Pau
La luz de la mañana inunda la habitación cuando el sol sale en la distancia. Desvío la mirada desde las puertas descubiertas del balcón hasta mi vientre. El brazo de Pedro envuelve mi cuerpo. Sus labios carnosos están entreabiertos y unos suaves ronroneos escapan de ellos. No sé si echarlo de la cama o apartarle el pelo castaño de la frente y pegar los labios contra la piel enrojecida.
Estoy muy enfadada con él por todo lo que pasó anoche. Tuvo la osadía de volver a la cabaña a la una y media de la madrugada y, tal y como me había temido, para añadir más leña al fuego, su aliento apestaba a alcohol. Y luego está lo de esa chica, una chica como yo, con la que se pasó horas y horas. Me dijo que sólo habían estado hablando, y no es que no me lo crea. Es el hecho de que Pedro se niegue a hablar sobre Seattle conmigo, pero no parece importarle hablar con ella al respecto.
No sé qué pensar, y estoy hasta las narices de tener que pensar todo el tiempo. Siempre hay algún problema que solucionar, alguna discusión que superar..., y ya estoy harta. Harta de todo esto. Quiero a Pedro más de lo que soy capaz de comprender, pero no sé cuánto tiempo más podré seguir así. No puedo estar siempre preocupándome de que llegue a casa borracho cada vez que tenemos un problema. Quería gritarle, lanzarle un almohadón a la cara y decirle que es un capullo, pero estoy empezando a darme cuenta de que una sólo puede discutir con una misma persona sobre la misma cosa cierto número de veces antes de quemarse.
No sé qué hacer respecto al hecho de que no quiera venir a Seattle, pero sí sé que quedarme aquí tumbada en la cama no me va a ayudar. Levanto el brazo de Pedro, me escabullo de debajo de su peso y coloco suavemente su extremidad sobre la almohada que tiene al lado. Gruñe un poco en sueños, pero afortunadamente sólo se estira sin despertarse.
Cojo mi teléfono de la mesilla de noche y me acerco sigilosamente hasta las puertas del balcón. Apenas hacen ruido al abrirse, y dejo escapar un suspiro de alivio antes de cerrarlas detrás de mí. Fuera, el aire es mucho más fresco que ayer; aunque es normal, son sólo las siete de la mañana.
Con el teléfono en la mano, empiezo a pensar en mi residencia en Seattle, que en estos momentos es inexistente. Mi traslado a esa ciudad se está convirtiendo en un engorro mucho más grande de lo que había anticipado y, la verdad, a veces me da la sensación de que tanto lío no merece la pena. Me reprendo al instante por ese pensamiento. Eso es justo lo que Pedro pretende: ponerme las cosas difíciles con la esperanza de que acabe renunciando a lo que quiero hacer y me quede con él.
Bien, pues eso no va a pasar.
Abro el navegador de mi teléfono y espero con impaciencia a que Google se cargue. Me quedo mirando la pequeña pantalla y aguardando a que el molesto círculo deje de girar una y otra vez.
Frustrada ante la lenta respuesta de mi teléfono prehistórico, vuelvo a la habitación, cojo el de Pedro de la silla y salgo de nuevo al balcón.
Si se despierta y me pilla con su móvil, se va a enfadar. Pero no estoy fisgando sus llamadas ni sus mensajes. Sólo estoy usando su conexión a internet.
«Sí, es maja.» Sus palabras sobre la tal Lillian se repiten en mi cabeza mientras intento buscar apartamentos en Seattle.
Sacudo la cabeza para borrar el recuerdo de mi mente y admiro un lujoso apartamento que me gustaría poder permitirme. Paso al siguiente, uno pequeño de un dormitorio en un dúplex. No me siento cómoda en un dúplex; me gusta la idea de que alguien tenga que atravesar un vestíbulo para llegar a mi puerta, y más teniendo en cuenta que por lo visto voy a estar sola en Seattle. Deslizo el dedo por la pantalla unas cuantas veces más antes de encontrar, por fin, un piso de una habitación en una torre de apartamentos mediana. Se sale de mi presupuesto, pero no demasiado. Si tengo que pasar sin comprar comida hasta que me instale, lo haré.
Guardo el número de teléfono en mi móvil y continúo ojeando los anuncios. El pensamiento imposible de buscar apartamento con Pedro me persigue. Estamos los dos sentados en la cama, yo con las piernas cruzadas y él con sus largas piernas estiradas y con la espalda apoyada en la cabecera. Yo le enseño un montón de pisos, y él pone los ojos en blanco y se queja del proceso de búsqueda, pero lo pillo sonriendo y con los ojos fijos en mis labios. Me dice que estoy muy guapa cuando me agobio, y después me quita el portátil de encima y me asegura que ya buscará él un sitio para los dos.
