Divina

Divina

martes, 1 de diciembre de 2015

After 3 Capítulo 39


Pau

Mis tacones golpean el suelo de madera maciza con fuerza mientras me concentro en llegar a la puerta trasera del restaurante en mi estado de semiembriaguez. Si estuviésemos más cerca de casa, me marcharía ahora mismo, haría mis maletas, me iría a Seattle y me quedaría en un hotel hasta que encontrara un apartamento.

Estoy harta de que Pedro me haga estas putadas, es doloroso, y embarazoso, y está acabando conmigo. Pedro está destrozándome, y lo sabe. Por eso mismo lo hace. Ya me lo dijo: hace estas cosas porque sabe que así llega a mí.

Cuando cruzo la puerta —y espero que no salte ninguna alarma ni nada por el estilo—, el frío aire de la noche me envuelve. Es como un bálsamo que me abraza y me protege del incómodo ambiente de tensión y de las aburridas compañías.

Apoyo los codos en un saliente de roca y miro en dirección al bosque. Está oscuro, prácticamente negro. El restaurante está ubicado justo en medio de una zona boscosa que crea una atmósfera de aislamiento. Me gusta, y sería ideal si no me sintiera ya lo bastante atrapada.

—¿Estás bien? —pregunta una voz por detrás de mí.

Me vuelvo y veo a Robert en la puerta con una pila de platos en una mano.

—Esto... Sí. Sólo necesitaba respirar un poco —contesto.

—Pues hace frío aquí fuera. —Sonríe.

Su sonrisa es amable y bastante encantadora.
Le devuelvo el gesto.

—Sí, un poco.

Ambos nos quedamos en silencio. Es algo incómodo, pero no me importa. Nada es tan incómodo como estar sentada a esa mesa.
Unos segundos después, añade:

—No te había visto nunca por aquí.

Deja los platos con suavidad sobre una mesa vacía y se aproxima a mí. También apoya los codos en el saliente, a tan sólo un metro de distancia.

—Estoy de visita. No había venido nunca.

—Deberías venir en verano. Febrero es el peor mes para venir. Bueno, noviembre y diciembre son peores..., y puede que enero también. —Se ruboriza y tartamudea—: Ya... ya sabes a qué me refiero — concluye, y hace un sonido parecido a una risita.

Intento no reírme de su nerviosismo y sus mejillas sonrojadas.

—Seguro que es precioso en verano —digo.

—Sí, lo eres. —Abre unos ojos como platos—. Digo..., lo es. Es precioso —se corrige, y se cubre la cara con la mano.

Me obligo a apretar los labios para no reírme, pero no lo consigo. Una risita escapa de mi boca y eso hace que se sienta aún más avergonzado.

—¿Tú vives aquí? —pregunto para romper el hielo.

Su compañía resulta refrescante. Es agradable estar cerca de alguien que no es tan intimidante. Pedro acapara cualquier habitación en la que se encuentre, su presencia resulta avasalladora la mitad del tiempo.
Eso lo relaja un poco.

—Sí, nací y crecí aquí. ¿Y tú?

—Yo voy a la WCU. Pero me traslado a Seattle la semana que viene.

Me siento como si hubiera esperado muchísimo tiempo para decir esas palabras. —¡Vaya! A Seattle. ¡Qué fuerte!
Sonríe, y yo me río de nuevo.

—Perdona, el vino hace que me ría mucho —balbuceo, y él me mira con una sonrisa.

—Bueno, me alegro de saber que no te estás riendo de mí. —Se queda observando mi rostro, y yo aparto la mirada.

Se vuelve hacia el restaurante.

—Deberías volver adentro antes de que tu novio venga a buscarte.

Me vuelvo para mirar a través del cristal hacia el elegante espacio interior. Pedro sigue hablando con Lillian.

—Créeme, nadie va a salir a buscarme —suspiro, y mi labio inferior empieza a temblar mientras mi corazón me traiciona y amenaza con resquebrajarse.

—Parece bastante perdido sin ti —dice Robert en un intento de infundirme confianza.
Miro a Landon y veo que está mirando a todas partes, sin nadie con quien hablar.

—¡Ah! Ése no es mi novio. Mi novio es el que está al otro lado de la mesa; el de los tatuajes.

Robert mira a Pedro y a Lillian y sus suaves rasgos forman un gesto de confusión. Unos remolinos de tinta negra asoman por el cuello de la camisa de Pedro. Me encanta cómo le queda el blanco, y me encanta cómo la tinta se transparenta a través de la tela clara.

—Esto..., ¿sabe él que es tu novio? —me pregunta con una ceja enarcada.

Aparto la vista de Pedro al verlo sonreír con petulancia, la clase de sonrisa que hace que se le marquen los hoyuelos; la sonrisa que sólo me regalaba a mí.

—Yo también empiezo a preguntarme lo mismo.

Me cubro el rostro con las manos y sacudo la cabeza.

—Es complicado —gruño.

«Mantén la compostura, no caigas en su juego. Esta vez, no.» Robert se encoge de hombros.

—En fin, ¿quién mejor para compartir tus problemas que un extraño?

