Divina

Divina

jueves, 3 de diciembre de 2015

After 3 Capítulo 52


Pau

—Cuánto me alegro de haber visto a Max y a Denise otra vez. ¡Hacía años! —exclama Karen mientras Ken arranca el todoterreno.

Nuestras maletas están bien aseguradas en la parte trasera, y Landon me ha prestado sus auriculares para que me distraiga durante el viaje.

—Sí, ha estado bien. Lillian está muy mayor —dice Ken al tiempo que le regala una sonrisa a su mujer.

—Mucho. Es una chica muy guapa.

No puedo evitar poner los ojos en blanco. Lillian era maja y todo eso, pero después de pasarme horas pensando que estaba interesada en Pedro, creo que jamás podrá caerme bien. Menos mal que las probabilidades de que vuelva a verla son escasas, si no inexistentes.

—Max no ha cambiado nada —señala Ken con voz grave y de desaprobación. Al menos, no soy la única a la que no le gusta su actitud arrogante y altiva.

—¿Te encuentras mejor? —me pregunta Landon.

—No mucho —suspiro.

Asiente.

—¿Por qué no duermes un rato? ¿Quieres un poco de agua?

—Yo se la daré —interviene Pedro.

Landon lo ignora y coge un recipiente con agua de la pequeña nevera del suelo delante de su asiento. Le doy las gracias en silencio y me pongo los auriculares en las orejas. Mi teléfono no para de bloquearse, así que lo apago y lo vuelvo a encender para ver si así funciona mejor. Este trayecto va a ser insoportable si no puedo calmar mi tensión con música. No sé por qué nunca había hecho esto antes de la «Gran Depresión», cuando Landon tuvo que enseñarme a descargarme música.

Sonrío ligeramente al recordar el estúpido nombre con el que he bautizado a esos largos días sin Pedro. No sé por qué sonrío, teniendo en cuenta que fueron los peores días de mi vida. Ahora siento algo parecido. Sé que se avecina algo similar.

—¿Qué pasa? — Pedro se inclina para hablarme al oído y yo me aparto por acto reflejo. 
Frunce el ceño y no intenta tocarme otra vez.

—Nada, que mi teléfono es una... una basura. —Levanto el dispositivo en el aire.

—¿Qué quieres hacer exactamente?

—Escuchar música y, a ser posible, dormir —susurro.

Me quita el teléfono de las manos y se pone a toquetear la configuración.

—Si me hubieses hecho caso y te hubieses pillado uno nuevo, no te pasaría esto —me reprocha.

Me muerdo la lengua y miro por la ventana mientras él intenta arreglar mi móvil. No quiero uno nuevo y, además, ahora no tengo dinero para comprármelo. Tengo que buscar un apartamento, comprar muebles nuevos y pagar facturas. Lo último que se me ocurre es pagar cientos de dólares por algo por lo que ya he pagado recientemente.

—Creo que ya funciona. Si no, puedes usar el mío —dice.

«¿Usar el suyo?» ¿ Pedro me está ofreciendo que use su teléfono de manera voluntaria? Esto es nuevo.

—Gracias —mascullo, y recorro mi lista de reproducción antes de escoger una canción. 

Pronto, la música inunda mis oídos, penetra en mis pensamientos y apacigua mi torbellino interior.

Pedro apoya la cabeza contra la ventanilla y cierra los ojos. Sus oscuras ojeras delatan su falta de sueño.

Me siento un poco culpable, pero decido no pensar en ello. Al cabo de unos minutos, la música consigue relajarme lo suficiente como para que me quede dormida.

—Pau. —Me despierta la voz de Pedro —. ¿Tienes hambre?

—No —refunfuño negándome a abrir los ojos.

—Tienes resaca, deberías comer —dice.

De repente me doy cuenta de que tengo la necesidad de comer algo que absorba la acidez de mi estómago.

—Vale —cedo por fin. No tengo energías para discutir.

Minutos más tarde, me coloca un sándwich y unas patatas fritas sobre el regazo y abro los ojos. Picoteo la comida y apoyo la cabeza sobre el asiento después de comerme la mitad. Pero mi teléfono se ha bloqueado otra vez.

Al verme pelear con él de nuevo, Pedro quita los auriculares de mi móvil y los conecta al suyo.

—Listo.

—Gracias.