Pero eso sería demasiado sencillo. Demasiado fácil. Todo en mi vida era sencillo y fácil hasta hace pocos meses. Mi madre me ayudó con la residencia y lo tuve todo solucionado y preparado antes incluso de llegar a la WCU.
Mi madre... No puedo evitar echarla de menos. No tiene ni idea de que me he reunido con mi padre. Sé que se enfadaría mucho si lo supiera.
Sin darme cuenta, me encuentro marcando su número.
—¿Diga? —contesta con voz suave.
—¿Mamá?
—¿Quién iba a ser, si no?
Ya me estoy arrepintiendo de haberla llamado.
—¿Cómo estás? —pregunto en voz baja.
Suspira.
—Estoy bien. He estado un poco ocupada con todo lo que está pasando.
Oigo ruido de ollas y sartenes de fondo.
—Y ¿qué es lo que está pasando?
«¿Sabe lo de mi padre?» Decido al instante que, si no lo sabe, éste no es el momento de contárselo.
—Pues nada en concreto. He estado haciendo muchas horas extras y tenemos un nuevo pastor... Ah, y Ruth ha fallecido.
—¿Ruth Porter?
—Sí, iba a llamarte —dice, y su tono frío se torna ligeramente cálido.
Ruth, la abuela de Noah, era una de las mujeres más dulces que he tenido el placer de conocer. Era siempre muy amable y, junto con Karen, hacía las mejores galletas con pepitas de chocolate del mundo.
—Y ¿cómo está Noah? —me atrevo a preguntar.
Estaba muy unido a su abuela, y sé que debe de estar pasándolo mal. Yo nunca tuve la oportunidad de tener una relación estrecha con mis abuelos; los padres de mi padre murieron antes de que yo fuese lo bastante mayor como para acordarme, y los padres de mi madre no eran la clase de gente que permitía que nadie se acercara a ellos.
—Pues lo lleva bastante mal. Deberías llamarlo, Pau.
—No puedo... —Empiezo a decirle que no puedo llamarlo, pero me interrumpo. ¿Por qué no puedo? Puedo y lo haré—. Lo haré... Lo llamaré ahora mismo.
—¿De verdad? —dice claramente sorprendida—. Bueno, pero espera al menos hasta después de las nueve —me aconseja, y sonrío sin darme cuenta al oírla. Sé que ella también estará sonriendo al otro lado de la línea—. ¿Cómo van las clases?
—Me marcho a Seattle el lunes —confieso, y oigo el repiqueteo de algo que ha caído al suelo.
—¿Qué?
—Te lo comenté, ¿recuerdas?
«¿No lo hice?»
—No, no lo hiciste. Me dijiste que tu empresa se trasladaba allí, pero no que tú fueses a marcharte seguro.
—Lo siento, he estado muy ocupada con lo de Seattle, y con Pedro.
—¿Va a irse contigo? —me pregunta con una voz tremendamente controlada.
—Pues... no lo sé —respondo con resignación.
—¿Estás bien? Pareces preocupada.
—Estoy bien —miento.
—Sé que no hemos estado muy de acuerdo últimamente, pero sigo siendo tu madre, Pau. Si te pasa algo, puedes contármelo.
—Estoy bien, de verdad. Sólo estoy algo estresada con todo esto y lo del traslado al nuevo campus.
—No te preocupes. Te irá estupendamente. Destacarás en cualquier campus. Puedes destacar en cualquier parte —dice infundiéndome seguridad.
—Lo sé, pero ya me he acostumbrado a éste, y ya conozco a algunos de los profesores y tengo amigos..., unos pocos amigos.
La verdad es que no tengo ningún amigo al que vaya a echar tremendamente de menos, excepto a Landon. Y puede que a Steph..., pero sobre todo a Landon.
—Pau, es para esto para lo que hemos estado trabajando tantos años, y mírate ahora. Mira lo que has conseguido en tan poco tiempo. Deberías sentirte orgullosa.
Sus palabras me sorprenden y mi mente se apresura a procesarlas.
—Gracias —consigo articular.
—Infórmame cuando te hayas instalado en Seattle para que vaya a verte, ya que no parece que tú vayas a venir a casa muy pronto —dice.
—Lo haré —respondo pasando por alto su tono áspero.
