Divina

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miércoles, 2 de diciembre de 2015

After 3 Capítulo 43


Pau

—Y ésa es básicamente la historia de mi vida —concluye Robert con una sonrisa.

Su sonrisa es cálida y sincera, casi infantil, pero de una manera encantadora.

—Eso ha sido... interesante. —Cojo la botella de vino de la mesa y la levanto para rellenar mi vaso.

No sale nada.

—Mentirosa —bromea él, y me entra la risita de borracha.

La historia de su vida ha sido corta y dulce. Ni aburrida ni emocionante, simplemente normal. Creció con sus padres: su madre, la maestra de la escuela, y su padre, el sheriff. 

Después de graduarse en el instituto que hay a dos pueblos de aquí, decidió ir a la Facultad de Medicina. Sólo está trabajando aquí porque está en la lista de espera para entrar en el programa de medicina de la Universidad de Washington. Bueno, por eso y porque se saca bastante dinero trabajando en el restaurante más caro de la zona.

—Deberías haber ido a la WCU —le digo, y él niega con la cabeza.

Se levanta de la mesa y levanta el dedo índice en el aire para hacer una pausa en la conversación. Me incorporo en mi silla mientras espero a que regrese. Apoyo la cabeza contra el respaldo de madera y miro hacia arriba. El techo de esta pequeña sección está pintado con nubes, castillos y querubines. La figura que tengo justo encima está dormida, con las mejillas sonrosadas y unos preciosos rizos rubios. Parece una niña. Sus pequeñas alas blancas están casi planas mientras descansa. A su lado, un chico — o, al menos, eso creo— la está mirando. La observa con sus alas negras extendidas a su espalda.

« Pedro.»

—De eso, nada —dice Robert de repente, interrumpiendo mis pensamientos—. Aunque quisieran, no ofrecen el plan de estudios que yo me propongo hacer. Además, el programa de medicina forma parte del campus principal de Seattle. En la WCU, tu campus de Seattle es mucho más pequeño. — Cuando levanto la cabeza, veo que tiene otra botella de vino en las manos.

—¿Has estado en el campus? —le pregunto, ansiosa por saber más cosas acerca de mi nuevo destino, y más ansiosa todavía por dejar de mirar las inquietantes imágenes de los angelitos del techo.

—Sí, una vez. Es pequeño, pero bonito.

—Se supone que tengo que estar allí el lunes, y aún no tengo ningún sitio donde vivir. —Me río.

Sé que mi mala planificación no debería ser cosa de risa, pero ahora mismo es lo que me inspira. 

—¿Este lunes? ¿Sabes que estamos a jueves y que el lunes está a la vuelta de la esquina?

—Sí —asiento.

—¿Por qué no miras una residencia? —pregunta mientras descorcha la botella.

Buscar habitación en una residencia ni siquiera se me había pasado por la cabeza. Pensaba..., bueno, esperaba que Pedro viniera conmigo, así que no las tenía en mente.

—No quiero vivir en el campus, y menos ahora que he conocido la independencia.

Asiente y empieza a servir el vino.

—Cierto, cuando pruebas la libertad, ya no hay vuelta atrás.

—Y que lo digas. Si Pedro viniera a Seattle... —Me detengo—. Olvídalo.

—¿Os habíais planteado continuar la relación a distancia?

—No, eso no funcionaría —le digo, y siento un dolor en el pecho—. Apenas funciona estando juntos. —Tengo que cambiar de tema antes de ponerme a gimotear—. Gimotear... —Qué palabra tan rara—. Gimotear —repito atrapándome los labios con el índice y el pulgar.

—¿Te diviertes? —Robert sonríe y deja un vaso lleno de vino delante de mí. Asiento, todavía riéndome—. He de admitir que hacía tiempo que no me lo pasaba tan bien en el trabajo.

—Yo tampoco —coincido—. Quiero decir, si trabajase aquí... —Nada de lo que digo tiene sentido —. No bebo muy a menudo... Bueno, ahora bebo más que nunca, pero no lo suficiente como para haber desarrollado tolerancia al alcohol, así que me emborracho bastante deprisa —canturreo, y levanto el vaso delante de mi cara.

