Pedro
No paran. No paran de tocarla. Sus manos sucias y arrugadas ascienden por sus muslos y ella llora mientras el otro hombre la agarra de la coleta y tira de su cabeza hacia atrás con fuerza.
—¡Alejaos de ella! —intento gritarles, aunque no me oyen.
Trato de moverme, pero estoy paralizado en la escalera de mi infancia. Sus ojos grises me miran abiertos como platos, asustados y sin vida mientras un oscuro moratón empieza a formarse en su mejilla.
—No me quieres —susurra.
Sus ojos se clavan en los míos mientras la mano de uno de los hombres repta por su espalda y la agarra del cuello. «¿Qué?»
—Sí; ¡claro que sí! ¡Te quiero, Pau! —grito, sin embargo ella no me escucha.
Sacude la cabeza mientras el hombre aprieta su cuello con más fuerza y su amigo la toca entre las piernas.
—¡No! —grito por última vez antes de que su imagen empiece a desintegrarse ante mis ojos.
—No me quieres...
Sus ojos están enrojecidos por la agresión, y no puedo hacer nada por ayudarla.
—¡Pau!
Sacudo los brazos en la cama para llegar hasta ella. En cuanto la toque, el pánico desaparecerá y se llevará consigo las horribles imágenes de esas manos alrededor de su cuello. Ella no está aquí.
Pau no ha vuelto. Me siento, enciendo la lámpara de la mesilla de noche y observo la habitación. Mi corazón golpea contra mi caja torácica y mi cuerpo está empapado de sudor.
«Ella no está aquí.»
Oigo unos golpecitos en la puerta y contengo el aliento cuando ésta se abre. Por favor, que sea...
—¿ Pedro? —pregunta la voz de Karen.
«Mierda.»
—Estoy bien —le espeto, y ella abre más la puerta.
—Si necesitas algo, no dudes en...
—¡Joder, he dicho que estoy bien! —Paso la mano por la mesilla de noche y tiro la lámpara al suelo formando un terrible estrépito.
Sin mediar palabra, Karen sale de la habitación, cierra la puerta y me deja aquí solo en la oscuridad.
Pau tiene la cabeza apoyada en sus brazos cruzados sobre la encimera de la cocina. Aún lleva puesto el pijama y el pelo recogido en un moño alto.
—Sólo necesito paracetamol y un poco de agua —gruñe.
Landon está sentado a su lado, comiendo cereales.
—Te traeré uno. Cuando tengamos las maletas en el coche podemos irnos. Aunque Ken aún está en la cama; anoche le costó conciliar el sueño —explica Karen.
Pau la mira pero no dice nada. Sé que está pensando: «¿Me oirían gritar anoche como una zorra patética?».
Karen abre un cajón y saca un par de envoltorios de aluminio. Los observo a los tres y espero a que alguno advierta mi presencia. Ninguno lo hace.
—Voy a hacer la maleta; gracias por el paracetamol —dice Pau con voz suave mientras se levanta de su silla. Se toma el medicamento rápidamente y, cuando deja el vaso de agua de nuevo sobre la encimera, su mirada se encuentra con la mía, pero aparta la vista al instante.
Sólo he pasado una noche sin ella y ya la he echado mucho de menos. No puedo quitarme las horribles imágenes de la pesadilla de la cabeza, sobre todo cuando pasa por mi lado sin mostrar emoción alguna. Nada que me haga saber que estaré bien.
El sueño parecía muy real, y ella se comporta de un modo tan frío.
Me quedo aquí plantado un momento, meditando si debo seguirla o no, pero mis pies deciden por mí y suben la escalera. Cuando entro en la habitación, la encuentro arrodillada, abriendo la cremallera de la maleta.
—Voy a guardarlo todo, luego podremos irnos —dice sin volverse.
Asiento, y entonces me doy cuenta de que no me ve.
—Sí, de acuerdo —murmuro.
No sé qué piensa, qué siente ni qué decir. No tengo ni idea, como de costumbre.
—Lo siento —digo en voz demasiado alta.
—Lo sé —se apresura a responder, pero sigue sin mirarme y empieza a doblar mi ropa de la cómoda y del suelo.
—En serio. No quería decir lo que dije.
Necesito que me mire para saber que mi sueño ha sido sólo eso.
—Lo sé. No te preocupes. —Suspira, y veo que sus hombros están más decaídos que de costumbre.
—¿Estás segura? Te dije cosas muy fuertes...
«Estás roto, Pedro, y yo no puedo arreglarte.» Eso es lo peor que podría haberme dicho.
Por fin se ha dado cuenta de lo jodido que estoy y, lo que es más importante, sabe que lo mío no tiene cura. Si ella no puede arreglarme, nadie lo hará.
—Yo también. Tranquilo. Me duele mucho la cabeza, ¿podemos hablar de otra cosa?
—Claro.
Le doy una patada a un trozo de la lámpara que rompí anoche. Ya les debo a mi padre y a Karen al menos cinco putas lámparas.
Me siento un poco culpable por haberle hablado así a Karen anoche, pero no quiero ser el primero en mencionarlo, y probablemente ella sea demasiado amable y comprensiva como para hacerlo.
—¿Puedes traer lo que hay en el baño, por favor? —pide Pau.
El resto de mi tiempo en esa maldita cabaña transcurre de esta manera: viendo cómo ella guarda nuestras cosas y limpia la lámpara rota sin decirme ni una palabra y sin mirarme.
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