Divina

Divina

sábado, 5 de diciembre de 2015

After 3 Capítulo 64


Pau

La cabeza me pesa mucho, muchísimo, y la luz que se cuela a través de las cortinas amarillas es brillante, muy brillante.

¿Cortinas amarillas? Vuelvo a abrir los ojos para encontrar las familiares cortinas amarillas de mi viejo dormitorio cubriendo las ventanas. Esas cortinas siempre nos habían vuelto locas, pero mi madre no podía permitirse comprar otro juego, así que aprendimos a vivir con ellas. Y, así, las últimas doce horas regresan a mi mente en pedazos, recuerdos rotos y desordenados que tienen poco sentido para mí.

Nada tiene sentido. Me lleva unos segundos, minutos tal vez, conseguir que mi mente trate de comprender lo que sucedió.

La traición de Steph es el recuerdo más fuerte que tengo de la noche anterior, uno de los recuerdos más dolorosos que jamás he experimentado. ¿Cómo pudo hacerme eso a mí? ¿A cualquiera? Todo fue tan perverso, tan retorcido... y en ningún momento lo vi venir. 

Recuerdo el fuerte sentimiento de alivio que experimenté cuando entró en la habitación, sólo para volver a caer presa del pánico cuando admitió que nunca había sido mi amiga. 

Oí su voz de forma muy clara pese al estado en el que me encontraba... Me puso algo en la bebida para atontarme, o peor, para conseguir que me desmayara..., y todo para obtener algún tipo de venganza sin garantías sobre Pedro y sobre mí. Anoche tuve tanto miedo..., y ella pasó de ser mi salvadora a ser mi depredadora tan rápido que casi no pude asimilar el cambio.

Estaba drogada, en una fiesta, y la responsable era alguien que yo creía que era mi amiga. La realidad de todo ello me golpeó con fuerza, y me sequé con rabia las lágrimas que me empapaban las mejillas.

La humillación reemplaza la punzada de traición al recordar a Dan y su grabación. Me desnudaron..., la pequeña luz roja de la cámara brillando en la oscuridad de la habitación es algo que no creo que pueda olvidar jamás. Querían violarme, grabarlo y enseñárselo a todo el mundo. Me agarro el estómago, esperando no vomitar de nuevo.

Cada vez que creo que tendré un respiro de la batalla constante en que se ha convertido mi vida, algo peor ocurre. Y sigo poniéndome en estas situaciones. ¿Steph? Aún no puedo creerlo. Si su razonamiento era correcto, si lo hizo sólo porque no le gusto y siente algo por Pedro, ¿por qué no me lo dijo desde el principio? ¿Por qué ha fingido ser mi amiga durante todo este tiempo sólo para tenderme una trampa? ¿Cómo pudo sonreírme a la cara e ir de compras conmigo, escuchar mis secretos y compartir mis preocupaciones sólo para planear algo como esto a mis espaldas?

Me siento lentamente, pero aun así resulta demasiado rápido. El pulso me ruge en los oídos y quiero correr al baño y obligarme a vomitar por si aún me queda algo de droga en el estómago. Pero no lo hago y, en lugar de eso, cierro los ojos de nuevo.

Cuando vuelvo a despertar tengo la cabeza algo más despejada y consigo levantarme de mi cama de la infancia. No llevo pantalones, sólo una camiseta que no recuerdo haberme puesto. Mi madre debe de haberme vestido..., aunque eso no es muy de su estilo.

Los únicos pantalones de pijama que quedan en mi cómoda son demasiado estrechos y cortos. He engordado desde que me fui a la universidad, pero me siento más cómoda y segura con mi cuerpo, mucho más de lo que me sentía antes.

Salgo dando tumbos del dormitorio, pasillo abajo hasta la cocina, donde encuentro a mi madre apoyada en la encimera, leyendo una revista. Su vestido negro es suave y no tiene ni una pelusa, lleva tacones de aguja a juego y su cabello está peinado en perfectas ondas clásicas. Cuando le echo un vistazo al reloj del horno, veo que ya pasan pocos minutos de las cuatro de la tarde.