—Tengo que prepararme para irme a trabajar, ya hablaremos. Acuérdate de llamar a Noah.
—Sí, lo llamaré dentro de un par de horas.
Cuando cuelgo, un movimiento en el balcón llama mi atención y, al levantar la vista, veo a Pedro.
Ya se ha vestido con sus vaqueros y su camiseta negros de siempre. Va descalzo y tiene la mirada fija en mí.
—¿Quién era? —pregunta.
—Mi madre —contesto, y me llevo las rodillas al pecho sobre la silla.
—¿Para qué te ha llamado? —Agarra el respaldo de la silla vacía y la arrastra para acercarla a mí antes de sentarse.
—La he llamado yo —aclaro sin mirarlo.
—¿Qué hace aquí fuera mi teléfono?
Lo coge de mi regazo y lo comprueba.
—Necesitaba internet.
—Ah —dice como si no me creyera.
«Si no tiene nada que ocultar, ¿qué más le da?»
—¿De quién hablabas cuando has dicho que ibas a llamarlo? —pregunta sentándose en el borde del jacuzzi.
Lo miro a la cara.
—De Noah —respondo secamente.
Me observa con recelo.
—Y una mierda lo vas a llamar.
—Sí que lo voy a hacer.
—¿Qué tienes que hablar con él? —Apoya las manos en las rodillas y se inclina hacia adelante—. Nada.
—¿Así que tú puedes pasarte horas con otra persona y volver borracho, pero...?
—Es tu exnovio —me interrumpe.
—Y ¿cómo sé que esa chica no es una de tus exnovias?
—Porque yo no tengo exnovias, ¿recuerdas?
Resoplo con frustración; mi determinación previa ha desaparecido y estoy cabreándome de nuevo.
—Vale, pues una de tantas chicas con las que te has acostado, entonces. De todos modos —continúo en voz baja y clara—, tú no vas a decirme a quién puedo y a quién no puedo llamar. Sea mi exnovio o no.
—Creía que no estabas enfadada conmigo.
Suspiro apartando la mirada de sus penetrantes ojos verdes y dirigiéndola hacia el agua.
—Y no lo estoy. De verdad que no. Hiciste justo lo que esperaba que hicieras.
—¿Que es...?
—Huir durante horas y volver apestando a alcohol.
—Tú me dijiste que me marchara.
—Eso no es excusa para volver borracho.
—¡Ya estamos! —gruñe—. Sabía que no te estarías calladita como hiciste anoche.
—¿Calladita? ¿Lo ves? Ése es tu problema: esperas que me quede calladita. Y estoy harta.
—¿De qué? —Se inclina hacia mí y acerca el rostro demasiado al mío.
—De esto... —Agito la mano frenéticamente y me pongo de pie—. Estoy harta de todo esto. Vete y haz lo que te dé la real gana, pero búscate a otra que se quede aquí sentada mientras haces de las tuyas y que luego se quede calladita, porque yo no pienso seguir haciéndolo. —Le doy la espalda.
Se pone de pie y rodea mi brazo con los dedos para volverme suavemente.
—Para —ordena. Su enorme mano se extiende por mi cintura mientras la otra me sostiene del brazo. Pienso en marcharme, pero entonces me estrecha contra su pecho—. Deja de resistirte. No vas a ir a ninguna parte.
Aprieta los labios con firmeza y yo libero el brazo de un tirón.
—Suéltame y me sentaré —resoplo.
No quiero ceder, pero me niego a fastidiarles el viaje a los demás. Si voy al piso de abajo, Pedro me seguirá y acabaremos montando una buena delante de su familia.
Me suelta inmediatamente y yo me dejo caer en la silla de nuevo. Él se sienta delante de mí y me mira con expectación con los codos apoyados en los muslos.
—¿Qué? —espeto.
—¿Vas a dejarme? —susurra, y su pregunta suaviza ligeramente mi dura postura.
—Si te refieres a dejarte para irme a Seattle, sí.
—¿El lunes?
—Sí, el lunes. Ya hemos hablado de esto mil veces. Sé que estabas convencido de que tu sucia artimaña me disuadiría de hacerlo —declaro echando humo—, pero no es así, y nada de lo que hagas me lo impedirá.
—¿Nada? —Me mira a través de sus gruesas pestañas.
«Me casaré contigo», me dijo estando borracho. ¿Se refiere a eso ahora? Por mucho que quiera preguntárselo aquí y ahora, no puedo hacerlo. Creo que no estoy preparada para su sobria respuesta.
