Pedro
Entro en el apartamento con las piernas aún temblorosas después de patear el saco de arena del gimnasio como un loco. Agarro una botella de agua de la nevera e intento ignorar al hombre que duerme en mi sofá. Es por ella, me recuerdo. Todo por ella. Me bebo media botella de un trago, busco el móvil en la bolsa del gimnasio y lo enciendo. Justo cuando intento llamarla, su nombre aparece en la pantalla.
—¿Hola? —contesto mientras me quito la camiseta empapada en sudor por encima de la cabeza y la tiro al suelo.
—Hola —es todo cuanto dice.
Su respuesta es corta. Demasiado corta. Quiero hablar con ella, necesito que quiera hablar conmigo.
Le doy una patada a la camiseta pero la acabo recogiendo, sabiendo que si Pau pudiera verme me pegaría la bronca por ser tan guarro.
—¿Qué has estado haciendo? —pregunto.
—He estado explorando la ciudad —responde en voz baja—. Intenté devolverte las llamadas, pero saltó el contestador. —El sonido de su voz aplaca mi temperamento.
—He vuelto a ese gimnasio —digo, y me tumbo en la cama deseando que estuviera a mi lado, con su cabeza sobre mi pecho, en vez de estar en Seattle.
—¿En serio? ¡Eso es genial! —exclama, para luego añadir—: Me estoy quitando los zapatos.
—Vale...
Se ríe.
—No sé por qué te he dicho eso.
—¿Estás borracha? —Me incorporo apoyando mi peso sobre un codo.
—He tomado un poco de vino —admite. Tendría que haberlo notado enseguida.
—¿Con quién?
—Con Kimberly y el señor Vance..., quiero decir, Christian.
—Oh. —No sé cómo me sentaría que saliera de copas en una ciudad extraña, pero sé que no es el momento de sacar ese tema.
—Dice que eres un escritor increíble —continúa con un tono acusador en la voz.
«Mierda.»
—Y ¿por qué habrá dicho algo así? —replico con el corazón latiéndome a toda prisa.
—No lo sé. ¿Por qué ya no escribes? —Su voz está llena de vino y curiosidad.
—No lo sé. Pero no quiero hablar sobre mí. Quiero hablar sobre ti y Seattle y sobre por qué has estado evitándome.
—También me ha dicho que te graduarás el próximo trimestre —continúa ella, ignorando mis palabras.
Es evidente que Christian no sabe meterse en sus propios asuntos.
—Sí, ¿y?
—No lo sabía —dice. La oigo moverse y gruñir, claramente irritada.
—No te lo estaba ocultando, simplemente no surgió el tema. A ti aún te falta mucho para graduarte, así que no importa. No es como si me fuera a ir a alguna parte.
—Espera —dice al teléfono. ¿Qué diablos está haciendo? ¿Cuánto vino habrá bebido?
Tras oírle murmurar palabras incomprensibles y perder el tiempo haciendo vete a saber qué, por fin pregunto:
—¿Qué haces?
—¿Qué? Oh, es que se me ha enganchado el pelo en los botones de la blusa. Lo siento, estaba escuchando, te lo prometo.
—Y ¿por qué estabas interrogando a tu jefe sobre mí?
—Él sacó el tema. Ya sabes, como te ofreció trabajo un par de veces y lo rechazaste, eras el tema de conversación ideal —dice con énfasis.
—Eso es historia antigua. —No recuerdo haberle mencionado la oferta de trabajo, pero tampoco se lo estaba ocultando a propósito—. Mis intenciones respecto a Seattle siempre han sido bien claras.
—No hace falta que lo jures... —resopla ella, y casi puedo verla poniendo los ojos en blanco... otra vez.
Cambio de tema rápidamente:
—No has contestado al teléfono. Te he llamado un montón de veces.
—Lo sé, me dejé el móvil en el coche cuando aparqué en casa de Trevor... —Se detiene a media frase.
Me levanto de la cama y comienzo a recorrer la habitación. Joder, es que lo sabía.
—Sólo me estaba enseñando la ciudad, como un amigo, eso es todo —se apresura a defenderse.
—¿No cogiste el teléfono porque estabas con el jodido Trevor? —gruño; el pulso se me acelera con cada segundo de silencio que sigue a mi pregunta.
