Pedro
Mi boca no para de decir gilipolleces que mi mente no quiere que diga, pero es como si no tuviera ningún control sobre ella. No quiero que se vaya. Quiero estrecharla entre mis brazos y besarle el pelo. Quiero decirle que haré lo que sea por ella, que cambiaré por ella y que la amaré hasta que me muera. Y, sin embargo, salgo de la habitación y la dejo ahí plantada.
Oigo cómo hace la maleta. Sé que debería entrar y detenerla, pero ¿para qué? De todos modos, se marcha el lunes; es mejor que se marche ya. Sigo sin creerme que haya propuesto lo de la relación a distancia. Tenerla a horas en coche, hablar una o dos veces al día por teléfono y no dormir en la misma cama no funcionaría jamás. No podría hacerlo.
Al menos, si nuestra relación se termina, no me sentiré tan culpable por beber o por hacer lo que me salga de los cojones... Pero ¿a quién pretendo engañar? No quiero hacer nada más. Preferiría quedarme sentado en el sofá y dejarla que me obligue a ver «Friends» una y otra vez a pasar un solo instante haciendo algo sin ella.
Al cabo de unos minutos, Pau aparece por el pasillo arrastrando dos maletas. Lleva el bolso colgado del hombro y tiene la cara pálida.
—Creo que no me dejo nada más que unos libros, pero ya me compraré otros —dice con voz grave y temblorosa.
Ya ha llegado. Éste es el momento que tanto había temido desde el día en que conocí a esta chica. Me está dejando, y aquí estoy yo sin hacer nada por evitarlo. Siempre he sabido que merecía estar con alguien mucho mejor que yo. Lo he sabido desde el principio. Pero esperaba equivocarme, como siempre.
En lugar de actuar, me limito a decir:
—Vale.
—Vale. —Traga saliva y endereza los hombros.
Cuando llega a la puerta, levanta el brazo hacia el portallaves y el bolso se le cae del hombro. No sé qué me pasa; debería detenerla, o ayudarla, pero no puedo.
Entonces se vuelve hacia mí.
—Bueno, pues ya está. Todas las peleas, los lloros, el sexo, las risas..., todo ha sido para nada —dice suavemente, sin ningún tinte de ira en la voz. Sólo una absoluta neutralidad.
Incapaz de hablar, asiento. Si pudiese hablar, haría que las cosas fuesen cien veces más difíciles para los dos. Lo sé.
Sacude la cabeza, abre la puerta y la sostiene con el pie para poder arrastrar las maletas a su espalda.
Cuando atraviesa el umbral, se vuelve y dice en un tono tan bajo que apenas logro oírla:
—Siempre te querré, espero que lo sepas.
«Deja de hablar, Pau, por favor.»
—Y alguien más también lo hará, espero que tanto como yo.
—Shhh —chisto con suavidad. No puedo oír eso.
—No estarás siempre solo. Sé que lo he dicho, pero si buscas ayuda o algo y aprendes a controlar tu ira, encontrarás a alguien...
Me trago la bilis que asciende por mi garganta y me acerco a la puerta.
—Vete —digo, y le cierro la puerta en la cara.
Aunque es de madera maciza, oigo cómo inspira súbitamente.
Acabo de cerrarle la puerta en las narices. Pero ¿qué coño me pasa?
Empiezo a asustarme y dejo que el dolor me invada. Lo he estado conteniendo mucho tiempo, sin apenas poder controlarlo, hasta que se ha marchado. Me llevo los dedos al pelo, mis rodillas golpean el suelo de hormigón y simplemente no sé qué hacer. Soy, oficialmente, el capullo más grande del mundo y no puedo hacer nada al respecto. Suena muy sencillo: vete a Seattle con ella y sé feliz por siempre jamás, pero no es tan fácil, joder. Allí todo será distinto: las nuevas clases y las prácticas la absorberán; hará amigos nuevos, experimentará cosas nuevas —y mejores—, y se olvidará de mí. Ya no me necesitará. Me seco las lágrimas que se acumulan en mis ojos.
«¿Qué?» Por primera vez soy consciente de lo egoísta que soy. ¿Que hará amigos nuevos? Y ¿qué tiene de malo que los haga y que experimente cosas nuevas? Yo estaría allí, a su lado, experimentándolas también. ¿Por qué he llegado a estos extremos para evitar que se vaya a Seattle en lugar de aceptar esta gran oportunidad para ella? Esta oportunidad para que vea que puedo formar parte de algo que ella quiere. Eso es lo único que ella me estaba pidiendo, y yo me he negado a dárselo.
Si la llamo ahora mismo, dará media vuelta con el coche y yo podría hacer las maletas y encontrarme con ella en alguna parte, donde sea, para irnos a vivir a Seattle...