— Pedro, ¿qué hay en Seattle que quieres evitar a toda costa? —decido preguntarle en su lugar. Aparta la mirada de la mía.
—Nada importante.
— Pedro, te lo juro, como me estés ocultando algo, jamás volveré a hablarte —le aviso muy en serio—. Ya he tenido suficiente, de verdad.
—No es nada, Pau. Tengo algunos viejos amigos allí que no me apetece mucho ver porque forman parte de mi antigua vida.
—¿Tu antigua vida?
—Mi vida antes de conocerte: la bebida, las fiestas, follar con cualquier chica que se cruzara en mi camino —dice. Al ver mi gesto de dolor, farfulla—: Lo siento. —Pero continúa—: No hay ningún secreto, sólo malos recuerdos. Aunque ésa no es la razón por la que no quiero ir.
Espero a que llegue al fondo del asunto, pero no dice nada más.
—Vale, entonces dime cuál es, porque no lo entiendo.
Me mira a los ojos sin ninguna expresión en el rostro.
—¿Por qué necesitas una explicación? No quiero ir, y tampoco quiero que tú vayas sin mí.
—Esa explicación no me basta. Voy a ir —digo negando con la cabeza—. Y ¿sabes qué? Ya no quiero que vengas conmigo.
—¿Qué? —Su mirada se ensombrece.
—No quiero que vengas. —Me mantengo todo lo calmada que puedo y me levanto de la silla. Me siento orgullosa de ser capaz de estar manteniendo esta conversación sin gritar—. Has intentado fastidiarme esto. Éste ha sido mi sueño desde que tengo uso de razón, y tú has intentado fastidiármelo. Has convertido algo que debería estar deseando hacer en algo que apenas puedo soportar. Debería estar emocionada y dispuesta a marcharme a cumplir mis sueños, pero has conseguido que no tenga ningún sitio donde vivir y ningún sistema de apoyo en absoluto. Así que, no, no quiero que vengas.
Pedro abre y cierra la boca, se levanta y empieza a pasearse por el suelo entarimado.
—Tú... —comienza, pero se detiene como si estuviera reconsiderando sus pensamientos.
Pero con él las cosas nunca cambian, y decide ir por el camino más difícil.
—¿Sabes qué, Pau? Nadie quiere ir a Seattle excepto alguien como tú. ¿Quién cojones sueña con mudarse a Seattle en el puto estado de Washington? Qué gran ambición —ruge. Inspira hondo con violencia—. Y, por si se te había olvidado, yo soy el único motivo por el que tienes esa oportunidad, para empezar. ¿Quién te crees que consigue un contrato de prácticas en su primer año de universidad? ¡Nadie, joder! La mayoría las pasan canutas para conseguir uno incluso después de licenciarse.
—Eso no tiene nada que ver con el asunto que estamos discutiendo. —Pongo los ojos en blanco ante su desfachatez.
—Y ¿cuál es ese asunto, desagradecida de...?
Doy un paso hacia él y levanto la mano sin darme cuenta siquiera de lo que estoy haciendo.
Pero Pedro es demasiado rápido y me agarra de la muñeca, deteniéndome a unos centímetros de su mejilla.
—Ni se te ocurra —me advierte. Su voz es áspera, cargada de ira, y lamento que haya evitado que le dé una bofetada. Su aliento mentolado golpea mis mejillas mientras intenta controlar su temperamento.
«Adelante, Pedro », lo desafío mentalmente. No me intimida su respiración entrecortada ni sus insultos. Puedo devolvérselos con creces.
—No puedes hablarle así a la gente sin que haya consecuencias —digo en un tono grave que roza la amenaza.
—¿Consecuencias? —Me mira con ojos furiosos—. En mi vida no he conocido otra cosa.
Detesto que se atribuya el mérito de mis prácticas; detesto que tire cuando yo aflojo y tirar cuando afloja él; detesto que haga que me enfurezca tanto que quiera pegarle; y detesto sentir que pierdo el control de algo que no estoy segura de haber tenido. Lo miro. Su mano sigue sosteniendo mi muñeca con la presión justa como para evitar que intente golpearlo de nuevo, y parece herido, de un modo peligroso. Sus ojos reflejan desafío, y hace que se me caiga el alma a los pies.
Coloca mi mano sobre su pecho sin apartar los ojos de los míos y dice:
—Tú no sabes lo que son las consecuencias.
Luego se aleja de mí, aún con esa expresión en los ojos, y mi mano cae a mi costado.
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