Ya me ha abierto la aplicación de música. Una larga lista aparece en la pantalla y navego por ella hasta encontrar algo que me resulte familiar. Estoy a punto de tirar la toalla cuando veo una carpeta llamada «P». Miro a Pedro y, para mi sorpresa, tiene los ojos cerrados y no me está mirando. Cuando abro la carpeta veo que contiene toda mi música favorita, incluso canciones que jamás le he mencionado. Debe de haberlas visto en mi teléfono.

Detalles como éste hacen que me cuestione nuestra relación. Los pequeños gestos que intenta ocultarme son lo que más me gusta en este mundo. Ojalá dejara de esconderlos.
Con un suave golpecito, esta vez es Karen quien me despierta.

—Despierta, cariño.

Levanto la vista y veo que Pedro está dormido; tiene la mano en el asiento entre nosotros, y sus dedos me rozan ligeramente la pierna. Incluso dormido gravita hacia mí.

Pedro, despierta —susurro, y sus ojos se abren de golpe, alertas. Se los frota, se rasca la cabeza, me mira y analiza mi expresión.

—¿Estás bien? —pregunta en voz baja, y yo asiento.

Estoy intentando evitar los enfrentamientos con él, pero me está empezando a poner nerviosa su conducta calmada: suele preceder a un estallido.

Nos reunimos fuera del coche y Pedro se acerca a la parte trasera para sacar nuestras maletas.
Karen me rodea con los brazos y me abraza con fuerza.

—Pau, querida, gracias otra vez por venir. Lo hemos pasado muy bien. Por favor, vuelve a visitarnos pronto, pero mientras, espero que te vaya de maravilla en Seattle. —Cuando se aparta, tiene los ojos llenos de lágrimas.

—Volveré pronto para veros, lo prometo. —La abrazo de nuevo. Siempre se ha mostrado muy amable y cariñosa conmigo, casi como la madre que nunca tuve.

—Buena suerte, Pau, y si necesitas algo, dímelo. Tengo muchos contactos en Seattle. —Ken sonríe y, con aire incómodo, me rodea los hombros con el brazo.

—Yo volveré a verte antes de irme a Nueva York, así que no voy a abrazarte todavía —dice Landon, y ambos nos echamos a reír.

—Te espero en el coche —farfulla Pedro, y se marcha sin despedirse siquiera de su familia.

Al verlo marchar, Ken me dice:

—Entrará en razón si sabe lo que le conviene.

Miro a Pedro, que ahora está sentado en su coche.

—Eso espero.

—Volver a Inglaterra no le hará ningún bien. Tiene demasiados recuerdos, demasiados enemigos, y cometió demasiados errores allí. Tú eres lo que más le conviene, tú y Seattle —me asegura Ken, y yo asiento. Ojalá Pedro lo viese de esa manera.

—Gracias de nuevo. —Les sonrío antes de reunirme con él en el vehículo.

Cuando entro, no dice nada; se limita a encender la radio y a subir el volumen para indicarme que no tiene ganas de hablar. Ojalá supiera lo que se le pasa por la cabeza en ocasiones como ésta, cuando es tan inescrutable.

Mis dedos juguetean con la pulsera que me regaló por Navidad y me quedo mirando por la ventanilla mientras conduce. Para cuando llegamos al apartamento, la tensión que siento entre nosotros ha alcanzado niveles insoportables. Me está volviendo loca, pero a él no parece afectarlo.

Me dispongo a salir del coche, pero la larga mano de Pedro me detiene. Me coge con la otra de la barbilla y me gira la cabeza para que lo mire a la cara.

—Lo siento. Por favor, no estés enfadada conmigo —dice en voz baja, con la boca tan sólo a unos centímetros de la mía.

—Vale —respondo, e inhalo su fresco aliento.

—Vale, pero no estás bien. Lo sé. Te estás callando cosas, y lo detesto.

Es verdad, siempre sabe exactamente qué estoy pensando, pero al mismo tiempo no tiene ni idea. Es una contradicción.

—No quiero volver a discutir contigo.

—Pues no lo hagas —dice, como si fuese tan fácil.

—Eso intento. Pero han pasado muchas cosas durante este viaje. Todavía estoy intentando procesarlo todo —admito.

Todo empezó cuando descubrí que Pedro había saboteado lo de mi apartamento y terminó cuando me llamó zorra egoísta.

—Sé que he arruinado el viaje.

—No es sólo culpa tuya. Yo no debería haberme quedado con...

—No termines —me interrumpe, y aparta la mano de mi barbilla—. No quiero ni oírlo.

