Pau
—Parece que voy a pasarme todo el día escribiendo notas de agradecimiento para los invitados que anoche hicieron que la inauguración del club fuera todo un éxito —dice Kimberly con una sonrisa irónica mientras me saluda agitando un sobre en el aire cuando entro en la cocina—. ¿Qué tienes pensado hacer hoy?
Echo una ojeada al montón de tarjetas que ya ha escrito y a la pila en la que sigue trabajando y me pregunto cuánto habrá invertido Christian en sus negocios si toda esa gente a la que están escribiendo son algún tipo de «socios». Sólo el tamaño de esta casa debe de significar que tiene más empresas en marcha además de la editorial y un club de jazz.
—No lo sé. Cuando Pedro salga de la ducha, veremos —le digo, y dejo un montón de sobres nuevos sobre la encimera de granito.
He tenido que obligar a Pedro a entrar en el baño y a darse una ducha solo, seguía enfadado por no haberlo dejado entrar mientras yo me daba la mía. Por muchas veces que he intentado explicarle lo incómodo que sería si los Vance supieran que nos estamos duchando juntos en su casa, él insistía en mirarme raro y responder que hemos hecho cosas mucho peores en su casa que ducharnos juntos en las pasadas doce horas.
He aguantado el tipo a pesar de sus súplicas. Lo que sucedió en el gimnasio fue lujuria pura y sin premeditación alguna. Y no pasa nada porque hiciéramos el amor en mi cuarto porque de momento es mi habitación y soy una adulta que mantiene relaciones sexuales consentidas con mi..., con lo que quiera que sea Pedro mío ahora mismo. Sin embargo, lo de la ducha lo siento de otra forma.
Con lo cabezota que es Pedro, seguía sin estar de acuerdo, por lo que he acabado pidiéndole que me trajera un vaso de agua de la cocina. He hecho pucheros y ha picado.
En cuanto se ha ido de la habitación he corrido por el pasillo hasta el baño, he cerrado la puerta con pestillo al entrar y lo he ignorado cuando ha empezado a pedirme enfadado que lo dejara entrar.
—Tendrías que pedirle que te lleve a hacer turismo —me dice Kimberly—. Tal vez sumergiros en la cultura de la ciudad lo ayude a decidirse a venir a vivir aquí contigo.
En estos momentos no quiero enfrentarme a semejante conversación.
—Pues... Sasha me pareció simpática —le digo en un intento no muy encubierto de desviar la conversación de mis problemas de pareja.
—¿Sasha? ¿Simpática? Tampoco tanto —dice Kimberly con un resoplido.
—Sabe que Max está casado, ¿verdad?
—Claro que lo sabe. —Se humedece los labios—. Y ¿acaso le importa? No, en absoluto.
Le gusta su dinero y las joyas caras que recibe al verse con él. No podrían importarle menos su mujer y su hija.
El tono de desaprobación de Kim es duro, y me alivia saber que estamos de acuerdo en este asunto.
—Max es un capullo, pero me sigue sorprendiendo que tenga el valor de llevarla a donde puedan verlo con ella. O sea, ¡¿es que le da igual si Denise o Lillian se enteran?!
—Sospecho que Denise ya lo sabe. Con un tío como Max, habrá habido muchas otras Sashas a lo largo de los años, y la pobre Lillian ya desprecia a su padre, así que dudo que el hecho de saberlo cambie nada.
—Es tan triste... Están casados desde la universidad, ¿no?
No sé cuánto sabe Kimberly de Max y su familia, pero dada la forma en la que habla, creo que no es poco.
—Se casaron justo al terminar, fue un escándalo de miedo.
Los ojos de Kimberly se iluminan por el ansia de contarles a mis ignorantes oídos una historia tan suculenta.
—Al parecer, a Max le habían concertado matrimonio con otra, una mujer cuya familia era amiga de la suya. Era básicamente un acuerdo de negocios. El padre de Max viene de una familia adinerada, creo que ésa es en parte la razón por la que Max es tan gilipollas. A Denise se le partió el corazón cuando él le contó sus planes para casarse con otra mujer.
