Pau
—Hola Kim, soy Pau. Iba a...
—Adelante —me corta—. Ya le he dicho a Christian que seguramente no vendrías hoy.
—Siento pedírtelo. Yo...
—Pau, no pasa nada. Lo entendemos.
La sinceridad de su voz me hace sonreír a pesar de mi enfado con Pedro. Es agradable tener una amiga por fin. Me cuesta mucho aliviar la presión que siento en el pecho por la traición de Steph. Miro mi habitación temporal y me recuerdo a mí misma que estoy a horas de distancia de ella, del campus, de todos los amigos que pensaba que había hecho en mi primer trimestre en la facultad, todos falsos. Ésta es mi vida ahora. Mi sitio está en Seattle y no voy a tener que volver a ver nunca más a Steph ni a los demás.
—Muchísimas gracias —le digo.
—No tienes por qué dármelas. Sólo recuerda que todas las habitaciones principales de la casa están vigiladas —ríe Kimberly—. Estoy segura de que, tras el incidente del gimnasio, no se te olvidará.
Atravieso a Pedro con la mirada cuando entra en la habitación.
Su sonrisa expectante y la forma en la que esos vaqueros azules bajos se apoyan en sus caderas me distraen de las palabras de Kimberly. Tengo que esforzarme para recordar lo que me ha dicho hace unos segundos.
«¿El gimnasio? Ostras, no...» Se me hiela la sangre y Pedro viene directo hacia mí.
—Hum, sí —murmuro, levantando una mano para evitar que se acerque ni un poco más.
—Pásalo bien —añade Kimberly, y cuelga.
—¡Hay cámaras en el gimnasio! ¡Nos vieron! —le digo a Pedro aterrorizada.
Él se encoge de hombros como si no fuera nada importante.
—Las apagaron antes de poder ver nada.
—¡ Pedro! Saben que..., ya sabes, ¡en su gimnasio!
Mis manos vuelan frente a mí.
—¡Es terrible! —Me cubro la cara con ellas y Pedro me las aparta enseguida.
—No vieron nada. Ya he hablado con ellos. Tranquilízate. ¿No crees que me habría vuelto loco si sé que han visto algo?
Me relajo un poco. Tiene toda la razón, habría estado mucho más enfadado de lo que parece en este momento, pero eso no significa que me sienta totalmente humillada porque lo saben, aunque pararan la grabación a tiempo.
Pero, espera, ¿qué significa grabación aquí? Todo es digital. Podrían decir que apagaron las cámaras pero en realidad quedarse mirando todo el rato...
—Las imágenes... no están grabadas ni guardadas en ninguna parte, ¿verdad? —No puedo evitar preguntarlo. Dibujo con la yema del dedo la pequeña cruz tatuada en la mano de Pedro. Él baja la cabeza y me mira a la defensiva.
—¿Qué quieres decir con eso?
Las... viejas aficiones de Pedro reaparecen en mi mente.
—No quiero decir eso —digo rápidamente. Puede que demasiado rápido.
—¿Estás segura? —pregunta.
Veo cómo se le endurecen las facciones y sus ojos se llenan de culpa.
—Ya, y ¿cómo sabes lo que me preocupa que estuvieras pensando si no lo has pensado ya por ti misma?
—No —le aseguro, y acorto el espacio que hay entre nosotros.
—No, ¿qué? —inquiere.
Puedo leer sus pensamientos en este momento, puedo verlo revivir las horribles cosas que hizo.
—No hagas eso, no vuelvas ahí.
—No puedo evitarlo.
Se frota la cara con la mano de forma lenta y enajenada.
—¿Es eso lo que pensabas? ¿Que sabía lo de la grabación y que les dejé verla?
—¿Qué? ¡No! Nunca pensaría eso —le digo sinceramente—. Sólo he conectado la grabación del gimnasio con lo que pasó antes de que dijeras nada. Ha sido pura paranoia mía. »Tan sólo me lo recordó: en ningún momento pensé que lo estuvieras haciendo ahora. —Le agarro el andrajoso cuello de la camiseta negra—. Sé que no le enseñarías a nadie una cinta mía. —Lo miro a los ojos, obligándolo a que me crea.
—Si alguna vez alguien te hiciera algo así... —Hace una larga pausa y respira hondo—. No sé lo que le haría, aunque fuera Vance —admite.
El temperamento de Pedro es algo a lo que me he acostumbrado de sobra en los últimos meses. Me pongo de puntillas para poder mirarlo a los ojos.
—Eso no va a suceder.
—Pero estuvo a punto de suceder algo terrible la semana pasada con Steph y Dan.
Un escalofrío hace que le tiemblen los hombros y yo busco desesperadamente las palabras justas para sacarlo de ese oscuro lugar.
—No pasó nada —replico.
