Pau
—¿Qué ha pasado? ¡Cuéntame toda la historia! —grita mi madre cuando Zed me saca de su camioneta.
Sus brazos rodeándome me devuelven la conciencia y un creciente sentimiento de vergüenza.
—La antigua compañera de habitación de Pau le ha echado algo en la bebida, así que su hija me ha pedido que la trajera aquí. —Zed le cuenta medias verdades. Me alivia que le oculte algunos detalles.
—¡Oh, Dios mío! Pero ¿por qué haría algo así esa chica?
—No lo sé, señora Chaves... Pau se lo podrá explicar cuando despierte.
«¡Estoy despierta!», quiero gritar, pero no puedo. Es un sentimiento muy raro, oír todo lo que está pasando alrededor pero no ser capaz de participar en la conversación. No puedo moverme ni hablar, mi mente está nublada y mis pensamientos se entremezclan..., pero soy plenamente consciente de todo lo que ocurre. Aunque lo que está pasando cambia cada cinco minutos: a veces la voz de Zed se transforma en la de Pedro, y juro que oigo a Pedro reír y veo su rostro cuando intento abrir los ojos. Me estoy perdiendo. La droga me está volviendo loca y quiero que pare.
Pasa cierto tiempo, ni idea de cuánto, y me colocan en lo que creo que es el sofá. Lentamente, puede que incluso a desgana, los brazos de Zed me dejan ir.
—Bueno, gracias por haberla traído —dice mi madre—. Esto es terrible. ¿Cuándo despertará? —Su voz es como una taladradora y la cabeza me da vueltas lentamente.
—No lo sé, creo que los efectos suelen durar un máximo de doce horas. Y ya lleva unas tres.
—¿Cómo ha podido ser tan estúpida? —le suelta mi madre a Zed, y la palabra estúpida resuena en mi cabeza hasta desaparecer.
—¿Quién?, ¿Steph? —pregunta él.
—No, Paula. ¿Cómo ha podido ser tan estúpida como para juntarse con esa gente?
—No ha sido culpa suya —me defiende Zed—. Se supone que era una fiesta de despedida. Pau creía que esa chica era su amiga.
—¿Amiga? ¡Por favor! Pau debería saber que no le conviene ser amiga de esa chica, o de cualquiera de vosotros, ya puestos.
—No es por faltarle al respeto ni nada, pero usted no me conoce. Acabo de conducir durante dos horas para traer a su hija hasta aquí —replica Zed educadamente.
Mi madre suspira y yo me concentro en el sonido de sus tacones repiqueteando sobre el suelo de baldosas de la cocina.
—¿Necesita algo más? —pregunta él.
Noto que el sofá es más blando que los brazos de Zed. Los de Pedro son blandos pero duros al mismo tiempo; la forma en que sus músculos se tensan bajo la piel es algo que siempre me ha gustado contemplar. Mis pensamientos vuelven a ser un caos. Odio este constante ir y venir entre la claridad y la confusión.
Oigo cómo la voz de mi madre en la distancia contesta:
—No. Gracias por traerla. He sido algo brusca hace un momento y me disculpo por ello.
—Traeré su ropa y sus cosas del coche enseguida y me pondré en camino de nuevo.
—De acuerdo. —El repiquetear de los tacones de aguja suena al otro lado de la sala.
Espero a oír el rugido de la camioneta de Zed. No lo oigo, o tal vez ya se ha ido pero me lo he perdido. Estoy confusa. Mi cabeza está muy espesa y no sé cuánto tiempo llevo aquí tumbada, pero tengo sed. ¿Zed ya se ha marchado?
—¡¿Qué demonios haces tú aquí?! —grita mi madre, devolviéndome al afilado borde de la conciencia. Aunque aún no sé qué está ocurriendo.
—¿Está bien? —pregunta una voz jadeante y rasposa. Pedro.
Está aquí. Pedro...
A no ser que vuelva a ser la voz de Zed confundiéndome de nuevo. No, sé que es Pedro, de algún modo soy capaz de sentirlo.
—¡No vas a entrar en esta casa! —chilla mi madre—. ¡¿Es que no me has oído?! ¡No pases por mi lado como si no me hubieses oído!
Oigo la puerta mosquitera cerrarse con un golpe mientras mi madre continúa gritando.
Y después creo que noto su mano en mi mejilla.
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