Kimberly habla como si ella hubiera estado presente de verdad cuando sucedió y no como si fuera un cotilleo. Sin embargo, tal vez sea así como son siempre los cotilleos.
Bebe un trago de agua antes de continuar.
—El caso es que, tras la graduación, Max se rebeló contra su padre y dejó a la mujer literalmente plantada en el altar. El mismo día de la boda, apareció en casa de Trish y Ken con su esmoquin y esperó en la puerta hasta que Denise salió. Aquella misma noche, los cinco sobornaron a un sacerdote con una botella de whisky de marca y el poco dinero que llevaban en los bolsillos. Denise y Max se casaron justo antes de la medianoche, y ella se quedó embarazada de Lillian semanas más tarde.
A mi mente le cuesta imaginarse a Max como un joven enamorado corriendo por las calles de Londres en esmoquin buscando a la mujer que amaba. La misma mujer a la que ahora traiciona una vez tras otra llevándose a la cama a tías como Sasha.
—No pretendo entrometerme, pero la... de Christian... —no sé cómo llamarla—, quiero decir, la madre de Smith, ¿estaba...?
Con una sonrisa comprensiva, Kimberly acaba con mi absurdo tartamudeo.
—Rose apareció años más tarde. Christian siempre fue el quinto mosquetero entre las dos parejas. Una vez él y Ken dejaron de hablarse y Christian volvió a Estados Unidos..., entonces fue cuando conoció a Rose.
—¿Cuánto tiempo estuvieron casados?
Miro a Kimberly buscando alguna señal de incomodidad. No quiero entrometerme, pero no puedo evitar sentirme fascinada por la historia de este grupo de amigos. Espero que Kimberly me conozca lo bastante bien como para no sorprenderse de la cantidad de preguntas que estoy deseando hacer.
—Sólo dos años. Llevaban saliendo no más que unos meses cuando ella se puso enferma. —Se le rompe la voz y traga saliva, con los ojos llenos de lágrimas—. Se casó con ella de todas formas..., la llevó al altar... Su padre, en silla de ruedas..., insistió en hacerlo. A medio camino del altar, Christian se acercó y acabó de llevarla él mismo.
Kimberly rompe a llorar y yo me seco las lágrimas que caen de mis ojos.
—Lo siento —dice con una sonrisa—. Hacía mucho tiempo que no contaba esta historia, ¡y me emociona tanto!
Se inclina sobre la encimera para coger un puñado de pañuelos de papel de una caja y me tiende uno.
—El simple hecho de pensar en ello me demuestra que, tras esa insolencia y esa mente brillante, hay un hombre increíblemente cariñoso.
Me mira y luego mira de nuevo los montones de sobres.
—Mierda, ¡he mojado las tarjetas con las lágrimas! —exclama, y se repone rápidamente.
Me gustaría preguntarle más cosas sobre Rose y Smith, Ken y Trish en su época universitaria, pero no deseo forzarla.
—Quería a Rose y ella lo curó, incluso cuando se estaba muriendo. Él sólo había amado a una mujer en toda su vida y ella consiguió romper esa barrera.
La historia, por bonita que sea, no hace sino confundirme más. ¿Quién era esta mujer a la que Christian amó? Y ¿por qué necesitó curarse después?
Kimberly se suena la nariz y levanta la vista. Yo vuelvo la cabeza hacia la puerta, donde Pedro nos mira raro a Kimberly y a mí, tratando de entender la escena que se desarrolla en la cocina.
—Bueno, es obvio que llego en mal momento —dice.
No puedo evitar sonreír pensando en la pinta que debemos de tener, llorando sin motivo aparente, con dos enormes montones de sobres frente a nosotras sobre la encimera.
Pedro tiene el pelo húmedo de la ducha y está recién afeitado. Está guapísimo con una camiseta negra lisa y unos vaqueros. En los pies no lleva nada más que los calcetines y su expresión es de recelo cuando me hace señas para que me acerque.