Lo irónico de ser yo la que lo consuele cuando el trauma es en realidad algo que me ocurrió a mí no es algo nuevo; pero este intercambio de papeles revela la verdadera naturaleza de nuestra relación y la necesidad de Pedro de culparse por cosas que no puede controlar. Igual que con su madre, igual que conmigo. Ahora lo veo.
—Si hubiera estado dentro de ti...
Esas palabras traen imágenes vagas de recuerdos de aquella noche, imágenes de los dedos de Dan subiendo por mi pantorrilla, de Steph quitándome el vestido.
—No quiero hablar de hipótesis.
Me pego a él y a sus brazos rodeándome la cintura, aprisionándome, protegiéndome de los malos recuerdos y de las amenazas inexistentes.
Frunce el ceño.
—Apenas hablamos de ello.
—No quiero hacerlo —contesto—. Ya hablamos lo suficiente en casa de mi madre y no es así como quiero pasar el día libre que he conseguido.
Le regalo la mejor de mis sonrisas intentando sin éxito aliviar la tensión.
—No soportaría que alguien te hiciera daño así. No soporto la idea de que te violara. Hace que me entren ganas de asesinar: lo veo todo rojo. No puedo con ello. —La expresión de enfado de Pedro no se ha relajado, tan sólo se ha visto intensificada. Sus ojos verdes atraviesan los míos, y sus rudas manos me aprisionan las caderas.
—Entonces será mejor que no hablemos de ello. Quiero que intentes olvidarlo, como he hecho yo. —Le acaricio la espalda, suplicándole con suavidad que lo olvide todo. No nos hará ningún bien a ninguno de los dos seguir siempre con lo mismo. Fue tremendo y asqueroso, pero no estoy dispuesta a permitir que me controle—. Te quiero. Te quiero con locura.
Su boca envuelve la mía, y enredo mis brazos en los suyos, acercándolo a mí. Cuando paramos para coger aliento, digo:
—Céntrate en mí, Pedro. Sólo en m...
Me interrumpe la presión de su boca en la mía de nuevo, poseyéndome, demostrándome su compromiso conmigo y con él mismo. Su lengua dura se abre paso entre mis labios para acariciar la mía. Las yemas de sus dedos se clavan aún más en mis caderas y me hacen gemir cuando se deslizan por mi barriga y hasta mi pecho. Me agarra las tetas y yo me pego con más fuerza a su cuerpo, llenando sus ávidas manos.
—Demuéstrame que soy el único —susurra en mi boca, y yo sé exactamente lo que quiere, lo que necesita.
Me pongo de rodillas frente a él y tiro del único botón de sus vaqueros. La cremallera resulta ser más problemática, y por un momento considero arrancar las costuras y destrozarlo todo. Sin embargo, no puedo permitirme tal cosa, más que nada por lo bueno que está con estos vaqueros azules. Lentamente, rozo con los dedos el vello fino que lleva desde su ombligo hasta la goma de su bóxer, y él gime impaciente.
—Por favor —me suplica—, no seas cruel.
Asiento y le bajo los calzoncillos hasta los tobillos sobre los vaqueros. Pedro vuelve a gemir, esta vez más fuerte, más primitivo, y yo lo cojo con la boca. Los movimientos lentos y rápidos de mi lengua dicen las cosas que intento que se graben en su mente paranoica, asegurándole que estos actos de placer son distintos de cualquier cosa que pudiese obligarme a traer a alguien.
Lo quiero. Me doy cuenta de que lo que estoy haciendo tal vez no sea la forma más sana de atajar su enfado y su preocupación, pero mis ansias de él son más fuertes que mi subconsciente, que, en este momento, balancea con suficiencia un libro de autoayuda en mis narices.
—Me vuelve loco ser el único hombre que ha poseído tu boca —dice, y gime cuando uso una mano para coger lo que mi boca no puede—. Esos labios sólo me han agarrado a mí.
Un rápido movimiento de sus caderas me provoca una arcada y él recorre mi frente con el pulgar.
—Mírame —me ordena.
Y yo obedezco encantada. Estoy disfrutando de esto tanto como él. Siempre lo hago. Me encanta ver cómo cierra los ojos con cada caricia de mi lengua. Me encanta cómo gime y gruñe cuando succiono con más fuerza.
—Joder, sabes exactamente...
Echa la cabeza atrás y siento cómo los músculos de sus piernas se contraen bajo mi mano, que he apoyado en él para mantener el equilibrio.
—Soy el único hombre frente al que te pondrás de rodillas...
Aprieto los muslos para aliviar un poco la tensión que sus obscenas palabras están provocando en mí. Pedro se apoya con una mano en la pared mientras mi boca lo acerca cada vez más y más al clímax. No aparto la mirada de la suya, algo que sé que lo vuelve completamente loco, mientras disfruto dándole placer. Su mano libre va de encima de mi cabeza a mi boca, recorre con la yema de su pulgar mi labio superior y lo mete y lo saca de mi boca a un ritmo cada vez más frenético.
—Joder, Pau.