—Vale. —Aparto la vista de su intensa mirada y él apoya la mano sobre la mía y me la aprieta con suavidad.

—A veces yo... bueno, a veces me..., joder. —Suspira y empieza de nuevo—: A veces, cuando pienso en nosotros, me pongo paranoico, ¿sabes? En ocasiones no sé por qué estás conmigo, de modo que me comporto mal y mi mente comienza a hacerme creer que no va a funcionar o que te estoy perdiendo, y entonces es cuando digo estupideces. Si te olvidases de lo de Seattle, por fin podríamos ser felices, sin más distracciones.

—Seattle no es una distracción, Pedro —replico con suavidad.

—Lo es. Estás insistiendo tanto en ello por cabezonería.

Es increíble lo rápido que cambia su tono de cálido a gélido en cuestión de segundos.
Miro por la ventana.

—¿Podemos dejar de hablar de Seattle? Nada va a cambiar: tú no quieres ir, pero yo sí. Estoy harta de darle vueltas y más vueltas.

Aparta la mano y me vuelvo hacia él.

—Vale —prosigue—, ¿y qué sugieres que hagamos? ¿Quieres irte a Seattle sin mí? ¿Cuánto crees que durará lo nuestro así? ¿Una semana? ¿Un mes? —Sus ojos me miran con frialdad, y me entran escalofríos.

—Si de verdad queremos, funcionará. Al menos el tiempo suficiente como para que pruebe cómo me va allí y vea si es lo que quiero. Si no me gusta, podemos irnos a Inglaterra.

—No, no, no —dice encogiéndose de hombros—. Si te marchas a Seattle, dejaremos de estar juntos.

Se habrá acabado.

—¿Qué? ¿Por qué? —balbuceo, y preparo mi siguiente respuesta.

—Porque no me van las relaciones a distancia.

—Tampoco te iban las relaciones, ¿no? —le recuerdo.

Me indigna el hecho de estar básicamente rogándole que siga conmigo cuando soy yo la que debería estar planteándose dejarlo por el modo en que me trata.

—Y mira cómo está saliendo —responde con cinismo.

—Hace dos minutos te estabas disculpando por atacarme de esa manera, y ¿ahora me estás amenazando con terminar nuestra relación si me marcho a Seattle sin ti? —Me quedo boquiabierta y él asiente—. A ver si lo he entendido: ¿me dijiste que te casarías conmigo si no me iba pero, si me voy, romperás conmigo? —No estaba preparada para sacar a relucir su propuesta, pero no he podido contener las palabras.

—¿Casarme contigo? —Se queda boquiabierto y me mira con recelo. Sabía que no debería haberlo mencionado—. ¿Qué...?

—Dijiste que, si te elegía a ti, te casarías conmigo. Estabas borracho, pero pensaba que a lo mejor...

—¿Qué pensabas? ¿Que me casaría contigo? —Mientras pronuncia esas palabras, todo el aire desaparece del coche, y respirar se vuelve cada vez más difícil conforme pasan los segundos en silencio. No pienso llorar delante de él.

—No, sabía que no lo harías, pero...

—Y ¿por qué lo mencionas? Sabes que estaba muy borracho y desesperado porque te quedaras. Habría dicho lo que fuera.

Se me cae el alma a los pies al oír sus palabras y el desprecio en su voz. Como si me estuviera culpando por creer las mentiras que salen de su boca. Sabía que reaccionaría insultándome, pero una pequeña parte de mí, la parte que todavía cree en su amor por mí, me ha llevado a pensar que a lo mejor lo de su propuesta iba en serio.

Esto ya lo he vivido antes. Yo estaba sentada aquí, en este asiento del coche, mientras él se burlaba de mí por pensar que íbamos a empezar una relación. El hecho de que me duela igual ahora, bueno, en realidad mucho más que entonces, hace que me den ganas de gritar.
Pero no grito. Me quedo aquí sentada, callada y avergonzada, como todas las veces que Pedro hace lo que hace siempre.

—Te quiero. Te quiero más que a nada, Pau, y no quiero herir tus sentimientos, ¿vale?

—Vaya, pues lo estás haciendo de maravilla —le espeto, y me muerdo un carrillo—. Voy adentro.

Suspira y abre la puerta de su lado al mismo tiempo que yo abro la mía. Luego se dirige al maletero. Me ofrecería a ayudarlo a llevar las maletas, pero no me apetece interactuar con él, y de todos modos sé que insistiría en llevarlas él solo. Porque Pedro quiere ser una isla más que nada en este mundo.