—¿Os esperamos para cenar esta noche? —pregunta Kimberly mientras cruzo la habitación para ir junto a él.
—Sí —digo.
—No —responde Pedro al mismo tiempo.
Kim se ríe y sacude la cabeza.
—Bueno, mandadme un mensaje cuando os pongáis de acuerdo.
Minutos más tarde, cuando Pedro y yo llegamos a la puerta principal, Christian aparece de repente de una habitación cercana con una gran sonrisa.
—Fuera hace un frío que pela. ¿Dónde está tu abrigo, jovencito?
—Primero, no necesito un abrigo. Segundo, no me llames jovencito —replica Pedro poniendo los ojos en blanco.
Christian saca un abrigo gordo azul marino del armario que hay junto a la puerta.
—Toma, póntelo. Es como una maldita estufa por dentro y por fuera.
—Ni hablar —se mofa Pedro, y yo no puedo evitar reírme.
—No seas idiota, fuera estamos a siete bajo cero. Puede que tu dama te necesite para no pasar frío.
Christian lo pica y Pedro evalúa mi jersey morado grueso, mi abrigo morado y mi gorro también morado, del que no ha dejado de burlarse desde que me lo he puesto. Me puse eso mismo la noche que me llevó a patinar sobre hielo y aquel día hizo igual. Hay cosas que nunca cambian.
—Vale —gruñe Pedro, y mete sus largos brazos en las mangas del abrigo.
No me sorprende comprobar que no le queda mal, incluso los grandes botones de color bronce que lleva la chaqueta en la parte delantera adquieren un toque masculino al mezclarse con el estilo simple de Pedro. Sus nuevos vaqueros, que cada vez me gustan más, y su camiseta negra lisa, sus botas negras y ahora el abrigo hacen que parezca recién sacado de las páginas de alguna revista. Es injusto que esté perfecto sin hacer el más mínimo esfuerzo.
—¿Qué miras tanto? —me suelta.
Doy un saltito al oírlo. A cambio, recibo una sonrisa y una mano caliente coge la mía.
Justo en ese momento, Kimberly corre por el pasillo hasta el recibidor, seguida de Smith gritando:
—¡Esperad! Smith quiere pediros algo.
Baja la cabeza para mirar a su futuro hijastro con una sonrisa afectuosa.
—Adelante, cariño.
El niño rubio mira directamente a Pedro.
—¿Podemos hacerte una foto para lo de mi cole?
—¿Qué?
Pedro palidece un poco y me mira. Sé lo que siente respecto a que le hagan fotos.
—Es una especie de collage que está haciendo. Dice que también quiere una foto tuya —le explica Kimberly a Pedro, y yo lo miro suplicándole para que no le niegue eso a un niño que claramente lo idolatra.
—Hum..., claro —dice al final. Gira sobre los talones y mira a Smith—. ¿Pau también puede salir en la foto?
—Supongo —contesta el crío encogiéndose de hombros.
Le sonrío pero no parece darse cuenta. Pedro me mira como diciendo «Le gusto más que tú y ni siquiera tengo que intentarlo», y yo le doy un discreto codazo mientras nos dirigimos al salón. Me quito el gorro y uso la goma que llevo en la muñeca para recogerme el pelo para la foto. La belleza de Pedro es tan poco forzada y natural que lo único que tiene que hacer para estar perfecto es quedarse de pie con el ceño fruncido por lo incómodo de la situación.
—La haré rápido —dice Kimberly.
Pedro se acerca más a mí y me rodea la cintura con un brazo perezoso. Dibujo mi mejor sonrisa mientras él intenta sonreír sin enseñar los dientes. Le doy un empujoncito y su sonrisa aparece justo a tiempo para que Kimberly haga la foto.
—Gracias —dice, y veo que está satisfecha de verdad.
