Pedro
Landon sacude el agua de su sombrero sobre el suelo y apoya el paraguas contra la pared con un exagerado gesto teatral. Quiere que vea el gran «esfuerzo» que está haciendo para ayudarme.
—¿Y bien? ¿Qué es tan urgente como para que me hagas venir con este tiempo de perros? — pregunta medio molesto, medio preocupado. Al fijarse en mi torso desnudo, añade—: ¿Sabes? Yo he tenido que ponerme ropa encima para venir a ayudarte. ¿Cuál es el problema? Señalo a Richard, que está despatarrado en el sofá, dormido.
—Él.
Landon se inclina hacia un lado para mirar detrás de mí.
—¿Quién es ése? —pregunta. De pronto se endereza y me mira con la boca abierta—. Espera..., ¿no es el padre de Pau?
Pongo los ojos en blanco ante su pregunta.
—No, es otro sin techo escogido al puto azar al que dejo dormir en mi sofá. Es lo que todos los hipsters estamos haciendo últimamente.
Él ignora mi sarcasmo.
—¿Qué hace aquí? ¿Lo sabe Pau?
—Sí, lo sabe. Lo que no le he contado es que lleva cinco días rehabilitándose y vomitando de todo por mi maldito apartamento.
Richard gruñe en sueños y yo cojo a Landon por la manga de su camisa de cuadros escoceses y tiro de él en dirección al pasillo.
Está claro que esto queda un poco lejos de la liga de mi hermanastro.
—¿Rehabilitación? —repite—. ¿Como de las drogas?
—Sí, y del alcohol.
Parece reflexionar durante un segundo.
—¿Aún no ha encontrado tu alijo de licor? —me pregunta, y entonces alza una ceja—. ¿O ya se lo ha tomado entero?
—Ya no tengo nada de licor aquí, capullo.
Vuelve a espiar desde la esquina al hombre que duerme tirado en el sofá.
—Aún no sé qué pinto yo en todo esto.
—Vas a hacerle de niñera —lo informo, y de inmediato retrocede.
—¡Ni hablar! —trata de susurrar, pero su voz suena más como un grito apagado.
—Relájate. —Le doy unas palmaditas en el hombro—. Sólo será por una noche.
—Que no. No voy a quedarme con él. ¡Pero si ni siquiera lo conozco!
—Yo tampoco.
—Tú lo conoces mejor que yo, algún día podría llegar a ser tu suegro si no fueses tan idiota.
Las palabras de Landon me golpean con más fuerza de la que deberían. «¿Suegro?» El título suena raro cuando lo repito en mi mente... mientras contemplo a ese montón de mierda humana en mi sofá.
—Quiero verla —confieso.
—¿A quién?... ¿A Pau?
—Sí, a Pau —lo corrijo—. ¿A quién, si no?
Landon comienza a juguetear con sus propios dedos como un niño nervioso.
—Bueno, y ¿por qué no puede ella venir aquí? No creo que sea una buena idea que me quede con él.
—No seas nenaza, no es peligroso ni nada de eso —le digo—. Sólo asegúrate de que no abandone el apartamento. Tengo montones de comida y agua.
—Ni que estuvieras hablando de un perro —remarca Landon.
Me froto las sienes cansado.
—Tío, tampoco es que se diferencien tanto. ¿Me vas a ayudar o qué? Él me mira fijamente y yo añado: —¿Por Pau?
Es un golpe bajo, pero sé que funcionará.
Después de un segundo se rinde y asiente.
—Sólo una noche —accede, y se vuelve para ocultar una sonrisa.
No sé cómo reaccionará Pau cuando ignore nuestro acuerdo de «espacio», pero será sólo por esta noche. Una simple noche con ella es lo que necesito ahora mismo. La necesito a ella. Las llamadas telefónicas son suficientes durante la semana pero, tras la pesadilla que tuve, necesito verla más que nada en el mundo. Necesito confirmar que no hay ninguna marca en su cuerpo aparte de las que yo le dejé.