Recorremos el edificio en silencio, y el único sonido que se oye en el ascensor es el del zumbido del mecanismo que nos sube hasta nuestro piso.
Cuando llegamos a casa, Pedro introduce la llave en la cerradura y me pregunta:

—¿Se te olvidó cerrar con llave?

Al principio no sé por qué me lo ha preguntado, pero entonces me recupero y le contesto:

—No, la cerraste tú. Me acuerdo. —Vi cómo cerraba la puerta antes de marcharnos; recuerdo que puso los ojos en blanco y bromeó acerca de que tardaba demasiado en estar lista.

—Qué raro —dice, y entra en el apartamento.

Peina la habitación con la mirada como si estuviera buscando algo.

—¿Crees que...? —empiezo.

—Aquí ha estado alguien —contesta, y se pone alerta al instante y aprieta los labios.
Empiezo a asustarme.

—¿Estás seguro? No parece que falte nada. —Me dirijo al pasillo pero él tira de mí inmediatamente. —No vayas ahí hasta que haya echado un vistazo —me ordena.

Quiero decirle que se quede él, que iré yo a mirar, pero la idea de que yo lo proteja a él es absurda. Asiento y un escalofrío desciende por mi espalda. «¿Y si hay alguien dentro? ¿Quién entraría en nuestro apartamento sin estar nosotros aquí y no robaría el televisor de plasma gigante que todavía cuelga de la pared del salón?»

Pedro desaparece en el dormitorio, y yo contengo el aliento hasta que de nuevo oigo su voz.

—Está despejado. —Reaparece desde la habitación y yo exhalo profundamente de alivio.

—¿Estás seguro de que alguien ha estado aquí?

—Sí, pero no sé por qué no se han llevado nada...

—Yo tampoco.

Inspecciono la habitación con la mirada y advierto la diferencia. La pequeña pila de libros de la mesilla de noche del lado de Pedro no está como estaba. Recuerdo perfectamente que el libro con las frases subrayadas que le regalé estaba arriba del todo, porque me hizo 
sonreír saber que lo leía una y otra vez.

—¡Ha sido tu puto padre! —exclama de repente.

—¿Qué? —Para ser sincera, la idea ya se me había pasado por la cabeza, pero no quería ser yo quien lo dijera.

—¡Ha tenido que ser él! ¿Quién más iba a saber que no estábamos e iba a venir a nuestra casa y no robar nada? Sólo él. ¡Ese estúpido cabrón borracho!

—¡ Pedro!

—Llámalo ahora mismo —me exige.

Saco mi móvil de mi bolsillo trasero, pero me detengo.

—No tiene teléfono.

Pedro lanza las manos al aire como si lo que acabo de decir fuera lo peor que ha oído en su vida.

—¡Claro! ¡Cómo no! Es un puto vagabundo.

—Ya basta —digo fulminándolo con la mirada—. ¡Que creas que haya sido él no te da derecho a decir esas cosas delante de mí!

—Vale. —Baja los brazos y hace un gesto para indicarme que salgamos—. Pues vamos a buscarlo.

Me dirijo a nuestro teléfono fijo.

—¡No! Deberíamos llamar a la policía y denunciarlo, no ir a la caza de mi padre.

—Vale, llamamos a la policía, y ¿qué decimos? ¿Que el drogadicto de tu padre se ha colado en nuestro apartamento pero no se ha llevado nada?

Me detengo en el acto y me vuelvo hacia él. Siento cómo la ira se me escapa por los ojos.

—¿Drogadicto?

Parpadea rápidamente y avanza un paso hacia mí.

—Quería decir borracho... —No me mira. Está mintiendo.

—¿Por qué has dicho drogadicto? —le exijo.

Sacude la cabeza y se pasa las manos por el pelo. Me mira y luego baja la vista al suelo.

—Sólo es una suposición, ¿vale?

—Y ¿por qué ibas a presuponer eso? —Me arden los ojos y me duele la garganta de imaginármelo. Pedro y sus brillantes suposiciones.

—No lo sé, puede que porque el tipo que vino a recogerlo parecía el típico adicto a la metadona. — Me observa y veo que su mirada es suave—. ¿Le viste los brazos?

Recuerdo haberlo visto rascándose los antebrazos, pero llevaba manga larga.

—Mi padre no es ningún drogadicto... —digo despacio, sin saber si creo las palabras que están saliendo de mi boca. Lo que sí sé es que no estoy preparada para enfrentarme a esa posibilidad.