—Vamos —me apremia Pedro, y yo asiento y le digo adiós con la mano a Smith antes de seguirlo por el pasillo hasta la puerta principal.
—Ha sido muy amable por tu parte —comento.
—Lo que tú digas.
Sonríe y cubre mi boca con la suya. Entonces oigo el suave clic de una cámara y me aparto de él para ver a Kimberly de nuevo con la cámara en las manos. Pedro gira la cara para esconderla en mi pelo y ella hace otra foto.
—Basta ya —gruñe, y me arrastra hacia fuera de la casa—. Pero ¿qué le pasa a esta familia con los vídeos y las fotos? —murmura, y cierra la puerta de golpe tras de mí.
—¿Vídeos? —inquiero.
—Da igual.
El aire frío nos golpea y yo me suelto rápidamente el pelo y vuelvo a ponerme el gorro.
—Primero iremos a buscar tu coche y haremos que le cambien el aceite —dice Pedro por encima del rugido del viento.
Meto la mano en el bolsillo del abrigo para buscar las llaves y dárselas, pero él sacude la cabeza y balancea su llavero delante de mi cara. Ahora lleva una llave con una goma verde que me suena. —No te llevaste la llave cuando dejaste todos tus regalos —me dice.
—Ah...
Mi mente se llena con el recuerdo de haber dejado mis posesiones más preciadas en una pila sobre la cama que solíamos compartir.
—Me gustaría recuperar todas esas cosas pronto, si es posible.
Pedro se sube al coche sin mirarme siquiera.
—Hum, sí. Claro —murmura.
Una vez dentro del coche, pone la calefacción a tope y alarga el brazo para cogerme la mano. Apoya la mano y la mía en mi pantorrilla y sus dedos resiguen con precisión el lugar donde solía llevar la pulsera en mi muñeca.
—No me gusta que la dejaras allí... Debería estar aquí —dice presionando la base de mi muñeca.
—Lo sé. —Mi voz es apenas un susurro.
Echo de menos esa pulsera todos los días, y también mi libro electrónico. Además, quiero recuperar la carta que me escribió para leerla una y otra vez.
—Tal vez puedas traerla cuando vuelvas el próximo fin de semana —digo esperanzada.
—Claro —asiente, pero sus ojos siguen fijos en la carretera.
—¿Por qué hay que hacer un cambio de aceite? —le pregunto.
Llegamos al final del sendero de entrada y tomamos la calle residencial.
—Lo necesitas —responde señalando la pegatina del parabrisas.
—Vale...
—¿Qué? —Me mira enfadado.
—Nada, es un poco raro llevar el coche de alguien a que le cambien el aceite.
—He sido el único que ha llevado durante meses tu coche a que le cambien el aceite, ¿por qué tendría que sorprenderte ahora?
Tiene razón, siempre es el que se encarga de cualquier tipo de mantenimiento que pueda necesitar y a veces sospecho que es un paranoico y arregla o cambia cosas sin que sea necesario.
—No sé. Supongo que se me olvida que a veces éramos una pareja normal —admito moviéndome inquieta en mi asiento.
—Explícate.
—Cuesta recordar las cosas pequeñas y normales como cambiar el aceite del coche o la vez que me dejaste hacerte una trenza —sonrío al recordarlo—, cuando siempre parecía que estuviéramos atravesando alguna especie de crisis.
—Primero —sonríe—, no vuelvas a mencionar el tema de la trenza. Sabes perfectamente que la única razón por la que dejé que lo hicieras fue porque me sobornaste con unas galletas. —Me aprieta la pierna con cariño y siento una oleada de calor bajo la piel—. Y, segundo, supongo que en parte tienes razón. Sería genial que tus recuerdos no estuvieran empañados por mi costumbre de joderlo todo siempre.
—No eres sólo tú, ambos cometemos errores —lo corrijo.