Y, de pronto, ella estalla:
—Ni se te ocurra discutir conmigo por Trevor. Es sólo un amigo y tú eres el que no está aquí. No tienes derecho a elegir a mis amigos, ¿entiendes?
—Pau... —la advierto.
—¡Pedro Alfonso! —exclama, y de repente suelta una carcajada.
—Pero ¿por qué te ríes ahora? —pregunto, aunque no puedo evitar que una sonrisa aparezca en mi cara. Mierda, soy patético.
—Yo... ¡no lo sé!
El sonido de su risa resuena en mis oídos y va directo a mi corazón, templando mi pecho.
—Deberías dejar el vino —bromeo con ella; desearía poder ver cómo pone los ojos en blanco por mi pequeña bronca.
—Oblígame —me reta, con voz profunda y juguetona.
—Si estuviera ahí lo haría, puedes estar segura de ello.
—¿Qué más me harías si estuvieras aquí? —inquiere.
Me dejo caer de nuevo en la cama. ¿Pretende hacer lo que imagino? Con ella nunca se sabe, especialmente cuando ha bebido.
—Paula Chaves ¿estás tratando de tener sexo telefónico conmigo? —la provoco.
De pronto se pone a toser violentamente, atragantándose con un sorbo de vino, deduzco.
—¡¿Qué?! ¡No! Yo... ¡sólo preguntaba! —chilla.
—Claro, intenta negarlo ahora —bromeo riendo ante su tono de horror.
—A no ser... que tú quieras hacerlo —susurra.
—¿Lo dices en serio? —Sólo de pensar en ello, me palpita la polla.
—Puede..., no lo sé. ¿Estás enfadado por lo de Trevor? —El tono de su voz es más embriagador que cualquier vino que pudiera consumir.
Joder, sí, me cabrea que haya estado con él, pero no es de eso de lo que quiero hablar precisamente ahora. La oigo tragar ruidosamente y después oigo el tintineo de una copa.
—Ahora mismo me importa una mierda el puto Trevor —miento. Entonces le ordeno—: No bebas el vino tan deprisa. —La conozco demasiado bien—. Te pondrás mala.
Oigo un par de tragos sonoros a través del teléfono.
—No puedes darme órdenes desde la distancia. —Está bebiendo vino de nuevo, para infundirse valor, seguro.
—Puedo darte órdenes desde cualquier distancia, nena. —Sonrío pasándome los dedos sobre los labios.
—¿Puedo decirte algo? —pregunta en voz baja.
—Por favor.
—Hoy estaba pensando en ti, recordando cuando viniste a mi oficina aquel primer día...
—¿Pensabas en cómo te follaba mientras estabas con él? —pregunto, rezando para que diga que sí.
—En ese momento lo estaba esperando.
—Cuéntame más sobre eso, dime qué pensabas —la presiono.
Esto es tan confuso... Cada vez que hablo con ella siento que no nos estamos tomando un respiro, que todo sigue igual que antes. La única diferencia es que no puedo verla en persona, o tocarla. Joder, quiero tocarla, pasar la lengua por su suave piel...
—Estaba recordando cómo... —comienza, pero entonces toma otro trago.
—No tengas vergüenza —la animo a continuar.
—... cómo me gustó, y me hizo desear hacerlo otra vez.
—¿Con quién? —pregunto sólo por el placer de oírselo decir.
—Contigo, sólo contigo.
—Bien —digo con una sonrisa suave—. Sigues siendo mía; aunque me hayas obligado a darte espacio, aún eres sólo para mí. Lo sabes, ¿verdad? —le pregunto de la forma más amable posible.
—Lo sé —contesta.
Se me infla el pecho y doy la bienvenida a la corriente de alivio que me recorre al oír sus palabras.
—Y ¿tú eres mío? —pregunta con una confianza en la voz que antes no tenía.
—Sí, siempre.
«No tengo otra opción. No la he tenido desde el día que te conocí», quiero añadir, pero permanezco en silencio, esperando nervioso su respuesta.
—Bien —dice Pau con autoridad—. Y ahora dime qué me harías si estuvieras aquí, y no olvides ni un solo detalle.
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