Divina

Divina

domingo, 6 de diciembre de 2015

After 3 Capítulo 69


Pau

Son las cinco menos cuarto de la madrugada y, por una vez, mi madre no está vestida para salir. Lleva un pijama de seda de dos piezas, la bata ajustada alrededor del cuerpo y unas zapatillas a juego en los pies. Aún tengo el cabello mojado de la ducha, pero me he tomado mi tiempo para aplicarme un poco de maquillaje y ponerme ropa decente.
Mi madre me estudia con detenimiento.

—Tienes todo lo que necesitas, ¿verdad?

—Sí, todo lo que tengo está en mi coche —contesto.

—De acuerdo, asegúrate de echar gasolina antes de abandonar la ciudad.

—Estaré bien, madre.

—Lo sé. Sólo intento ayudarte.

—Sé que lo intentas.

Abro los brazos para darle un abrazo de despedida y, cuando todo lo que recibo es un pequeño abrazo rígido, me echo hacia atrás y decido servirme una taza de café para el camino. Esa leve y tonta esperanza aún se aferra a mí, la estúpida parte de mí que desea tan desesperadamente ver la luz de unos faros en la oscuridad, Pedro saliendo de su coche, con bolsas en la mano y diciéndome que está listo para viajar conmigo a Seattle.

Pero esa estúpida parte de mí es sólo eso: una estupidez.

Pasan diez minutos de las cinco, le doy un último abrazo a mi madre y subo al coche, que por suerte he tenido la precaución de calentar previamente con la calefacción. La dirección de Kimberly y Christian está programada en el GPS de mi móvil. No hace más que apagarse y recalcular, y eso que ni siquiera he arrancado todavía. En serio que necesito un teléfono nuevo. Si Pedro estuviera aquí, no haría más que recordarme machaconamente que ésa es otra buena razón para pillarme un iPhone. Pero Pedro no está aquí.

El viaje es largo. Estoy sólo al principio de mi aventura y ya se ha formado una gruesa nube de inseguridad en mi interior. Cada pequeña ciudad que dejo atrás me hace sentir más y más fuera de lugar, y me pregunto si en Seattle me sentiré incluso peor. 

¿Conseguiré adaptarme o correré de vuelta al campus de la WCU, o incluso de vuelta a casa de mi madre?

Compruebo el reloj del salpicadero y veo que sólo ha pasado una hora. Aunque, si pienso en ello, la hora ha transcurrido bastante rápido, lo que, por alguna extraña razón, hace que me sienta mejor.

En el momento en que vuelvo a mirar han pasado veinte minutos en un suspiro. Cuanto más me alejo de todo, mejor me siento. No me dominan los pensamientos de pánico mientras voy conduciendo a través de las oscuras y desconocidas carreteras. Me concentro en mi futuro. El futuro que nadie puede quitarme, al que nadie me puede obligar a renunciar. Me detengo a menudo a buscar un café, para comer algo o simplemente para respirar el fresco aire de la mañana. Cuando el sol sale a mitad de mi camino, me concentro en los brillantes rayos amarillo y naranja que proyecta y en la forma en que los colores se mezclan entre sí, consiguiendo un nuevo día hermoso y radiante. Mi humor mejora a medida que va aclarándose el cielo, y me descubro cantando con Taylor Swift y tamborileando con los dedos en el volante mientras ella dice «supe que me traerías problemas en cuanto entraste», y me río de la ironía de la letra de su canción.

Al dejar atrás el cartel de BIENVENIDOS A LA CIUDAD DE SEATTLE, mi estómago se llena de mariposas.

Lo estoy consiguiendo Paula Chaves ya está oficialmente en Seattle, organizando su propia vida a la edad en que la mayoría de sus amigos aún tratan de decidir qué quieren hacer con las suyas.

Lo he logrado. No he repetido los errores de mi madre ni he esperado que otras personas forjen mi destino por mí. He tenido ayuda, por supuesto, y me siento muy agradecida por ello, pero ahora depende de mí pasar al siguiente nivel. Tengo un programa de prácticas increíble, una amiga descarada y su amado prometido, y un coche lleno con mis pertenencias.

No tengo un apartamento..., no tengo nada excepto mis libros, unas cuantas cajas en el asiento trasero y mi trabajo.

Pero funcionará.

Lo sé. Tiene que funcionar.

Seré feliz en Seattle... Será como siempre imaginé que sería, seguro.

Cada kilómetro se hace eterno..., cada segundo está lleno de recuerdos, de despedidas y de dudas.

La casa de Kimberly y Christian es incluso más grande de lo que había imaginado por la descripción de mi amiga. Ya sólo la entrada me pone nerviosa y me intimida. Hileras de árboles delimitan la propiedad, los setos alrededor de la casa están bien podados y el aire huele a flores que no sé reconocer. Aparco detrás del coche de Kimberly e inspiro hondo antes de salir. Las enormes puertas de madera están coronadas con una gran «V», y me estoy riendo de la arrogancia de semejante decoración cuando Kimberly abre la puerta.
Alza una ceja al verme reír y sigue mi mirada hasta la puerta que acaba de abrir.

—¡Nosotros no lo pusimos ahí! Lo juro: ¡la última familia que vivió aquí fueron los Vermon!

—Yo no he dicho nada —la informo al tiempo que me encojo de hombros.

—Sé exactamente lo que estás pensando. Es horrible. Christian es un hombre orgulloso, pero ni siquiera él haría una cosa así. —Golpetea la letra con una uña carmesí y me río de nuevo mientras me hace entrar a toda prisa en la casa—. ¿Qué tal el viaje? Vamos, pasa, aquí fuera hace frío. La sigo hasta el vestíbulo y agradezco el aire cálido y el dulce aroma de la chimenea. 

—Ha ido bien..., largo —contesto.

—Espero no tener que volver a hacer ese viaje nunca más. —Se frota la nariz—. Christian está en la oficina. Yo me he tomado el día libre para asegurarme de que te instalas bien. Smith volverá del colegio dentro de unas horas.

—Gracias de nuevo por dejar que me quede. Prometo que no estaré más de un par de semanas.

—No te estreses; por fin estás en Seattle.


Ella sonríe y por fin caigo en la cuenta: «¡ESTOY en Seattle!».

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