Divina

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jueves, 14 de julio de 2016

Divina Capitulo 9



El sonido de mi celular nos despertó. No entendíamos nada. Era de día, pero no sabíamos qué hora era. La cabeza me dolía tanto que me parecía que no iba a ser
capaz de abrir los ojos nunca más.

—¡Atendé! – me gritaron mis amigos a coro, desesperados porque el ruido les estaba haciendo mal.

M anoteé mi cartera y lo saqué. Era mi papá.

—Hola, piojo. ¿Ya estás lista? – me había olvidado por completo de que me iría a buscar para ir a comer a casa de mi tía Irma. Apreté los ojos con pesar.

—Papá, estoy cansada... – mi voz salió ronca y entrecortada. —¿Le podés decir a la tía que otro día la visito?

—¿No habrás estado tomando, no? – alzó la voz, haciéndome despertar de golpe. —M e llego a enterar de que tomaste una sola gota de alcohol, y no salís más.
¿Entendido?

—Si, pá. No te hagas drama. – me aclaré la garganta. —En quince minutos estoy lista.

Se despidió y apenas corté la llamada, me puse de pie y corrí a la ducha. Por suerte, tenía la ropa del día anterior limpia. En un rato estaba lista y desperté a mis
amigos así mi papá no los veía en esas condiciones. Era muy evidente.

Abrí las ventanas de la casa de Pepe y traté de limpiar la sala que tenía los restos de la noche, y apestaba a vino.

Pepe y M ay se alistaron y como pudieron, se arrastraron al sillón del living para dar su mejor aspecto.

Estábamos verdes. Literalmente, nuestros rostros tenían esa coloración. Y ni hablar de las ojeras. Que horror.

El timbre nos sobresaltó y nos hizo retumbar la cabeza de manera desagradable.
Apenas abrí la puerta, mi papá se asomó para darnos un vistazo con atención. Nos habíamos librado de las pruebas, pero no era tonto. Estiró la boca en una fina
línea y nos dijo.

—Acabo de hablar con tu viejo, Pepe. – se cruzó de brazos. —Y con tu mamá también, M ay. Se vienen los dos con nosotros al almuerzo con la tía Irma.

Sabía que por dentro, mis amigos me estaban mandando al infierno en todos los idiomas.

—O... ¿Hay algún problema? – los desafió.

—Ninguno. – dijeron muy seguros, haciendo fuerza para sonreír.

—Perfecto. – señaló el auto a sus espaldas y esperó a que nos subiéramos. Una vez adentro, nos amenazó. —Alguno me vomita los asientos de cuero y lo mato.

Nos miró por el espejo retrovisor y no agregó nada más.

Llegamos a lo de mi tía a la media hora, y aunque cuando mis padres no nos veían, nos apoyábamos en la espalda del otro un poquito y descansábamos los ojitos, a
la vista de todos, estábamos perfectamente.

M i tía conocía a mis amigos, y los saludó con un abrazo cariñoso invitándolos a sentarse a la mesa porque ya tenía la comida lista.

Sin perder más tiempo, nos desplomamos en las sillas y nos tomamos el vasito de agua que nos había servido en tiempo record. Estábamos deshidratados.

Emocionada, Irma, trajo una bandeja enorme de fideos al pesto. La receta por la que tanto recibía elogios, y a mí me encantaba... en circunstancias normales.

En ese momento, el olor a ajo me estaba partiendo a la mitad.
M i papá se sentó entre mi tía y mi mamá y nos miró. Negó con la cabeza de manera reprobatoria.

Pepe tenía los ojos cerrados y se apretaba el puente de la nariz con el índice y el pulgar.
Y M ay, se sostenía la boca con fuerza.

—Esto les va a enseñar a no tomar nunca más. – dijo mi mamá sonriendo irónica mientras levantaba su copa en forma de brindis con mi papá y mi tía.

Con el último bocado que pudimos tolerar en el organismo, mis padres se apiadaron de nosotros y nos dejaron levantar de la mesa.

Sin fuerzas para nada más, nos recostamos a la sombra, en las reposeras del patio y nos dormimos una siestita.

Nunca más.


Nunca, nunca más. 

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