afectaría a los demás. Sé que es egoísta por mi parte decir esto, pero es lo que siento.
Desvío la mirada al suelo sucio. Me avergüenzo de decir estas cosas, me avergüenzo de sentirlas, pero me encuentro mucho mejor ahora que las he exteriorizado. Espero que las palabras se queden aquí, en este invernadero, y espero que, si mi padre está ahí arriba en alguna parte, no pueda oírme.
Pedro coloca un dedo debajo de mi barbilla y me levanta la cara.
—Oye —dice, y yo no me encojo al notar su tacto, pero me alivia ver que aparta la mano—. No te avergüences por sentirte así. Se quitó la vida, y nadie tiene la culpa excepto él. Joder, vi lo emocionada que estabas por haber vuelto a encontrarlo, y es un puto idiota por cargarse todo eso sólo por un colocón. —Las palabras de Pedro son duras, pero es justo lo que necesito oír en este momento.
Se ríe suavemente.
—Mira quién fue a hablar, ¿verdad? —Cierra los ojos y sacude la cabeza con lentitud.
Desvío rápidamente la conversación de nuestra relación.
—No me gusta nada sentir lo que siento. No quiero faltarle al respeto.
—Joder, pasa de todo. — Pedro agita la mano cubierta por la escayola en el aire entre ambos—. Puedes sentir lo que te salga del coño, y nadie tiene derecho a opinar una mierda al respecto.
—Ojalá todos pensaran así —suspiro.
Sé que confiar en Pedro no es sano, que tengo que ir con pies de plomo, pero sé que es el
único que me entiende de verdad.
—Lo digo en serio, Pau. No dejes que ninguno de esos putos esnobs hagan que estés mal por sentir lo que sientes.
Ojalá fuera tan sencillo. Ojalá me pareciera más a Pedro y no me importara lo que los demás piensen de mí, pero no es así. No estoy hecha de esa pasta. Me importan los demás, incluso cuando no deberían importarme, y me gustaría pensar que algún día ese rasgo de mi personalidad dejará de ser mi perdición. Preocuparse por los demás es algo positivo, pero acaba haciéndome daño con demasiada frecuencia.
En los escasos minutos que llevo en el invernadero con Pedro, casi toda mi ira ha desaparecido. No estoy segura de qué la ha sustituido, pero ya no siento el ardor de la furia, sólo la abrasión constante del dolor que sé que me acompañará durante mucho tiempo.
—¡Paula! —grita entonces mi madre desde el jardín, y tanto Pedro como yo nos encogemos ante la interrupción.
—No tengo ningún problema en decirles a todos ellos, ella incluida, que se vayan a la mierda. Lo sabes, ¿verdad? —Sus ojos buscan los míos, y yo asiento.
Sé que no lo tiene, y una parte de mí quiere soltárselo a esa panda de chismosas que no pintan nada aquí.
—Lo sé. —Asiento de nuevo—. Siento haberme desahogado así. Es que...
La puerta de tela metálica se abre y mi madre entra en el invernadero.
—Paula, entra, por favor —dice con tono autoritario.
Se esfuerza por ocultar su enfado hacia mí, pero su fachada se desmorona, y rápido. Pedro mira la cara furiosa de mi madre y después la mía antes de echar a andar.
—De todos modos, yo ya me iba.
El recuerdo de cuando mi madre nos pilló en mi habitación de la residencia hace meses me viene a la cabeza. Ella estaba muy cabreada, y Pedro parecía tan derrotado cuando me marché con ella y con Noah... Esos días se me antojan tan lejanos ahora, tan simples... No tenía ni idea de lo que estaba por venir, ninguno de los dos lo sabíamos.
—¿Qué hacías aquí fuera? —pregunta, y yo la sigo por el patio y por los escalones del porche.
No es asunto suyo lo que estuviera haciendo. Ella no entendería mis sentimientos egoístas, y yo jamás confiaría en ella lo suficiente como para revelárselos. No entendería por qué estaba hablando con Pedro después de haber estado evitándolo durante tres días. No entendería nada de lo que pudiera decirle, porque básicamente no me entiende.
De modo que, en lugar de responder a su pregunta, me quedo callada y lamento no haber tenido la oportunidad de preguntarle a Pedro de qué se estaba escondiendo él en mi invernadero.
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