—Y ¿ya sabe que vas a ir? —me pregunta Landon mientras me sigue de vuelta al dormitorio, donde busco por el suelo una camiseta con la que cubrir mi torso desnudo.
—Lo sabrá en cuanto llegue, ¿no?
—Me ha contado lo vuestro con el teléfono.
«¿En serio? Eso es muy poco habitual en ella.»
—¿Por qué iba a contarte que nos corremos hablando por teléfono?... —le pregunto.
Los ojos de Landon se abren como platos.
—¡¿Eh?! ¡¿Qué?! ¡¿Qué?! No me refería... Oh, Dios —gime.
Intenta cubrirse los oídos con las manos pero es demasiado tarde. Sus mejillas se vuelven de un rojo intenso y mi risa llena el dormitorio.
—Tienes que ser más específico cuando hables de Pau y de mí, ¿es que aún no lo sabes? —Sonrío, deleitándome en los recuerdos de sus gemidos a través de la línea.
—Parece ser que no. —Frunce el ceño y se recompone—. Quería decir que habéis estado hablando un montón por teléfono.
—¿Y?
—¿Ella te parece feliz?
Mi sonrisa desaparece.
—¿Por qué lo dices?
La inquietud aparece en su rostro.
—Sólo me lo preguntaba. Estoy algo preocupado por ella. No parece estar tan emocionada y feliz por lo de Seattle como creí que estaría.
—No sé... —Me froto la nuca con la palma de la mano—. Tienes razón, no parece feliz, pero no sé si es porque yo soy un imbécil o porque no le gusta Seattle tanto como creía que le gustaría —contesto con honestidad.
—Espero que sea por lo primero. Quiero que sea feliz allí —dice Landon.
—Yo también, más o menos —convengo.
Landon patea unos vaqueros oscuros sucios que hay en el suelo para apartarlos de su pie.
—Oye, que me los iba a poner —salto, y me inclino para recogerlos.
—¿Es que no tienes ropa limpia?
—En este momento, no.
—¿Has puesto alguna lavadora desde que se fue?
—Sí... —miento.
—Ajá... —Señala la mancha en mi camiseta negra. ¿Mostaza, tal vez?
—Mierda... —Me quito la camiseta y la lanzo de vuelta al suelo—. ¡No tengo una mierda que ponerme!
Abro de golpe el último cajón de la cómoda y dejo escapar un suspiro de alivio cuando localizo una pila de camisetas negras planchadas.
—¿Qué te parecen éstos? —Landon señala un par de vaqueros azul oscuro colgados en el armario.
—No.
—¿Por qué no? Nunca llevas nada que no sean vaqueros negros.
—Pues por eso —replico.
—Bueno, el único par de pantalones que parece que tienes para ponerte están sucios, así que...
—Tengo cinco pares —lo corrijo—. Lo que pasa es que son todos del mismo estilo.
Con un resoplido paso por su lado para descolgar los vaqueros azules de su percha. Odio esta mierda. Mi madre me los compró por Navidad y juré no llevarlos jamás. Y, sin embargo, aquí estoy. Por el amor verdadero o algo así. Probablemente Pau se desmayará, fijo.
—Son un poco... ajustados —comenta Landon, y se muerde el labio inferior para no reír.
—Que te jodan —digo, y le enseño el dedo corazón.
Después acabo metiendo más mierda en mi bolsa.
Veinte minutos más tarde estamos de vuelta en la sala de estar. Richard sigue dormido, Landon continúa haciendo comentarios sobre mis putos vaqueros ajustados y estoy listo para ir a ver a Pau a Seattle.
—¿Qué crees que debería decirle cuando se despierte? —me pregunta Landon.
—Lo que quieras. Sería bastante divertido si le tomaras el pelo un rato. Podrías fingir que eres yo o que no sabes cómo ha llegado él hasta aquí. —Me río—. Estaría más confuso...
Landon no ve el humor en mi idea y prácticamente me empuja por la puerta.
