Pedro
Casi me da un ataque cuando Pau tropieza y está a punto de caerse, pero se recupera rápidamente y se lanza a mis brazos.
Ésta no es, ni de lejos, la reacción que esperaba.
Pensé que me recibiría con un incómodo «hola» y una sonrisa que no le llegaría a los ojos. Pero, joder, qué equivocado estaba. Muy equivocado. Pau aprieta los brazos alrededor de mi cuello y yo entierro la cabeza en su pelo. La dulce esencia de su champú me embota los sentidos y me siento momentáneamente abrumado por su presencia, cálida y receptiva entre mis brazos.
—Hola —digo por fin cuando ella alza la vista hacia mí.
—Estás helado —comenta. Sus manos se mueven hasta mis mejillas, calentándolas de inmediato.
—Es que está lloviendo hielo ahí fuera... y en casa es aún peor. En mi casa, quiero decir —me corrijo.
Sus ojos se clavan en el suelo antes de volver a mirarme.
—¿Qué estás haciendo aquí? —prácticamente susurra, intentando ocultar la pregunta al resto de los presentes.
—He llamado a Christian de camino aquí —informo a Kimberly, que continúa mirándome con aire enigmático y una sonrisa jugando en sus labios pintados.
«No podías mantenerte alejado, ¿verdad?», articula en silencio a espaldas de Pau. Esta mujer es la mayor tocapelotas que conozco, no sé cómo Christian la aguanta, y voluntariamente.
—Puedes quedarte en la habitación frente a la de Pau, ella te la enseñará —anuncia Kimberly, y después desaparece.
Me separo de Pau y le dedico una pequeña sonrisa.
—Lo... ¡lo siento! —tartamudea ella, mirando alrededor y ruborizándose—. No sé por qué he hecho eso. Es... es que es tan agradable ver una cara familiar...
—Yo también me alegro de verte —le digo intentando librarla de su bochorno.
No es que me haya apartado porque no quiera abrazarla. Su falta de confianza siempre hace que interprete las cosas de manera negativa.
—He resbalado en el suelo —suelta, entonces vuelve a ruborizarse y yo me muerdo un carrillo para no reírme de ella.
—Sí, ya lo he visto —digo. No puedo evitar la risita que se me escapa, y ella sacude la cabeza riéndose de sí misma.
—¿De verdad que te quedas? —pregunta.
—Sí. ¿Te parece bien?
Sus ojos brillan y tienen un tono de gris más claro del habitual. Lleva el pelo suelto, ligeramente ondulado y sin estilo. Ni un rastro de maquillaje estropea su rostro, y está absolutamente perfecta. La cantidad de horas que he pasado imaginando su cara frente a mí no me habían preparado para el momento en que finalmente volvería a verla. Mi mente no puede captar todos los detalles; las pecas justo sobre su escote, la curva de sus labios, el brillo de sus ojos..., es jodidamente imposible.
La camiseta le queda suelta y esos horribles pantalones de felpa con nubes cubren sus piernas. No para de ajustarse la camiseta tirando hacia abajo, jugueteando con el cuello; es la única chica que he conocido que puede ponerse esa ropa horrorosa para dormir y aun así parecer sexi. A través de la camiseta blanca puedo verle el sujetador. Lleva ese de encaje que tanto me gusta. Me pregunto si es consciente de que puedo verlo a través de la tela...
—¿Por qué has cambiado de idea? Y ¿dónde están el resto de tus cosas? —pregunta Pau mientras me guía pasillo abajo—. Las habitaciones de todos los demás están arriba —me explica sin sospechar mis pervertidos pensamientos. O quizá sí...
—Esto es todo cuanto he traído. Será sólo una noche —le aseguro, y se detiene frente a mí.
—¿Sólo te quedas una noche? —repite; sus ojos buscan mi cara.
—Sí, ¿qué creías? ¿Que me mudaba aquí?
Claro que lo creía, ella siempre tiene demasiada fe en mí.
—No. —Desvía la mirada—. No lo sé. Supongo que esperaba que te quedaras más que eso —dice, y ahora es cuando la cosa se pone incómoda. Sabía que ocurriría—. Aquí está la habitación. —Abre la puerta para mí, pero no entro.
—¿Tu habitación está justo cruzando el pasillo? —La voz se me rompe y sueno como un auténtico idiota.
—Sí —murmura ella mirándose los dedos.
—Genial —señalo tontamente—. Estás segura de que está bien que haya venido, ¿verdad?
—Sí, por supuesto. Sabes que te he echado de menos.
La excitación en su cara parece desvanecerse cuando el recuerdo de mis acciones previas —ser un gilipollas en general y negarme a venir a Seattle sobre todo— se cierne sobre nuestras cabezas. Nunca olvidaré la forma en que ha venido corriendo hacia mí, literalmente, cuando me ha visto en la puerta; había tanta emoción en su rostro, tanta añoranza... y yo también lo he sentido, más incluso que Pau. Creía que me volvería loco sin ella.