No. No lo hará. No dará la vuelta. Me ha dado la oportunidad de detenerla y ni siquiera lo he intentado. Incluso ha tratado de que me sintiera mejor mientras yo veía que toda su fe en mí moría delante de mis propios ojos. Debería haberla reconfortado, y en lugar de hacerlo le he cerrado la puerta en las narices.
«No estarás siempre solo», me ha dicho. Se equivoca: sí lo estaré, pero ella no. Ella encontrará a alguien que la quiera del modo en que yo no he podido quererla. Nadie amará a esa chica más que yo, pero quizá esa persona sepa demostrarle lo que se siente al ser amada, lo que se siente al tener a alguien que te ama a pesar de todo por lo que le haces pasar, del mismo modo que ella siempre estaba ahí para mí. Siempre.
Y se merece tener eso. Pensar en el hecho de que obtener lo que se merece significa que esté con otra persona hace que apenas pueda respirar. Pero así es como debe de ser. Debería haberla dejado marchar hace mucho tiempo en lugar de hundirle cada vez más mis garras y hacerla perder su tiempo conmigo.
Tengo sentimientos encontrados. Una parte de mí sabe que volverá a mi lado esta noche, o tal vez mañana, y me perdonará. Pero la otra parte sabe que ya se ha hartado de intentar arreglarme.
Un rato después, me levanto del suelo y me arrastro hasta el dormitorio. Cuando llego allí, casi me desmorono de nuevo. La pulsera que le regalé está encima de un trozo de papel, junto a su libro electrónico y una copia de Cumbres borrascosas. Cojo la pulsera, giro el charm del símbolo del infinito con los extremos en forma de corazón y observo el mismo símbolo tatuado en mi muñeca.
«¿Por qué se ha dejado esto aquí?» Era un regalo que le hice en un momento en el que estaba desesperado por demostrarle mi amor por ella. Necesitaba su amor y su perdón, y ella me lo concedió. Para mi espanto, el trozo de papel que hay debajo de la pulsera es la carta que le escribí. Cuando la despliego y la leo, se me parte el corazón y su contenido se derrama sobre el duro suelo de hormigón. Me vienen a la cabeza un montón de putos recuerdos: la primera vez que le dije que la quería, y después lo retiré; la cita con aquella rubia con la que intenté sustituirla; cómo me sentí cuando la vi en el umbral de la puerta después de haber leído la carta. Continúo leyendo:
Me quieres a pesar de que no deberías, y te necesito. Siempre te he necesitado y siempre lo haré. Cuando me dejaste la semana pasada creía que me iba a morir. Estaba muy perdido. Estaba completamente perdido sin ti. Salí con una chica la semana pasada. No iba a contártelo, pero no quiero arriesgarme a volver a perderte.
Me tiemblan los dedos y casi rompo el frágil papel intentando sostenerlo lo bastante quieto como para poder leerlo.
Sé que puedes encontrar a alguien mejor que yo. Yo no soy romántico; nunca te escribiré un poema ni te cantaré una canción.
Ni siquiera soy simpático.
No puedo prometerte que no volveré a hacerte daño, pero sí puedo jurarte que te amaré hasta el día que me muera. Soy una persona horrible y no te merezco, pero espero que me des la oportunidad de hacer que recuperes la fe en mí. Siento todo el dolor que te he causado, y entenderé que no puedas perdonarme.
Sin embargo, me perdonó. Siempre me está perdonando mis errores, pero esta vez no. Se suponía que tenía que hacerla recuperar la fe en mí, pero en lugar de hacerlo me he limitado a seguir torturándola. Rápidamente, rompo mi patética confesión en mil pedazos.
Al caer, se arremolinan a mi alrededor formando un patrón de fragmentos sobre el suelo de hormigón.
«¿Lo ves? ¡Lo destruyo todo!» Sé cuánto significaba esa carta para ella, y la he convertido en un montón de añicos.
—¡No! ¡No, no, no!
Me tiro al suelo y empiezo a recoger los papeles como un loco para pegarlos, pero hay demasiados pedacitos, ninguno encaja, y además no paran de caérseme al suelo de nuevo y a volar aquí y allá. Imagino que así es como debe de haberse sentido ella intentando arreglarme a mí. Me levanto y le doy una patada al montón de fragmentos que he reunido para volver a agacharme, recogerlos de nuevo y volver a amontonarlos sobre la mesa. Les pongo un libro encima para que no vuelen, y veo que el que he cogido es el puto Orgullo y prejuicio, cómo no.
Me tumbo en la cama y espero a oír el ruido de la puerta al abrirse que me indique su regreso. Espero horas y horas, pero el ruido nunca llega.
Buenisimos, super intensos
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