Ambos miramos hacia la mesa. Nadie, excepto Landon, parece echarme de menos.

—¿No tienes que trabajar? —pregunto esperando que su respuesta sea negativa.

Robert es joven, mayor que yo, pero no tendrá más de veintitrés años.
Parece muy seguro cuando sonríe y dice:

—Sí, pero estoy a buenas con el propietario —como si estuviera contando un chiste que yo no pillo.

—Ah.

—Bueno, y si ése es tu novio, ¿quién es la chica que está con él?

—Se llama Lillian —digo como si escupiera veneno—. No la conozco, él tampoco..., bueno, al menos antes no la conocía, parece que ahora ya la conoce muy bien.

Robert me mira a los ojos.

—Y ¿la ha traído aquí para ponerte celosa?

—No lo sé, pero si ése era su plan, no está funcionando. Bueno, de hecho, sí estoy celosa..., sólo hay que mirarla. Lleva el mismo vestido que yo y le sienta muchísimo mejor.

—No, no. Eso no es verdad —dice en voz baja, y yo sonrío a modo de agradecimiento.

—Todo iba muy bien hasta ayer. En fin, muy bien para tratarse de nosotros. Esta mañana hemos discutido, aunque nosotros discutimos mucho. Discutimos todo el tiempo, así que no sé por qué esta vez es tan diferente, pero lo cierto es que lo es. Es distinta; no es igual que las demás veces, y ahora ha decidido fingir que no le importo, como solía hacer cuando nos conocimos.

De repente me doy cuenta de que estaba hablando más para mí misma que para este desconocido con curiosos ojos azules.

—Sé que parezco una loca, lo sé. Es el vino.

Las comisuras de sus labios se transforman en una sonrisa y niega con la cabeza.

—No pareces ninguna loca. —Robert sonríe, y me hace reír. Señala la mesa con la cabeza y dice—: Te está mirando.

Levanto los ojos y, efectivamente, Pedro tiene la mirada fija en mí y en mi nuevo loquero, una mirada que me atraviesa, y su intensidad hace que me encoja.

—Deberías entrar —le advierto.

Espero que Pedro se levante de la mesa en cualquier momento para salir aquí y lanzar a Robert por los aires en dirección al bosque.

Pero no lo hace. Permanece sereno, con los dedos en el pie de una copa de vino, y me mira por última vez antes de levantar la mano libre y apoyarla en el respaldo de la silla de Lillian. «Joder.» Siento un pinchazo en el pecho ante ese gesto tan cruel.

—Lo siento mucho —dice Robert.

Casi había olvidado que estaba a mi lado.

—No te preocupes, de verdad. Ya debería estar acostumbrada. Llevo varios meses jugando a este juego con él. —Me encojo ante la verdad y me maldigo a mí misma por no haber aprendido la lección después de un mes, o de dos, o de tres... Y aquí estoy ahora, en compañía de un desconocido, observando cómo Pedro flirtea descaradamente con otra chica—. No sé por qué te cuento todo esto. Perdona.

—Oye, te he preguntado yo —me recuerda amablemente—. Y tenemos mucho más vino, por si quieres. —Su sonrisa es amable y traviesa.

—Sí, creo que voy a necesitar más. —Asiento y me vuelvo para no mirar a través del cristal—. ¿Suelen venir muchas chicas medio borrachas lloriqueando por sus novios?
Se ríe.

—No, suelen ser viejos ricos que se quejan de que su filete no está cocinado al punto.

—Como el tipo de mi mesa, el de la corbata roja. —Señalo a Max con la cabeza—. Madre mía, menudo capullo.

Robert asiente.

—Sí, lo es. No pretendo ofender, pero cualquiera que devuelva una ensalada porque tiene «demasiadas aceitunas» es un capullo de libro.

Ambos nos echamos a reír y me cubro la boca con el dorso de la mano. Entonces temo que mis risas hagan que se me escapen algunas lágrimas.

—¡Y que lo digas! Y después se ha puesto todo serio a darnos un discurso solemne sobre su razonamiento concienzudo acerca de las aceitunas. —Pongo la voz grave para intentar imitar al insufrible padre de la irritante chica—: «Demasiadas olivas eclipsan el delicado sabor a tierra de la rúcula».

Robert se inclina hacia adelante riéndose a carcajadas. Con las manos en las rodillas, levanta la vista y pregunta con una voz mucho más parecida a la de Max que la mía:

—«¿Podrían servirme cuatro? Tres no son suficientes, y cinco son demasiadas, desequilibran enormemente el sabor en el paladar».

Me parto de la risa hasta que me duele la barriga. No sé cuánto tiempo dura, pero de repente oigo que una puerta se abre, y tanto Robert como yo paramos por instinto y nos volvemos. Pedro está en el umbral.

Me pongo derecha y me aliso el vestido. No puedo evitar sentir que estaba haciendo algo inapropiado, aunque sé que no es así.

—¿Interrumpo algo? —ladra, acaparando toda nuestra atención.

—Sí —respondo con voz clara, tal y como pretendía.