—Ni siquiera lo conoces, y no pensaba decirte nada. —Avanza otro paso hacia mí, pero retrocedo.

Mi labio inferior empieza a temblar y no puedo seguir mirándolo.

—Tú tampoco lo conoces. Y, si no pensabas decirme nada, ¿por qué lo has hecho?

—No lo sé. —Se encoge de hombros.

Mi jaqueca se ha intensificado y estoy tan agotada que siento que voy a desmayarme de un momento a otro.

—¿Qué ganabas diciéndome eso?

—Lo he dicho porque se me ha escapado, y porque ha entrado en nuestro puto apartamento.

—Eso no lo sabes. —Mi padre no haría algo así. O eso creo.

—Vale, pau, finge que tu padre, que, por cierto, es un borracho, es totalmente inocente.

Tiene un morro que se lo pisa, como siempre. ¿Se mete con mi padre por beber? ¿ Pedro Alfonso se está metiendo con alguien porque bebe cuando él se emborracha tanto que no es capaz de recordar nada al día siguiente?

—¡Tú también lo eres! —replico, y me tapo la boca al instante.

—¿Qué has dicho? —Cualquier rastro de compasión desaparece de su rostro. Sus ojos me observan como un depredador y empieza a rodearme.

Me siento mal, pero sé que sólo está intentando intimidarme para que me quede quieta. Es tan poco consciente de sí mismo y de cómo se comporta...

—Piénsalo. Sólo bebes cuando estás angustiado o enfadado; no sabes parar, y te pones desagradable. Rompes cosas y te peleas con la gente...

—No soy un puto borracho. Había dejado de beber por completo hasta que apareciste tú.

—No puedes echarme la culpa de todo, Pedro.

Decido pasar por alto el hecho de que yo también he estado recurriendo al vino cuando me he sentido angustiada o enfadada.

—No te estoy culpando por la bebida, Pau —repone levantando la voz.

—¡Dentro de dos días ninguno de los dos tendremos que preocuparnos por nada de esto! 
—Salgo en dirección al salón y él me sigue.

—¿Quieres parar y escucharme? —dice en tono tenso, pero al menos no me está gritando—. Sabes que no quiero que me dejes.

—Sí, bueno, pues te esfuerzas mucho en demostrarme lo contrario.

—¿Y eso qué significa? ¡Te digo constantemente lo mucho que te quiero!

Por un instante, veo la duda en su rostro mientras me grita esas palabras; sabe que no me demuestra su amor por mí lo suficiente.

—Eso no te lo crees ni tú. Lo sé.

—Vale, contéstame a esto, entonces: ¿crees que encontrarás a otro que aguante tus tonterías? ¿Tus constantes lloriqueos y tus críticas, tu enervante necesidad de que todo esté ordenado y tu actitud? — Sacude las manos en el aire delante de él.

Me echo a reír. Me río en toda su cara, y no puedo parar ni cubriéndome la boca.

—¿Mi actitud? ¿Mi actitud? Eres tú quien no para de faltarme al respeto, tu actitud roza el maltrato emocional: eres obsesivo, asfixiante y grosero. Llegaste a mi vida y la has puesto patas arriba, y ahora esperas que me incline porque tienes una idea de ti mismo que no existe. Actúas como si fueses un tipo duro al que no le importa nadie más que sí mismo, ¡pero no puedes ni dormir sin mí! Paso por alto todos y cada uno de tus defectos, pero no pienso permitir que me hables así.

Me paseo de un lado a otro del suelo de hormigón y él observa mis movimientos. Me siento un poco culpable por gritarle de esta manera, pero basta con pensar en las palabras que acaba de decirme para realimentar mi ira hacia él.

—Y, por cierto, puede que a veces sea difícil de tratar, pero es porque estoy tan ocupada preocupándome por ti y por todos los que me rodean e intentando que no te cabrees que me olvido de mí misma. ¡Así que, perdona si te molesto, o si te critico cuando estás constantemente atacándome sin ningún puñetero motivo!

Pedro está muy serio. Sus manos forman puños a sus costados, y tiene las mejillas completamente rojas.

—No sé qué otra cosa hacer, ¿vale? Sabes que nunca antes he hecho esto, y sabías que hacerlo iba a suponer un reto, así que ahora no tienes ningún derecho a quejarte.