—¿Cómo te sientes? —me pregunta tímidamente mientras se vuelve para mirarme.

—Fatal —gimo, incapaz de poner una cara amistosa, y mucho menos de hacerme la valiente.

—Lo imagino, después de la noche que has tenido.

«Allá vamos...»

—Tómate un café y una aspirina. Te sentirás mejor.

Asiento lentamente y me acerco al armario para coger una taza para el café.

—Tengo que ir a la iglesia esta tarde. Supongo que no vas a acompañarme, ¿verdad? Te has perdido el servicio de la mañana —dice con voz neutra.

—No, ahora mismo no tengo cuerpo para ir a la iglesia.

Sólo mi madre podría pedirme que la acompañe a la iglesia cuando acabo de recuperarme de los efectos de la droga tras un intento de violación.
Recoge su bolso de la mesa de la cocina y se vuelve hacia mí.

—De acuerdo, saludaré a Noah y al señor y a la señora Porter de tu parte. Llegaré a casa alrededor de las ocho, quizá un poco antes.

Una punzada de culpabilidad me atraviesa al oír el nombre de Noah. Aún no lo he llamado desde que supe de la muerte de su abuela. Sé que debería haberlo hecho, y lo haré después del servicio..., si puedo encontrar mi teléfono, claro.

—¿Cómo llegué hasta aquí anoche? —pregunto, tratando de encajar todas las piezas del puzle. Recuerdo a Zed entrando de golpe en el antiguo dormitorio de Pedro y rompiendo la cámara.

—Creo que el joven caballero que te trajo se llamaba Zed —dice ella. Luego vuelve a concentrarse en su revista y se aclara la garganta en silencio.

—Oh.

Odio esto, odio no saber. Me gusta controlarlo todo, y anoche no tenía el control de mi cuerpo.

Mi madre aparta la revista con lo que suena como una bofetada. Me mira sin expresión en la cara y dice:

—Llámame si necesitas algo —y se dirige a la puerta principal.

—Oh...

Con una última mirada de desaprobación hacia mis estrechos pantalones de pijama, abandona la casa.

—Ah, y puedes buscar en mi armario algo que ponerte.

En el momento en que la puerta mosquitera se cierra, la voz de Pedro resuena en mi cabeza.

«Todo esto es culpa mía», dijo. Aunque podría no haber sido Pedro: mi mente me juega malas pasadas. Necesito llamar a Zed y darle las gracias por todo. Le debo mucho por haber acudido en mi ayuda, por salvarme. Le estoy tan agradecida que sé que jamás podré darle las gracias lo suficiente por ayudarme y sacarme de allí. No puedo ni imaginar lo que podría haber pasado frente a esa cámara si él no hubiera aparecido.

Durante la siguiente media hora, las lágrimas saladas se mezclan con el café negro. Por fin me obligo a alejarme de la mesa y a meterme en el cuarto de baño para borrar de mi cuerpo todos los repugnantes recuerdos de la noche anterior. Para cuando por fin me pongo a buscar en el armario de mi madre algo que no lleve un sujetador con relleno incorporado, me siento muchísimo mejor.

—¿Es que no tienes ropa normal? —gimoteo, pasando percha tras percha de vestidos de cóctel.

Cuando estoy a punto de decidir que mejor me quedo en pelotas, por fin encuentro un suéter de color crema y unos vaqueros oscuros. Los vaqueros encajan perfectamente y el suéter me queda justo de pecho, pero doy las gracias por haber encontrado algo más o menos informal, así que no voy a quejarme.

Al buscar por la casa mi teléfono y mi bolso, me doy cuenta de que no tengo ni un solo recuerdo que me ayude a localizar su lugar oculto. ¿Por qué no puede mi mente aclarar el caos de anoche lo suficiente como para encontrarle sentido a todo? Supongo que mi coche sigue aparcado delante del dormitorio de Steph; con suerte, no me habrá rajado las ruedas.