Todavía respiro de manera agitada de tanto reírme, la cabeza me da vueltas por el vino y me duele el corazón.
Pedro mira a Robert.

—Eso parece.

Robert sigue sonriendo, con los ojos cargados de humor mientras Pedro se esfuerza por intimidarlo. Pero él no flaquea, ni siquiera pestañea. Hasta él está harto de sus tonterías, y eso que ha recibido formación para mostrarse siempre amable. Sin embargo, aquí, lejos de los oídos del resto de los comensales, no parece tener ningún problema en demostrar lo mucho que lo divierte la absurda actitud de Pedro.

—¿Qué quieres? —le pregunto, y cuando se vuelve hacia mí tiene los labios apretados.

—Entra —me ordena, pero niega con la cabeza—. Pau, déjate de jueguecitos conmigo. Vámonos.

Me agarra del brazo, pero yo me suelto y me mantengo firme.

—He dicho que no. Entra tú. Seguro que tu amiguita te echa mucho de menos —silbo.

—Tú... — Pedro mira de nuevo a Robert—. Tú sí que deberías entrar. Nuestras copas están vacías —dice, y chasquea los dedos de la manera más insultante posible.

—La verdad es que he terminado mi turno. Pero seguro que puedes hechizar a otra persona para que se encargue de tus bebidas —responde Robert como si tal cosa.

Pedro flaquea momentáneamente; no está acostumbrado a que nadie le conteste, y menos un desconocido.

—Vale, te lo diré con otras palabras... —Da un paso hacia Robert—. Aléjate de ella. Entra ahí dentro y búscate algo que hacer antes de que te agarre del cuello de tu ridícula camisa y te reviente la cabeza contra ese saliente.

—¡ Pedro! —lo reprendo mientras me interpongo entre ambos.

Sin embargo, Robert no parece impresionado.

—Adelante —dice tranquilo y seguro de sí mismo—. Pero deberías saber que éste es un pueblo pequeño. Mi padre es el sheriff, mi abuelo es el juez, y a mi tío lo encerraron por asalto con agresión. De modo que, si quieres arriesgarte a reventarme la cabeza... —se encoge de hombros—, adelante.

Me quedo boquiabierta y soy incapaz de volver a cerrarla. Pedro lo fulmina con la mirada y parece sopesar sus opciones mientras su mirada oscila entre Robert, yo y el interior del restaurante.

—Vámonos —me dice de nuevo al final.

—No voy a irme —replico, retrocediendo. No obstante, me vuelvo hacia Robert y le digo—: ¿Puedes dejarnos solos un minuto, por favor?

Él asiente y le lanza a Pedro una última mirada asesina antes de regresar al comedor.

—¿Qué? ¿Ahora vas a follarte al camarero? — Pedro hace un mohín y yo retrocedo más todavía, decidida a no desmoronarme bajo su fulminante mirada.

—¿Quieres dejarlo de una vez? Ambos sabemos lo que va a pasar. Tú me insultarás. Yo me marcharé. Tú vendrás detrás de mí y me dirás que ya no vas a volver a comportarte así. Regresaremos a la cabaña y nos acostaremos juntos. —Pongo los ojos en blanco y él parece totalmente perdido.

Pero, como de costumbre, se recupera rápidamente. Inclina la cabeza hacia atrás, riéndose, y dice simplemente:

—Te equivocas. —Y retrocede hacia la puerta—. No voy a hacer nada de eso. Parece que te has olvidado de cómo son las cosas en realidad: tú tienes una pataleta por algo que yo digo, te marchas, y yo sólo voy detrás de ti para poder follarte. Y tú... —añade con una mirada siniestra—, tú siempre me dejas.

Me quedo boquiabierta del espanto y me llevo las manos al vientre para sostener mi cuerpo en pie tras sus palabras demoledoras.

—¿Por qué? —exhalo, y de repente el aire fresco parece haber desaparecido mientras trato de recuperar el aliento.

—No lo sé. Porque eres incapaz de mantenerte alejada de mí. Seguramente porque te follo mejor de lo que nadie te lo hará jamás. —Su voz es entrecortada y cruel.

—¿Por qué... ahora? —Me corrijo—. Lo que quería decir es, ¿por qué estás haciendo esto ahora? ¿Es porque no voy a irme a Inglaterra contigo? 

—Sí y no.

—Como no voy a renunciar a lo de Seattle, ¿te vuelves contra mí? —Me arden los ojos, pero no pienso llorar—. ¿Apareces con ella —señalo hacia Lillian, sentada a la mesa— y tienes la cara de decirme todas esas cosas horribles? Creía que habíamos superado esa fase. ¿Qué ha pasado con aquello de que no puedes vivir sin mí? ¿Qué ha pasado con lo que me dijiste de que ibas a esforzarte por tratarme como me merezco?

Aparta los ojos y, por un brevísimo momento, veo una emoción más profunda bajo su mirada de odio.

—Existe una gran diferencia entre no ser capaz de vivir sin alguien y amarlo —replica.


Y, dicho eso, se marcha llevándose consigo el poco respeto que aún le tenía.

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