—¿Que no tengo derecho a quejarme? —exclamo—. Ésta también es mi vida, ¡y puedo quejarme si me sale de las narices!

No puede estar hablando en serio. Por un segundo, la expresión de su rostro me ha llevado a pensar que iba a disculparse por su forma de tratarme, pero debería haberme imaginado que no lo haría. El problema con Pedro es que, cuando es bueno, es tan encantador, tan dulce y tan sincero, que lo adoro; pero cuando es malo se convierte en la persona más horrible que he conocido y que conoceré jamás. Vuelvo al dormitorio, abro la maleta y meto en ella toda mi ropa amontonada.

—¿Adónde vas? —me pregunta.

—No lo sé —le respondo con sinceridad.

«Lejos de ti, eso sí lo sé.»

—¿Sabes cuál es tu problema, Paula? Tu problema es que lees demasiadas novelas y te olvidas de que no son más que puta ficción. No existen los Darcy, sólo los Wickham y los Alec d’Urberville, así que espabila y deja de esperar que sea una especie de héroe literario, ¡porque eso no va a pasar, joder!

Sus palabras me envuelven y penetran por todos los poros de mi cuerpo.
Se acabó.

—Ésa es precisamente la razón por la que nunca va a funcionar. Lo he intentado contigo una y otra vez hasta que se me ha puesto la cara azul, y te he perdonado por todas las cosas desagradables que me has hecho, a mí y a otros, pero tú sigues haciéndome esto. En realidad, me lo estoy haciendo yo misma. No soy ninguna víctima. Sólo soy una idiota que te quiere demasiado, pero yo no significo nada para ti. Cuando me marche el lunes, tu vida volverá a la normalidad. Seguirás siendo el mismo Pedro al que no le importa nadie una mierda, y yo seré la que se quede hecha polvo, pero me lo habré hecho a mí misma. Me he dejado atrapar por ti, he permitido que hicieras lo que te daba la gana conmigo sabiendo que las cosas acabarían de esta manera. Pensaba que, cuando nos separamos la otra vez, te darías cuenta de que estás mejor conmigo que sin mí, pero ése es el problema, Pedro. No estás mejor conmigo. Estás mejor solo. Siempre estarás solo. Incluso si encuentras a otra ingenua dispuesta a renunciar a todo por ti, incluso ella, también se cansará de todo esto, y te dejará del mismo modo que yo te...

Me mira. Sus ojos están inyectados en sangre y le tiemblan las manos. Sé que está a punto de perder el control.

—¡Adelante, Pau! Dime que vas a dejarme. O, mejor aún, no lo hagas. Recoge tu mierda y lárgate.

—Deja de intentar contenerte —replico enfadada, pero también rogando por dentro—. Estás tratando de no desmoronarte, pero sabes que quieres hacerlo. Si te permitieses mostrarme lo que sientes de verdad...

—No tienes ni puta idea de lo que siento. ¡Lárgate! —Su voz flaquea al final y sólo quiero envolverlo con los brazos y decirle que no lo dejaré jamás. Pero no puedo.

—Sólo tienes que decírmelo. Por favor, Pedro. Dime que lo intentarás, que lo intentarás de verdad esta vez. —Se lo estoy suplicando. No sé qué otra cosa hacer. No quiero dejarlo, aunque sé que debo hacerlo.

Se queda ahí de pie, a tan sólo unos centímetros de distancia, y veo que se está apagando. 

Cada destello de luz de mi Pedro desaparece lentamente, se sume en la oscuridad y aleja al hombre que amo de mí cada vez más. Cuando por fin aparta los ojos y se cruza de brazos, veo que ya no está. Lo he perdido.

—No quiero seguir intentándolo. Soy como soy y, si eso no te basta, ya sabes dónde está la puerta.

—¿De verdad es eso lo que quieres? ¿Ni siquiera estás dispuesto a intentarlo? Si me marcho, esta vez será para siempre. Sé que no me crees porque siempre digo lo mismo, pero hablo en serio. Dime que sólo estás actuando así porque tienes miedo de que me vaya a Seattle.

Mirando a la pared que tengo detrás, dice simplemente:

—Seguro que encuentras algún sitio donde quedarte hasta el lunes.


Al ver que no contesto, da media vuelta y sale de la habitación. Me quedo aquí plantada, sorprendida de que no haya vuelto para seguir discutiendo. Tardo varios minutos en recoger mis pedazos rotos y hago mi maleta por última vez.

No hay comentarios:

Publicar un comentario