Abril:
El mes de los primeros exámenes. Teníamos tanto para
estudiar, que para que a todos nos fuera bien, nos habíamos organizado con
resúmenes. M ay se encargaba
de los libros de geografía, inglés, e italiano.
Yo, había empezado a resumir los de filosofía, literatura,
sociología y Pepe se encargaba de todas las demás.
La idea era juntarnos por las tardes y darnos una mano con
los temas que no entendíamos, y los viernes estudiábamos.
Todo esto, para que nos quedaran los sábados libres y poder
juntarnos a ver una película o salir a pasear por ahí.
Después de nuestra salida nocturna de marzo, ya no nos
quedaban muchas ganas de seguir intentando entrar a boliches para mayores, así
que nos tocaba esperar a
las fiestas de los colegios. Y este mes, teníamos la
primera.
Pero para que nos dieran permiso, teníamos ser aplicados en
la escuela, así que en eso estábamos.
Los tres tirados en la alfombra de mi sala, entre papeles,
libros, marcadores y apuntes. M i mamá tuvo que acercarse varias veces para ver
si estábamos bien,
porque no emitíamos ni un sonido. Estábamos tan
concentrados, que no volaba ni una mosca.
—Les traigo algo para que merienden. – dijo apoyando una
bandeja con chocolatada y vainillitas. —Hace dos horas que no se mueven, se van
a acalambrar.
—Gracias, Ale. – dijo Pepe estirándose. —¿Son caseras? –
señaló el platito de las masitas.
—Claro. – contestó con falso orgulloso, despeinándolo de un
manotazo cariñoso. —Estuve toda la mañana amasando.
Los tres estallamos en carcajadas. M i mamá no hacía arroz,
porque se le quemaba. Esa es la realidad.
En casa, quien cocinaba era papá, porque a ella de verdad no
se le daba para nada bien. Yo había heredado las habilidades de mi viejo, y me
defendía sobre todo con
los postres y cosas dulces.
—Yo pienso ser como vos, Ale. – dijo M ay. —M e voy a tener
que buscar un marido que me cocine.
—Le voy a decir a Facu que vaya aprendiendo. – comentó Pepe
mientras se comía una vainillita en dos enormes bocados.
M i mamá al escuchar esto, sonrió pícara.
—¿Quién es Facu? – le dio un codazo cómplice a M ay y se
sentó en uno de los sillones.
—Uff. – se quejó Pepe poniendo los ojos en blanco. —Ahora es
cuando se pasan tres horas hablando de pavadas.
Le tiré con un almohadón y nos reímos.
—Te contamos, má. – le dije empezando la historia de quien
era el chico y M ay, de cómo estaban casi... saliendo.
M is amigos tenían esa confianza con ella, porque además de
haberlos visto crecer, era muy joven, y no los juzgaba. M ás de una vez, los
había apoyado cuando
estaban en algún lío y los había salvado del castigo.
A mí me encantaba. Nos sentíamos cómodos charlando con ella
de esos temas, aunque cuando se trataba de mis secretos, me costaba un poco. Le
había dicho que
me gustaba un chico más grande, pero nada más.
Las juntadas se repitieron toda la semana, y la siguiente.
Íbamos turnándonos de casa, así que a veces nos tocaba en lo de Pepe y a veces
en lo de M ay.
Estudiábamos unas horas, y después hacíamos un recreo para
merendar y, bueno... para hablar y hablar. Los temas favoritos siempre eran
Facu y Fede, y como
era comprensible, un día, Pedro se cansó y nos lo dijo.
El tema había sido que justo ese día, era yo la que estaba
parloteando, y como me tenía a mano se desquitó conmigo.
—Basta, che. M e tenés podrido con Fede. – se quejo
malhumorado. —Está de novio, nunca te va a dar bola, dejá de jodernos a
nosotros te lo pido por favor.
Con M ay nos miramos sin saber que decir. Podía tener razón,
pero eso no le daba derecho a ser tan cruel.
Había estallado de manera tan repentina, que ni siquiera
tuve la capacidad de reacción para mandarlo a la mierda.