—A mí me pasa lo mismo. No bebo mucho, pero cuando una chica guapa tiene una mala noche, hago una excepción —se aventura a decir, aunque se pone rojo como un tomate al instante—. Quería decir que..., eeehhh... —Se cubre la cara con las manos—. Parece que no soy capaz de controlar lo que digo contigo.

Alargo el brazo y le aparto las manos del rostro. Él se encoge un poco y, cuando me mira, sus ojos azules son tremendamente claros.

—Es como si pudiera leerte la mente —digo en voz alta sin pensar.

—A lo mejor puedes —susurra en respuesta, y su lengua se apresura a humedecer sus labios.

Sé que quiere besarme, lo leo en su rostro. Lo veo en sus ojos sinceros. Los ojos de Pedro son siempre tan cautelosos que tengo que esforzarme para interpretar su mirada, e incluso entonces nunca logro leerlos como me gustaría, como necesito hacerlo. Me inclino un poco más hacia Robert y la pequeña mesa sigue separándonos cuando él también se inclina hacia adelante.

—Si no lo quisiera tanto, te besaría —digo en voz baja, sin apartarme pero sin acercarme más.

Por muy borracha que esté y por muy enfadada que esté con Pedro, no puedo hacerlo. No puedo besar a este otro chico. Quiero hacerlo, pero no puedo.

La comisura izquierda de su boca se eleva formando una sonrisa torcida. 

—Y si yo no supiera cuánto lo quieres, te dejaría hacerlo.

—Vale...

No sé qué más decir. Estoy muy borracha e incómoda, y no sé cómo comportarme delante de nadie que no sea Pedro, o Zed, aunque en cierto modo los dos se parecen bastante. 

Robert no se parece a nadie que haya conocido. Puede que a Landon. Landon es dulce y afable, y mi mente no para de evadirse del hecho de que casi me beso con alguien que no es Pedro.

—Lo siento. —Me incorporo en la silla y él hace lo propio.

—No te disculpes. Prefiero que no me beses a que lo hagas y luego te arrepientas.

—Eres raro —le digo. Ojalá hubiera escogido otra palabra, pero ya es demasiado tarde—. En el buen sentido —me corrijo.

—Tú también. —Se echa a reír—. Cuando te he visto con ese vestido pensaba que eras la típica niña rica y esnob sin personalidad alguna.

—Pues lo siento. Te aseguro que no soy rica. —Me río.

—Ni esnob —añade.

—Mi personalidad no está tan mal. —Me encojo de hombros.

—Bueno... —bromea con una sonrisa.

—Eres tremendamente agradable.

—Y ¿por qué no iba a serlo?

—No lo sé. —Empiezo a tocar mi vaso con el dedo—. Lo siento, sé que parezco una idiota.

Se queda extrañado por un instante y dice:

—No pareces ninguna idiota. Y no tienes por qué estar disculpándote todo el tiempo.

—¿A qué te refieres? —pregunto.

Apenas soy consciente de que he empezado a arrancar trocitos del borde del vaso de poliestireno y de que la mesa está llena de un montón de trocitos blancos.

—No paras de disculparte por todo lo que dices —replica—. Has dicho que lo sientes al menos diez veces durante la última hora. No has hecho nada malo, así que deja de disculparte.

Sus palabras me avergüenzan, pero su mirada es amable y su voz no contiene el más mínimo tinte de enfado o de reproche.

—Lo siento... —digo de nuevo, recapacitando—. ¿Lo ves? No sé por qué lo hago.
Me coloco un mechón de pelo rebelde detrás de la oreja.

—Yo me lo puedo imaginar, pero prefiero callármelo. Sólo quiero que sepas que no deberías tener que hacerlo —se limita a decir.

Inspiro hondo y luego suelto el aire. Es relajante poder charlar con alguien sin preocuparme de molestarlo todo el tiempo.


—Pero bueno, cuéntame más sobre tu nuevo trabajo en Seattle —dice, y le agradezco que cambie de tema.

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