Pau
Mis pensamientos están borrosos y siento la cabeza llena y pesada, pero en el buen sentido. Sonrío de oreja a oreja, borracha por el vino y por la voz profunda de Pedro. Me encanta este lado juguetón que tiene y, si quiere jugar, jugaremos.
—Oh, no —dice con ese tono frío suyo—. Primero tendrás que decirme tú lo que quieres. Tomo un trago directamente de la botella.
—Ya lo he hecho —le digo.
—Bebe más vino. Al parecer, sólo eres capaz de decirme lo que quieres cuando has bebido.
—Vale. —Deslizo el dedo índice por el frío armazón de madera de la cama—. Quiero que me tumbes sobre esta cama y... y me tomes como lo hiciste sobre aquel escritorio.
En vez de vergüenza sólo siento una cálida oleada de calor subiéndome por el cuello y hasta las mejillas.
Pedro maldice sin aliento; sé que no esperaba una respuesta tan gráfica.
—¿Y después? —pregunta en voz baja.
—Bueno... —empiezo, haciendo una pausa para tomar otro largo trago y ganar confianza.
Pedro y yo nunca hemos hecho algo así. Él me ha mandado unos cuantos mensajes picantes, pero esto... esto es diferente.
—Simplemente dilo, no seas tímida ahora —apremia.
—Me cogerías por las caderas como me coges siempre, y yo me agarraría a las sábanas intentando mantenerme estable. Tus dedos se clavarían en mí, dejando marcas a su paso... —Junto los muslos con fuerza cuando lo oigo contener el aliento a través de la línea.
—Tócate —me dice, y rápidamente miro alrededor de la habitación, olvidando por un momento que nadie puede oír nuestra conversación privada.
—¿Qué? No —susurro con aspereza, sosteniendo el teléfono.
—Sí.
—No voy a hacerlo... aquí. Me oirán... —Si estuviera hablando así con otra persona que no fuera Pedro, estaría completamente horrorizada, borracha o no.
—No, no te oirán. Hazlo. Quieres hacerlo, lo noto. «¿Cómo puede...?
»¿Quiero hacerlo?»
—Túmbate en la cama, cierra los ojos, abre las piernas y te diré lo que hacer —indica suavemente.
Sus palabras son como seda, pero llegan como una orden.
—Pero yo...
—Hazlo.
La autoridad de su voz hace que me retuerza mientras mi mente y mis hormonas batallan entre sí. No puedo negar que la idea de Pedro animándome a todo esto por teléfono, diciéndome todas las cosas sucias que me haría, elevan la temperatura de la habitación al menos diez grados.
—Bien, y ahora que te has entregado —comienza sin que yo haya dicho nada—, avísame cuando te quedes en braguitas.
«Oh...»
Sin embargo, me acerco silenciosamente a la puerta y giro el pestillo entre los dedos. La habitación de Kimberly y de Christian, así como la de Smith, están en el piso superior de la casa, pero, por lo que sé, aún podrían estar en la planta baja, cerca de aquí. Escucho atentamente por si oigo movimiento y, cuando una puerta se cierra en el piso de arriba, me siento mejor.
A toda prisa cojo la botella de vino y me la acabo. El calor de mi interior ha pasado de ser una chispa a un infierno abrasador, y trato de no pensar mucho en el hecho de que me estoy quitando los pantalones y subiendo a la cama con tan sólo una camiseta de algodón puesta y unas braguitas.
—¿Sigues ahí? —pregunta Pedro, seguramente sonriendo con maldad.
—Sí, estoy... preparada. —No me puedo creer que de verdad esté haciendo esto.
—Deja de pensar tanto. Luego me lo agradecerás.
—Y tú deja de saber todo lo que pienso —me burlo, deseando que tenga razón.
—Recuerdas lo que te enseñé, ¿verdad?
Asiento, olvidando que no puede verme.
—Tomaré ese nervioso silencio como un sí. Bien. Presiona con los dedos donde te dije la última vez...
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