El sonido de mi celular nos despertó. No entendíamos nada.
Era de día, pero no sabíamos qué hora era. La cabeza me dolía tanto que me
parecía que no iba a ser
capaz de abrir los ojos nunca más.
—¡Atendé! – me gritaron mis amigos a coro, desesperados
porque el ruido les estaba haciendo mal.
M anoteé mi cartera y lo saqué. Era mi papá.
—Hola, piojo. ¿Ya estás lista? – me había olvidado por completo
de que me iría a buscar para ir a comer a casa de mi tía Irma. Apreté los ojos
con pesar.
—Papá, estoy cansada... – mi voz salió ronca y entrecortada.
—¿Le podés decir a la tía que otro día la visito?
—¿No habrás estado tomando, no? – alzó la voz, haciéndome
despertar de golpe. —M e llego a enterar de que tomaste una sola gota de
alcohol, y no salís más.
¿Entendido?
—Si, pá. No te hagas drama. – me aclaré la garganta. —En
quince minutos estoy lista.
Se despidió y apenas corté la llamada, me puse de pie y
corrí a la ducha. Por suerte, tenía la ropa del día anterior limpia. En un rato
estaba lista y desperté a mis
amigos así mi papá no los veía en esas condiciones. Era muy
evidente.
Abrí las ventanas de la casa de Pepe y traté de limpiar la
sala que tenía los restos de la noche, y apestaba a vino.
Pepe y M ay se alistaron y como pudieron, se arrastraron al
sillón del living para dar su mejor aspecto.
Estábamos verdes. Literalmente, nuestros rostros tenían esa
coloración. Y ni hablar de las ojeras. Que horror.
El timbre nos sobresaltó y nos hizo retumbar la cabeza de
manera desagradable.
Apenas abrí la puerta, mi papá se asomó para darnos un
vistazo con atención. Nos habíamos librado de las pruebas, pero no era tonto.
Estiró la boca en una fina
línea y nos dijo.
—Acabo de hablar con tu viejo, Pepe. – se cruzó de brazos.
—Y con tu mamá también, M ay. Se vienen los dos con nosotros al almuerzo con la
tía Irma.
Sabía que por dentro, mis amigos me estaban mandando al
infierno en todos los idiomas.
—O... ¿Hay algún problema? – los desafió.
—Ninguno. – dijeron muy seguros, haciendo fuerza para
sonreír.
—Perfecto. – señaló el auto a sus espaldas y esperó a que
nos subiéramos. Una vez adentro, nos amenazó. —Alguno me vomita los asientos de
cuero y lo mato.
Nos miró por el espejo retrovisor y no agregó nada más.
Llegamos a lo de mi tía a la media hora, y aunque cuando mis
padres no nos veían, nos apoyábamos en la espalda del otro un poquito y
descansábamos los ojitos, a
la vista de todos, estábamos perfectamente.
M i tía conocía a mis amigos, y los saludó con un abrazo
cariñoso invitándolos a sentarse a la mesa porque ya tenía la comida lista.
Sin perder más tiempo, nos desplomamos en las sillas y nos
tomamos el vasito de agua que nos había servido en tiempo record. Estábamos
deshidratados.
Emocionada, Irma, trajo una bandeja enorme de fideos al
pesto. La receta por la que tanto recibía elogios, y a mí me encantaba... en
circunstancias normales.
En ese momento, el olor a ajo me estaba partiendo a la
mitad.
M i papá se sentó entre mi tía y mi mamá y nos miró. Negó
con la cabeza de manera reprobatoria.
Pepe tenía los ojos cerrados y se apretaba el puente de la
nariz con el índice y el pulgar.
Y M ay, se sostenía la boca con fuerza.
—Esto les va a enseñar a no tomar nunca más. – dijo mi mamá
sonriendo irónica mientras levantaba su copa en forma de brindis con mi papá y
mi tía.
Con el último bocado que pudimos tolerar en el organismo,
mis padres se apiadaron de nosotros y nos dejaron levantar de la mesa.
Sin fuerzas para nada más, nos recostamos a la sombra, en
las reposeras del patio y nos dormimos una siestita.
Nunca más.
Nunca, nunca más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario