Pau
«¡Parad!», tengo ganas de gritarles a los dos. No puedo soportar que se peleen de esa forma. No puedo; el tiempo no tiene sentido en este estado en el que me encuentro. Todo es un caos absoluto. Oigo portazos y también a mi madre y a Pedro discutiendo, y todo es tan difícil de escuchar... Pero sobre todo hay oscuridad arrastrándome, tirando con fuerza
de mí...
En algún momento le pregunto a Pedro:
—Y ¿qué hay de Zed? ¿Le has hecho daño?
O al menos eso es lo que pienso, y me estoy esforzando por decirlo. No estoy segura de si ha abandonado mis labios o no, si mi boca está coordinada con mi mente.
—No, soy Pedro. Soy Pedro, no Zed.
Pedro está aquí, no Zed. Espera, Zed también está aquí, ¿no?
—No, Pedro, digo si le has hecho daño a Zed.
La oscuridad tira de mí en dirección contraria a la de su voz. La de mi madre entra en la sala y la llena con aire autoritario, pero no puedo entender ni una palabra de lo que dice. Lo único claro para mí es la voz de Pedro. Ni siquiera sus palabras, sino cómo suena, cómo se mete en mi interior.
En algún momento siento que algo mueve mi cuerpo. ¿Los brazos de Pedro? No estoy totalmente segura, pero me levantan del sofá y esa familiar esencia a menta llena mis sentidos. ¿Qué hace él aquí y cómo me ha encontrado?
Apenas unos segundos más tarde me depositan con cuidado en la cama, y de nuevo me incorporan. No quiero moverme. Las temblorosas manos de Pedro me pasan una camiseta por la cabeza y quiero gritar para que deje de tocarme. Lo último que quiero es que me toquen, pero en el momento en que sus dedos me rozan la piel, el repugnante recuerdo de Dan se desvanece.
—Tócame otra vez, por favor. Haz que desaparezca —le suplico.
No me contesta. Sus manos siguen tocándome la cabeza, el cuello, el cabello, e intento alzar la mano hacia la suya, pero me pesa demasiado.
—Te quiero y lo siento mucho —oigo antes de que mi cabeza vuelva a reposar sobre la almohada—. Quiero llevarla a casa.
«No, déjame aquí. Por favor —pienso para mí—. Pero quédate conmigo...»
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