—Sí, pero la última vez que estuvimos juntos en ese apartamento yo te eché a patadas. —Veo cómo su expresión cambia cuando mis palabras le recuerdan lo ocurrido. Es como si pudiera ver el puto muro levantándose entre nosotros mientras ella me dedica una sonrisa falsa—. No sé por qué he dicho eso — confieso, y me paso la muñeca por la frente.
Sus ojos se mueven hacia otra habitación: la suya. Entonces, señalando la puerta frente a la que estamos, dice:
—Puedes dejar ahí tus cosas.
Me coge la bolsa de la mano, entra en el cuarto y la abre sobre la cama. La observo mientras saca de la bolsa camisetas enrolladas y calzoncillos y arruga la nariz.
—¿Están limpios? —pregunta.
Niego con la cabeza.
—Los calzoncillos, sí.
Sostiene la bolsa a un brazo de distancia.
—Ni siquiera quiero saber cómo está el apartamento.
Las comisuras de sus labios se elevan en una sonrisa petulante.
—Entonces, menos mal que no vas a volver a verlo —bromeo.
Su sonrisa se desvanece en el acto. Menuda broma de mierda... Pero ¿qué coño me pasa?
—No me refería a eso —me apresuro a añadir, desesperado por recuperarme de mi pésima elección de palabras.
—Está bien. Relájate, ¿vale? —Su voz es amable—. Soy yo, Pedro.
—Lo sé. —Tomo aire y continúo—: Es sólo que parece que haya pasado mucho tiempo, y estamos en este extraño punto muerto, una media relación de mierda que encima se nos da fatal. Y no nos hemos visto, y te he echado de menos, y espero que tú también me hayas echado de menos a mí. «Vaya, lo he soltado todo demasiado rápido.» Ella sonríe.
—Sí.
—¿Sí, qué? —La presiono en busca de las palabras exactas.
—Que te he echado de menos. Te lo he dicho todos los días que hemos hablado.
—Lo sé. —Me acerco aún más a ella—. Sólo quería oírtelo decir otra vez.
Me inclino para colocarle el cabello tras las orejas usando ambas manos, y ella se apoya en mí.
—¿Cuándo has llegado? —interviene de pronto una pequeña voz, y Pau se separa de un salto.
Genial, simplemente genial.
Y ahí está Smith, de pie frente al nuevo dormitorio de Pau.
—Justo ahora —contesto, esperando que se vaya de la habitación para que podamos continuar lo que hemos empezado hace unos momentos.
—¿Por qué has venido? —pregunta, y entra en la habitación.
Señalo a Pau, que ahora está como a dos metros de mí, sacando mi ropa de la bolsa y recogiéndola entre los brazos.
—He venido a verla a ella.
—Oh —replica en voz baja mirándose los pies.
—¿No me quieres aquí? —pregunto.
—No me importa —dice encogiéndose de hombros, y le sonrío.
—Bien, porque no me habría ido aunque fuese así.
—Lo sé. —Smith me devuelve la sonrisa y nos deja a Pau y a mí a solas.
Menos mal.
—Le gustas —dice ella.
—El crío está bien —replico encogiéndome de hombros, y ella se ríe.
—A ti también te gusta —me acusa.
—No, para nada. Sólo he dicho que está bien.
Pau pone los ojos en blanco.
—Claaaaro.
Tiene razón, el crío me gusta. Más de lo que me ha gustado ningún otro niño de cinco años.
—Esta noche me toca cuidar de él mientras Kim y Christian van a la inauguración de un club —me explica.
—Y ¿tú por qué no vas con ellos?
—No sé, simplemente no me apetecía.
—Mmm... —Me pellizco el labio para esconderle mi sonrisa.
Me emociona que no quiera salir por ahí, y me descubro a mí mismo esperando que haya planeado pasar la tarde hablando conmigo por teléfono.
Ella me dedica entonces una extraña mirada.
—Tú puedes ir si te apetece, no tienes que quedarte aquí conmigo.
Le lanzo una mirada indignada.
—¿Qué? No he conducido hasta aquí para ir a un club de mierda sin ti. ¿Es que no quieres que me quede contigo?
Sus ojos se encuentran con los míos y aprieta mi ropa contra mi pecho.
—Sí, por supuesto que quiero que te quedes.
—Bien, porque no me habría ido aunque hubiese sido así.
Ella no sonríe como Smith, pero pone los ojos en blanco, un gesto igual de adorable.
—¿Adónde vas? —le pregunto al ver que se dirige hacia la puerta con mis cosas.
Me lanza una mirada que es, al mismo tiempo, divertida y sensual.
—A lavar tu ropa —contesta, y desaparece en el vestíbulo.
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