Su cuerpo se tensa mientras me dice lo mucho que le gusta, lo mucho que me quiere, cuando está a punto de correrse.
Me la como entera, gimiendo mientras me llena la boca... y él gime, vaciándose en mi lengua. Sigo chupando, sacándole cada gota de leche mientras él me acaricia la mejilla con el pulgar.
Me abandono a su roce, gozando de su ternura, y me ayuda a levantarme con delicadeza. Ya de pie junto a él me rodea con sus brazos, estrechándome en un gesto íntimo que casi me abruma.
—Siento haber sacado toda esa mierda —susurra contra mi pelo.
—Shhh... —susurro yo a mi vez, puesto que no quiero volver a esa oscura conversación que hemos dejado minutos atrás.
—Inclínate sobre la cama —me dice entonces.
Me cuesta un poco procesar sus palabras, pero no me da la posibilidad de responder antes de que me empuje suavemente poniendo la palma de la mano en la parte baja de mi espalda, guiándome así al borde del colchón. Me agarra los muslos y me sube la falda hasta que mi trasero queda al descubierto para él.
Lo deseo tanto que me duele físicamente, un dolor que sólo él puede calmar. Cuando me muevo para quitarme los zapatos, vuelve a presionar mi espalda con la palma de la mano.
—No, déjatelos puestos —gruñe.
Gimo cuando me aparta las bragas y me mete un dedo. Se acerca más, sus piernas casi tocando las mías, su polla rozando con suavidad mis muslos.
—Es tan jugoso, nena, y está tan calentito. —Añade otro dedo, y yo gimo, apoyando todo mi peso en los codos, sobre el colchón. Arqueo la espalda cuando encuentra el ritmo, introduciéndose en mí de manera constante, metiendo y sacando sus largos dedos—. Haces unos ruiditos tan sexis, Pau —dice, y pega su cuerpo al mío, de manera que noto su polla dura contra mí.
—Por favor, Pedro. —Gimo, ahora lo necesito. En cuestión de segundos me sacia como sólo él me sabe saciar y como nunca lo hará nadie. Lo deseo, pero eso no es nada en comparación con el amor incontenible, absorbente, conturbador que siento por él, y en el fondo (en ese fondo que sólo él y yo podemos ver) sé que él siempre será el único.
Más tarde, tumbados en la cama, Pedro gimotea «No quiero irme», y en un gesto muy poco propio de él, hunde la cabeza en mi hombro y me rodea con los brazos y las piernas.
Su pelo grueso me hace cosquillas. Intento peinarlo con los dedos, pero es simplemente demasiado.
—Necesito un corte de pelo —anuncia como si respondiera a mis pensamientos.
—A mí me gusta así —digo acariciando los mechones húmedos.
—Si no fuera así, no me lo dirías —me reta.
Tiene razón, pero sólo porque no me imagino un solo corte de pelo que no le sentara bien. De todas formas, resulta que me encanta cómo lo lleva ahora.
—Tu teléfono vuelve a sonar —le advierto, y él levanta la cabeza para mirarme—. Podría estar pasándole algo malo a mi padre. Estoy haciendo lo que puedo para no volverme loca y de verdad quiero confiar en ti, así que, por favor, contesta —le suelto de golpe.
—Si le pasa algo a tu padre, Landon puede ocuparse de ello, Pau.
— Pedro, sabes lo difícil que es para mí, ¿verdad?
—Pau —dice para acallarme, pero entonces se pone en pie y coge el móvil del escritorio—. ¿Ves? Es mi madre.
Levanta la pantalla para que pueda ver el nombre de Trish desde allí. Me encantaría que me hiciera caso y cambiara el contacto a «Mamá» en su teléfono, pero no quiere. Lo que me recuerda a mí misma.
—¡Contesta! —lo apremio—. Podría ser una emergencia.
Me levanto de la cama e intento quitarle el móvil, pero él es muy rápido.
—Está bien. Lleva dándome por saco toda la mañana.
Pedro sostiene el móvil en alto, sobre mi cabeza.
—¿Y eso? —le pregunto y lo veo apagar el teléfono.
—Nada importante. Ya sabes lo pesada que puede ser —dice.
—No es pesada —replico en defensa de Trish. Es muy dulce y me encanta su sentido del humor.
Algo que no le vendría mal a su hijo.
—Tú eres igual de pesada que ella, sabía que dirías eso.
Sonríe. Sus largos dedos me colocan el pelo detrás de las orejas. Lo miro mal en broma.
—Estás siendo terriblemente encantador hoy. Sin contar que acabas de llamarme pesada, claro.
No me quejo, pero teniendo en cuenta nuestro historial, me temo que este comportamiento terminará en cuanto termine nuestro maravilloso fin de semana.
—¿Preferirías que fuera un cabrón? —replica levantando una ceja.
Sonrío, disfrutando de su comportamiento juguetón, no importa lo poco que dure.
buenísimos, me parece que pronto explota una bomba
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