Peor.
Fue tan fea la mirada de hastío que me dedicó, que empecé a
sentir como los ojos se me llenaban de lágrimas y me temblaba el mentón.
Sin decir nada más, junté mis cosas, me levanté y me fui.
Alcancé a escuchar como M ay lo regañaba por bruto, y él le
decía que ya se me iba a pasar.
Llegué a mi casa minutos después, y sin dar más
explicaciones, me encerré en mi cuarto. Puse en mi celular la lista de
reproducción de Sam Smith y rompí en llanto
de manera dramática.
Si, fue un poco exagerada mi reacción, pero no pude
evitarla.
M e dolía en el alma pelearme con un amigo, era lo peor que
me podía pasar. Ellos eran todo lo que tenía.
Una cosa llevó a la otra, y terminé recordando como había
sido mi vida antes de ellos.
Siempre me la pasaba encerrada, y cuando iba a clases, me
sentaba en la primera mesa para no hablar con nadie. En los recreos me iba a la
biblioteca y me escondía
detrás de algún libro para que nadie se me acercara. Odiaba
ser así, pero es que no me sentía muy bien conmigo misma.
Era un patito feo, y muchos de mis compañeros se habían
encargado de dejármelo bien claro.
Éramos más chicos, y se sabe que los niños pueden ser muy
malos cuando quieren.
Pepe y M ay eran los únicos que me miraban, y cuando los
dejaba, hacían
trabajos en grupo conmigo, y cruzaban una que otra palabra.
Fue entonces, que me di cuenta de que ellos si querían ser
mis amigos. Y no les importaba que tuviera granitos, o aparatos en los dientes,
o que mi ropa fuera
espantosa. M e querían por lo que era.
Cuando les abrí la puerta, ya no pude volver a cerrarla. Los
dos habían entrado en mi vida para quedarse, y fueron sacándome de mi estado de
zombie, en el que yo
misma me había metido.
M e hicieron ver lo tonta que había sido al dejar que mis
inseguridades no me dejaran vivir, y empecé a sentirme... bien.
Con el tiempo, mi aspecto empezó a cambiar.
Como si fuera un reflejo de cómo me sentía por dentro. Y al
cambiar mi actitud, también cambió la de las personas que me rodeaban. Era una
nueva Pau.
Horas más tarde, escuché que golpeaban la puerta de mi
habitación. M e sequé las lágrimas y aclaré la voz para preguntar quien era. M
i mamá, me contestó bajito.
—Pau, Pedro vino a verte. – explicó. —Dice que quiere hablar
un segundito con vos.
M e levanté, todavía envuelta en mi frazada y abrí la
puerta.
M i amigo estaba del otro lado con cara de arrepentimiento.
—Bueno, avísame si te quedas a cenar. – le dijo mi mamá,
dándole un besito en la mejilla y dejándonos solos.
Lo hice pasar y se sentó en la silla del escritorio, de
manera obediente.
Yo me senté en mi cama y lo miré dándole entender que podía
empezar a hablar cuando quisiera.
—Perdón, Pau. – empezó. —No te quise decir eso. Estoy
nervioso por los exámenes y me desquité con vos, soy un idiota.
Sonreí apenas y asentí.
—Está bien. – dije. —Estoy un poco sensible yo también. Como
decís vos, deben ser los nervios por rendir y eso...
El también me sonrió, pero cuando me vio con más
detenimiento volvió a estar serio.
—¿Estuviste llorando? – se tapó la cara con las manos y
suspiró. —No quería hacerte sentir mal. – se levantó y me abrazó. —Si querés
podemos quedarnos ahora charlando dos horas de Fede... o... – me reí de sus intentos
por levantarme el ánimo. —O hacemos un test de una de tus revistas, y vemos qué
tipo de piel tenemos o
qué estación del año somos.
M e reí a carcajadas. Todas mis tristezas olvidadas.
—Sos uno de mis dos mejores amigos. – le dije muy en serio.
—No peleemos nunca más.
—Nunca más. – me prometió.
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