Regreso a mi antigua habitación y abro el cajón de mi escritorio. Ahí está mi móvil, encima de mi bolso. Aprieto el botón de encendido y espero a que aparezca la pantalla de inicio. Casi vuelvo a apagarlo cuando se disparan las alertas por vibración. Mensaje tras mensaje y avisos del buzón de voz aparecen en la pequeña pantalla.

Pedro... Pedro... Zed... Pedro... Desconocido... Pedro... Pedro...

El estómago me da un vuelco de la peor de las maneras cuando leo su nombre en la pantalla. Lo sabe, tiene que saberlo. Alguien le contó lo sucedido y por eso me estuvo llamando y enviando mensajes sin parar. Debería llamarlo al menos para hacerle saber que estoy bien antes de que se vuelva loco de preocupación. Sea cual sea el estado de nuestra relación, probablemente estará preocupado después de oír lo sucedido..., siendo «preocupado» el eufemismo del siglo.

Cuelgo el teléfono al sexto tono justo cuando salta su buzón de voz, y vuelvo al dormitorio de mi madre para intentar domar mi cabello. Ahora mismo lo último que me preocupa es mi aspecto, pero tampoco me entusiasma la idea de oír los insultos de mi madre si no consigo parecer medio decente. Encargarme de mi apariencia también me ayuda a ignorar los flashes que acuden ocasionalmente a mi mente sobre lo que ocurrió anoche. Cubro los profundos círculos bajo mis ojos, me aplico un poco de rímel y me cepillo el cabello. Ya está casi seco, lo que juega en mi favor al pasar los dedos por mis ondas naturales. No se ve ni remotamente tan bien como me gustaría, pero no tengo la energía necesaria para enfrentarme a mis desastrosos rizos más allá de lo que ya he hecho.

El apagado sonido de alguien llamando a la puerta principal me saca de mi ensueño. ¿Quién puede venir a semejante hora? Y de pronto el estómago me da un vuelco al pensar que Pedro podría estar al otro lado.

—¿Pau? —me llama una voz familiar mientras oigo abrirse la puerta.

Noah entra en la casa y lo veo en la salita. El alivio y la culpabilidad me asaltan al reparar en su sonrisa temblorosa.

—Hola... —Asiente con la cabeza, cambiando el peso de su cuerpo de un pie al otro.

Prácticamente me echo sobre él sin pensar, rodeándole el cuello con los brazos. Entierro la cara en su pecho y comienzo a llorar.
Sus fuertes brazos me rodean, sosteniéndome e impidiendo que nos caigamos.

—¿Estás bien?

—Sí, es sólo que... No, no estoy bien.

Aparto la cara de su pecho para no restregarle todo el rímel por su cárdigan tostado.

—Tu madre me ha dicho que estabas en la ciudad. —Continúa abrazándome mientras yo sigo deleitándome con su familiaridad—. Así que me he escabullido antes de que acabara el servicio para poder decirte hola sin nadie alrededor. ¿Qué te ha pasado?

—Tantas cosas..., demasiadas para contarlas. Bueno, estoy siendo muy dramática —gruño alejándome un paso de él.

—¿La universidad continúa sin tratarte como esperabas? —pregunta con una pequeña sonrisa de simpatía.

Niego con la cabeza y le indico con un gesto que me siga hasta la cocina, donde preparo otra cafetera.

—No, para nada. Me mudo a Seattle.

—Eso me ha dicho tu madre —explica sentándose a la mesa.

—¿Aún quieres ir a la WCU en primavera? —digo, y suelto una pequeña carcajada—. No te recomendaría esa escuela.

Pero intentar hacer una broma sobre mí misma deja de funcionar en el momento en que se me saltan las lágrimas.

—Sí, ese es el plan. Pero la chica... esta chica a la que estoy viendo... nos estamos planteando ir a San Francisco. Ya sabes lo que me gusta California.

No estaba preparada para oír eso: Noah sale con una chica. Supongo que debería estarlo, pero se me hace tan raro que lo único que se me ocurre decir es:

—¿Ah, sí?

Los ojos azules de Noah brillan con los fluorescentes de la cocina.

