Pedro
—¡Lo siento! —dice Richard con la respiración entrecortada.
Una capa de sudor le cubre todo el cuerpo mientras se limpia el vómito de la barbilla. Me apoyo en el marco de la puerta debatiéndome si entrar o largarme y dejarlo solo con su propia miseria.
Lleva todo el día así, vomitando, temblando, sudando y lloriqueando.
—Pronto estará fuera de mi sistema, así que...
Vuelve a inclinarse sobre la taza del váter y vomita más, como si fuese un géiser. De puta madre. Al menos esta vez ha conseguido llegar al lavabo.
—Eso espero —le digo, y salgo al pasillo.
Abro la ventana de la cocina para que entre la brisa fría y cojo un vaso limpio del armario. El fregadero cruje cuando abro el grifo para llenar el vaso y sacudo la cabeza.
«¿Qué demonios se supone que voy a hacer con él?» Se está desintoxicando por todo mi baño. Tras un último suspiro, cojo el vaso de agua y un paquete de galletas saladas, me los llevo al lavabo y los coloco en el borde del lavamanos.
Le doy golpecitos en el hombro.
—Come esto.
Asiente en señal de reconocimiento, o por el delírium trémens y/o el síndrome de abstinencia. Su piel está tan pálida y sudada que me recuerda a una nutria. En realidad no creo que comer galletitas saladas lo ayude, pero la posibilidad está ahí.
—Gracias —gime por fin, y lo dejo a solas para que vomite por todas partes.
Este dormitorio, mi dormitorio, no es el mismo sin Pau. La cama nunca está bien hecha cuando me meto en ella por la noche. He intentado una y otra vez remeter las esquinas de la sábana bajo el colchón tal y como lo hace Pau, pero no hay manera. Mi ropa, tanto la limpia como la sucia, está desperdigada por el suelo, botellas de agua vacías y latas de soda abarrotan las mesillas de noche, y siempre hace frío. La calefacción está encendida, pero la habitación está... fría.
Le envío un último mensaje para desearle buenas noches y cierro los ojos, rezando por disfrutar de un reposo sin sueños... por una vez.
—¿Pau? —llamo desde el pasillo, anunciando que estoy en casa.
El apartamento está en silencio, sólo pequeños sonidos llenan el aire. ¿Está Pau al teléfono con alguien?
—¡Pau! —la llamo de nuevo mientras hago girar el pomo de la puerta del dormitorio.
La escena que captan mis ojos me detiene en seco. Pau está tendida sobre el cubrecama blanco, con el rubio cabello pegado a la frente por el sudor; con los dedos de una mano se agarra a la cabecera de la cama y con los de la otra tira de unos cabellos negros. Mientras gira las caderas puedo sentir cómo el hielo reemplaza la ardiente sangre que corre por mis venas.
La cabeza de Zed está enterrada entre sus suaves muslos. Sus manos recorren el cuerpo de Pau.
Intento moverme hacia ellos para cogerlo de la garganta y arrojarlo contra la pared, pero mis pies están pegados al suelo. Intento gritarles, pero mi boca se niega a abrirse.
—Oh, Zed —gime Pau.
Me tapo los oídos con las manos, pero no funciona. Su voz llega hasta mi cerebro; no hay forma de escapar de ella.
—Eres tan hermosa —murmura él con admiración mientras ella vuelve a gemir. Una de sus manos se mueve hasta los pechos de Pau y los acaricia con las yemas de los dedos mientras su boca sigue enterrada en ella.
Estoy paralizado.
No me ven, ni siquiera han notado que estoy en la habitación. Pau grita su nombre una vez más y, cuando él alza la cabeza de entre sus muslos, por fin me ve. Mantiene contacto visual conmigo mientras sus labios recorren el cuerpo de ella hasta llegar a su mandíbula, mordisqueando su piel. Mis ojos no se apartan de sus cuerpos desnudos, y mis entrañas me han sido arrancadas del cuerpo y lanzadas sobre el frío suelo. No puedo soportar ver esto, pero estoy forzado a hacerlo.
—Te quiero —le dice él mientras me sonríe a mí.
—Yo también te quiero —gimotea Pau.
Clava las uñas en su espalda tatuada cuando él la penetra. Por fin recupero la voz y grito, silenciando sus gemidos.
—¡Joder! —grito.
Agarro el vaso de encima de la mesilla de noche y, con un estallido, se hace añicos contra la pared.
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