Los errores de Pedro suelen causar muchos más daños que los míos, pero yo tampoco soy inocente. Tenemos que dejar de culparnos a nosotros mismos o al otro e intentar llegar a alguna especie de punto medio juntos. Y eso es imposible si Pedro no deja de fustigarse por cada error que cometió en el pasado. Tiene que encontrar la forma de perdonarse a sí mismo... y así poder avanzar y ser la persona que de verdad quiere ser.
—Tú no hiciste nada —me replica.
—En lugar de estar discutiendo por quién cometió errores y quién no, vamos a decidir qué vamos a hacer hoy cuando le hayamos cambiado el aceite al coche.
—Tendrás un iPhone —dice.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no quiero un iPhone? —gruño.
Mi teléfono es lento, sí, pero los iPhone son caros y complicados, dos cosas que no puedo permitirme ahora mismo en mi vida.
—Todo el mundo quiere un iPhone. Sólo eres una de esas que no quieren rendirse a la moda. —Me mira y veo cómo sus hoyuelos se marcan con malicia—. Por eso seguías llevando faldas largas en la facultad.
Lo que acaba de decir le parece tronchante, y el coche se llena con su risa.
—De todas formas, no puedo permitirme uno ahora —replico imitando su forma de fruncir el ceño —. Tengo que ahorrar para alquilar un apartamento y hacer la compra. Ya sabes..., necesidades —digo poniendo los ojos en blanco para quitarle hierro.
—Imagina todo lo que podríamos hacer si tú también tuvieras un iPhone. Tendríamos aún más formas de comunicarnos y, además, sabes que te lo voy a comprar yo, así que no vuelvas a hablar de dinero.
—Lo que me imagino es que podrías rastrear mi teléfono para saber adónde voy —lo pico, ignorando su necesidad incontrolable de comprarme cosas.
—No, pero podríamos hacer videochats.
—Y ¿por qué tendríamos que hacer eso?
Me mira como si me hubieran salido dos ojos más y sacude la cabeza.
—Imagínate poder verme todos los días en la brillante pantalla de tu nuevo iPhone.
Inmediatamente me vienen a la cabeza imágenes de sexo telefónico y videochats y recorro mentalmente, avergonzada, fotos de Pedro tocándose a sí mismo frente a la pantalla. ¿Se puede saber qué me pasa?
Me arden las mejillas y no puedo evitar echarle una mirada a su entrepierna.
Con un dedo bajo mi barbilla, Pedro me levanta la cabeza para que lo mire.
—Estabas pensando en ello..., en todas las guarradas que podría hacerte vía iPhone.
—No, qué va —miento.
Con cabezonería, me niego con todas mis fuerzas a cambiar de móvil, así que hablo de otra cosa.
—La oficina nueva es muy agradable..., tiene unas vistas increíbles —digo.
—¿Ah, sí? —El tono de Pedro se ha apagado de repente.
—Sí, y las vistas desde el comedor del personal son aún mejores. El despacho de Trevor tiene... — Me interrumpo a mitad de frase pero es demasiado tarde. Pedro me está mirando fijamente, esperando a que la termine.
—No, no. Continúa.
—El despacho de Trevor es el que tiene las mejores vistas —digo, y mi voz suena mucho más clara y firme de lo que siento en mi interior.
—¿Puedo saber con qué frecuencia vas a su despacho, Pau? —Los ojos de Pedro van de mí a la carretera.
—He estado dos veces esta semana. Comimos juntos.
—¡¿Cómo?! —me espeta.
Sabía que tendría que haber esperado hasta después de cenar para sacar el tema de Trevor. O mejor, ni sacarlo. Ni siquiera debería haberlo mencionado.
—Suelo comer con él —admito.
Por desgracia para mí, en ese momento mi coche se para en un semáforo, lo que no me deja otra alternativa que aguantar la mirada de Pedro.
—¿Cada día?
—Sí...
—Y ¿hay algún motivo?
—Es la única persona que conozco que tiene el mismo horario para comer que yo. Kimberly está tan liada ayudando a Christian que ni siquiera hace una pausa al mediodía —digo moviendo las manos delante de la cara para ayudar en mi explicación.
—Pues que te cambien la hora de comer.
El semáforo se pone en verde, pero Pedro no pisa el acelerador hasta que se oye un claxon impaciente detrás de nosotros entre el tráfico.
—No voy a cambiar la hora de comer. Trevor es un compañero de trabajo, eso es todo.
—Bueno —exhala—, preferiría que no comieras con el jodido Trevor. No lo soporto.
Riendo, bajo las manos a mi regazo y apoyo una de ellas sobre la de Pedro.
—Tus celos son irracionales —repongo—; no tengo a nadie más con quien comer, sobre todo cuando las otras dos chicas con las que comparto la hora de la comida llevan toda la semana siendo crueles conmigo.
Me mira de reojo mientras cambia de carril con suavidad.
—¿Qué quieres decir con que han sido crueles contigo?
—No han sido exactamente crueles. No sé, tal vez sólo sea una paranoia mía.
—¿Qué ha pasado? Dime —me insta.
—No es nada grave, sólo tengo el presentimiento de que no les gusto por algún motivo.
Siempre las pillo riendo o cuchicheando mientras me miran. Trevor dice que les gusta cotillear, y juro que las he oído decir algo acerca de cómo he conseguido el trabajo.
—Y ¿qué dijeron? —pregunta Pedro enfadado. Tiene los nudillos blancos de la fuerza con la que agarra el volante.
—Hicieron un comentario, algo así como «Ya sabemos cómo ha conseguido el trabajo».
—Y ¿les has dicho algo? ¿O a Christian?
—No, no deseo causar problemas. Sólo llevo allí una semana y no quiero ir de acusica como si fuera una niña pequeña.
—Y una mierda. O les dices a esas tías que te dejen en paz o yo mismo hablaré con Christian. ¿Cómo se llaman? Puede que las conozca.
—Tampoco es para tanto —le digo intentando desactivar la bomba que sin duda yo misma he activado—. En todas las oficinas hay un grupito de mujeres malintencionadas. Lo único que pasa es que las que hay en la mía se han fijado en mí. No quiero hacer una montaña de esto, sólo quiero integrarme y tal vez hacer amigos.
—Cosa que no creo que ocurra si sigues dejando que actúen como arpías o pasando todo el rato con el puto Trevor —replica él. Se humedece los labios y respira hondo.
Yo también respiro hondo y lo miro, debatiéndome entre defender a Trevor o no.
«A la mierda.»
—Trevor es la única persona allí que se esfuerza en ser amable conmigo y ya lo conozco —digo—. Por eso como con él.
Miro por la ventanilla y veo cómo pasa mi ciudad preferida mientras espero que la bomba explote.
Cuando Pedro no contesta, lo observo y mira fijamente la carretera como si la atravesara; luego añado:
—Echo mucho de menos a Landon.
—Él también a ti. Y también tu padre. Suspiro.
—Quiero saber cómo está, pero si hago una pregunta, haré treinta —digo—. Ya sabes cómo soy.
La preocupación estalla en mi pecho y hago todo lo que puedo para contenerla e ignorarla y que desaparezca.
—Claro que lo sé, y por eso no las responderé —contesta Pedro.
—¿Cómo está Karen? ¿Y tu padre? ¿Es triste que los eche de menos más a ellos que a mis propios padres? —le pregunto.
—No, teniendo en cuenta quiénes son tus padres. —Arruga la nariz—. Y, respondiendo a tu pregunta, están bien, supongo. No les presto mucha atención.
—Espero que pronto esto empiece a parecerse a mi hogar —digo sin pensar al tiempo que me hundo en mi asiento de piel.
—No parece que de momento te guste mucho Seattle; ¿qué estás haciendo aquí entonces?
Pedro mete mi coche en el aparcamiento de un pequeño edificio. En la entrada hay un gran letrero amarillo que afirma que hacen cambios de aceite en quince minutos y que el servicio es muy amable.