—Sí, nos va bastante bien. Aunque estoy intentando tomármelo con calma, ¿sabes?... Por todo.

Como no quiero que termine esa frase y me haga sentir más culpable aún por la forma en que rompimos, pregunto:

—Y ¿cómo os conocisteis?

—Pues ella trabaja en Zooms, o algo parecido, una tienda del centro comercial que hay cerca de tu casa, y...

—¿Estuviste aquí? —lo interrumpo. Me extraña que no me lo contara, que no se pasara a verme...pero lo entiendo.

—Sí, para ver a Becca. Tendría que haberte llamado o algo, pero las cosas estaban tan raras entre nosotros...

—Lo sé, no importa —le aseguro, y lo dejo terminar.

—Bueno, da igual, el caso es que supongo que a partir de ese momento nos unimos mucho. Tuvimos algunos problemillas y durante un tiempo pensé que no podía fiarme de ella, pero ahora lo llevamos muy bien.

Sus problemas me traen a la memoria los míos, y suspiro.

—Es como si ya no pudiera confiar en nadie —suspiro, y Noah frunce el ceño y me apresuro a añadir—: Excepto en ti. No me refería de ti. Todas las personas que he conocido desde que llegué a esa universidad me han mentido de una forma u otra.
Incluso Pedro. Especialmente él.

—¿Eso es lo que ocurrió anoche?

—Más o menos... —Me pregunto qué le habrá contado mi madre.

—Sabía que tenía que ser algo importante para que hayas vuelto a casa. —Asiento y él se inclina por encima de la mesa para coger mis manos entre las suyas—. Te he echado de menos —murmura; la tristeza es evidente en su voz.

Lo miro con los ojos muy abiertos; creo que estoy a punto de llorar de nuevo.

—Siento mucho no haberte llamado cuando lo de tu abuela.

—Está bien, sé que estás ocupada —dice recostándose contra la silla con ojos dulces.

—Eso no es excusa. Me he comportado de forma terrible contigo.

—Qué va —miente negando con la cabeza lentamente.

—Sabes que tengo razón. Te he tratado fatal desde que me fui de casa, y lo siento muchísimo. No te mereces nada de esto.

—Deja de flagelarte a ti misma, ahora estoy bien —me asegura con una cálida sonrisa, pero la culpabilidad no cesa.

—Aun así, no debería haberlo hecho.

Entonces me sorprende preguntándome algo que jamás habría esperado de él:

—Si pudieras empezar de nuevo, ¿qué cambiarías?

—La forma en que he llevado ciertas cosas. No debería haberte engañado y haber actuado a tus espaldas. Nos conocemos desde hace mucho, y estuvo fatal por mi parte abandonarte tan de repente.

—Sí —confirma—, pero ya lo he superado. No éramos buenos el uno para el otro... Quiero decir, éramos perfectos juntos —añade con una carcajada—, pero creo que ése era el problema.

La pequeña cocina parece más espaciosa ahora que mi culpabilidad comienza a disiparse.

—¿Lo crees de verdad?

—Sí, lo creo. Te quiero, y siempre te querré. Pero no te quiero de la forma que siempre creí que te quería, y tú nunca podrías quererme como lo quieres a él.

Me quedo sin aliento ante la alusión a Pedro. Tiene razón, mucha razón, pero no puedo hablar de Pedro con Noah. Ahora no.
Necesito cambiar de tema.

—Entonces, Becca te hace feliz, ¿no?

—Sí, puede que no sea como te la esperas, pero tampoco me esperaba yo que me fueras a dejar por un tío como Pedro. 
Sus oscuras facciones son totalmente opuestas a las mías y tiene tatuajes. No muchos, pero aun así no puedo imaginarlos a ella y a Noah como pareja.
Su sonrisa no es dura y sonríe suavemente.

—Supongo que ambos necesitábamos algo diferente.
De nuevo tiene razón.

—Supongo que sí.

Me río con él y continuamos charlando hasta que otro golpe en la puerta nos interrumpe.


—Ya voy yo —se ofrece, levantándose y abandonando la pequeña cocina antes de que pueda detenerlo.

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