—Conduce con cuidado, las carreteras están mojadas —me avisa.
—Lo haré.
Me cuelgo la bolsa del hombro y me largo antes de que haga algún otro comentario de sabihondo.
Durante el trayecto no puedo evitar recordar mi pesadilla. Era tan nítida, tan jodidamente vívida... Podía oír a Pau gimiendo el nombre de ese cabrón; incluso podía oír cómo sus uñas le recorrían la piel.
Pongo la radio para ahogar mis pensamientos, pero no funciona. Decido pensar en ella, en recuerdos de los dos juntos, para detener las imágenes que me acechan. De otro modo, éste será el viaje más largo de toda mi vida.
—¡Mira qué bebés tan monos! —Pau chillando mientras señalaba un pelotón de pequeños seres inquietos. Bueno, en realidad sólo había dos bebés, pero aun así...
—Sí, sí, monísimos —repliqué poniendo los ojos en blanco y la arrastré a través de la tienda.
—Incluso llevan lazos a juego en el pelo. —Estaba sonriendo tanto que su voz adquirió ese tono agudo que usan las mujeres cuando se encuentran alrededor de un niño pequeño y alguna hormona u otra las golpea.
—Que sí —repuse, y continué recorriendo los estrechos pasillos de Conner’s.
Pau estaba buscando un queso en particular que necesitaba para nuestra cena de esa noche. Pero los bebés cortocircuitaron su cerebro.
—Admite que eran monos. —Me sonrió, y yo sacudí la cabeza para desafiarla—. Vamos, Pedro..., sabes que eran monos. Sólo dilo.
—Eran monos... —contesté inexpresivo, y ella apretó la boca mientras cruzaba los brazos frente a su pecho como una niña caprichosa.
—Quizá resulta que eres una de esas personas que sólo encuentran monos a sus propios hijos — dijo, y pude observar cómo de pronto una sospecha le robaba rápidamente la sonrisa—. Eso si es que alguna vez quieres tener hijos —añadió sombría, haciendo que quisiera borrar el ceño de su hermosa cara a base de besos.
—Claro, tal vez. Aunque es una pena que no quiera tenerlos —dije intentando grabar la noción permanentemente en su corazón.
—Lo sé... —contestó ella suavemente.
Poco después encontró lo que había estado buscando y lo dejó caer en el cesto con un golpe sordo.
Su sonrisa aún no había regresado para cuando llegamos a la cola para la caja. La miré desde arriba y le di un suave codazo.
—Oye...
Cuando me miró, sus ojos estaban empañados, y era obvio que esperaba que yo hablara.
—Acordamos no seguir hablando de hijos... —comencé mientras ella clavaba la vista en el suelo, cerca de mi bota—. Mírame.
Cubrí sus mejillas con mis manos y apoyé la frente en la suya.
—Está bien, no estaba pensando cuando he dicho eso —admitió encogiéndose de hombros.
La observé mientras miraba alrededor del pequeño mercado, fijándose en cuanto nos rodeaba, y casi podía verla preguntarse por qué la estaba tocando así en público.
—Mira, volvamos a acordar no sacar el tema de los niños. No hace más que causar problemas entre nosotros —le dije, y le di un rápido beso en los labios, seguido de otros.
Mis labios se entretuvieron sobre los suyos y sus pequeñas manos se colaron en los
bolsillos de mi chaqueta.
—Te quiero, Pedro —dijo cuando Gloria la Gruñona, la cajera de la que nos habíamos reído tantas veces, se aclaró la garganta.
—Te quiero, Pau. Y te querré tanto que ni siquiera necesitarás hijos —le prometí.
Volvió la cabeza para esconder el ceño de preocupación, lo sé. Pero por aquel entonces no me importó porque imaginé que la cuestión estaba resuelta y me había salido con la mía.
Mientras sigo conduciendo me pregunto si ha habido algún momento de mi vida en el que no me haya comportado como un capullo egoísta.
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