No sé qué responderle. Tengo miedo de compartir con Pedro mis miedos y mis dudas sobre lo que acabo de hacer. No porque no confíe en él, sino porque no quiero que él los use como algo con lo que obligarme a dejar Seattle. No me iría mal un discurso motivacional ahora mismo, pero prefiero el silencio al «Te lo dije» que seguramente me diría él.
—No es que no me guste —le explico—, es que todavía no me he acostumbrado. Sólo ha pasado una semana del traslado y a lo que estoy acostumbrada es a mi antigua rutina, a Landon y a ti.
—Me pondré a la cola y te veo dentro —dice Pedro sin mediar palabra sobre mi respuesta.
Asiento, bajo del coche y en el frío me apresuro a entrar en el pequeño taller. El olor a goma quemada y a café rancio llenan la sala de espera. Me quedo mirando una foto enmarcada de un coche antiguo cuando noto la mano de Pedro posarse en la parte baja de mi espalda.
—No deberían tardar mucho.
Me coge de la mano y me lleva al polvoriento sofá de piel en el centro de la sala.
Veinte minutos más tarde, está de pie y camina de aquí para allá sobre el suelo de baldosas blancas y negras. Entonces suena una campanilla en la sala que anuncia que alguien ha entrado.
—En el cartel pone que tardan quince minutos —le espeta Pedro al chico del mono de trabajo manchado de aceite.
—Sí, así es —replica él encogiéndose de hombros. Se le cae sobre el mostrador el cigarrillo que lleva detrás de la oreja y se apresura a recogerlo con las manos enguantadas.
—¿Me estás tomando el pelo? —gruñe Pedro; su paciencia está llegando al límite.
—Ya casi está —le asegura el mecánico antes de salir de la sala tan de repente como ha entrado. No lo culpo.
Me doy la vuelta hacia Pedro y me pongo en pie.
—No pasa nada, no tenemos prisa.
—Está echando a perder mi tiempo contigo. Tengo menos de veinticuatro horas para pasar contigo y él me las está haciendo perder, joder.
—Tranquilo.
Cruzo el suelo de baldosas y me quedo de pie frente a él.
—Estamos juntos —le digo.
Meto las manos en los bolsillos del abrigo de Christian y Pedro aprieta los labios para evitar que su ceño fruncido acabe en una sonrisa.
—Si no han acabado dentro de diez minutos, no pienso pagar por esta mierda —amenaza.
Yo lo miro sacudiendo la cabeza y luego la hundo en su pecho.
—Y no le pidas disculpas a ese tío por mí —añade. Pone el pulgar debajo de mi barbilla y me levanta la cara para mirarme a los ojos—. Sé que pensabas hacerlo.
Me besa suavemente en los labios y de repente me siento hambrienta y ansiosa, quiero más.
Los temas de discusión en el coche han demostrado ser puntos débiles nuestros en el pasado, pero aun así hemos hecho el camino hasta aquí sin mayores daños. Me siento sorprendentemente mareada por eso, o tal vez sean los cálidos brazos de Pedro rodeando mi cintura o su perfume habitual mentolado unido a la colonia que le ha cogido prestada a Christian.
Sea lo que sea, me doy cuenta de que somos los únicos que estamos esperando en el taller, y me sorprende lo afectuoso que está Pedro cuando vuelve a besarme, esta vez más fuerte y sacando la lengua para buscar la mía. Mis manos encuentran el camino hasta su pelo y tiro suavemente de las puntas, haciendo que gima y me abrace más fuerte la cintura. Él pega el cuerpo al mío, su boca sigue ansiando la mía, hasta que suena de nuevo la campanilla de la puerta, que me hace dar un salto y apartarme de él mientras me coloco el gorro nerviosa.
—¡Teeerminadooo! —anuncia el tipo del cigarrillo de antes.
—Ya era hora —señala Pedro en tono borde, y saca su cartera del bolsillo de atrás y me dirige una mirada de advertencia cuando yo hago lo mismo.
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