El primer día de clases, me desperté como nunca, antes de
que sonara la alarma de mi celular. M e bañé con tiempo para poder prepararme
como quería. M i
uniforme estaba impecable. Este consistía en un jumper color
azul Francia y una remera de piqué blanca con el cuello azul como el borde de
las manguitas en donde la
decoraba pequeñas líneas con los colores de la bandera de
Italia. M i escuela era Italo-Argentina, así que desde pequeña estaba
familiarizada con esa cultura.
M i abuelo había sido inmigrante Italiano, y mi mamá estaba
muy orgullosa de sus orígenes. M is zapatos negros brillaban y hacían perfecto
contraste con las
medias blancas tres cuartos.
M e planché el cabello y le dí el movimiento justo para que
no pareciera que me levanté a las cinco a producirme.
Un poquito de base, rímel, rubor, un brillito transparente y
ya. Un toque de perfume, y mi mochila. Estaba lista.
M is padres me despidieron con un beso después de un casi
inexistente desayuno a las apuradas y me fui.
Como todos los años, mis amigos me esperaban en la puerta.
Los dos se habían preocupado también por estar decentes el primer día y era
casi gracioso. Porque si
nos tomaban una foto ahora, y otra, digamos en... mayo... ya
ni nos reconoceríamos. Empezábamos a perder el interés, o simplemente nos
cansábamos y caíamos al
colegio con las sábanas pegadas a la cara todavía.
Casi literalmente, porque era como el sello propio de Pepe,
caer con todas las arrugas de la almohada en la mejilla y los pelos levantados
de ese mismo lado.
Nos saludamos con un abrazo, como si no nos hubiéramos visto
en casi todo el verano, y sin ir más lejos el día anterior, y entramos a formar
en el patio.
Sin falta, así hicieran grados bajo cero, se formaba para
izar la bandera todos los días, y cantar el himno. No había escapatoria. Uno
podía hacer el intento de
esconderse en el salón mientras se formaba, pero si llegaban
a descubrirte, corrías el riesgo de ser expulsado. Así, sin medias tintas.
Estaba considerado una terrible falta
de respeto. No valía la pena ni intentarlo.
Además, para mí, significaba ver a Fede a pocos metros de
distancia. ¿Por qué iba a perdérmelo?
Con el rabillo del ojo, vi como Facu saludaba a M ay desde
lejos, le sonreía, y ella se derretía a mi lado. Pepe no se enteraba de nada
porque estaba como un
zombie parado por pura inercia. No era una persona que
disfrutara madrugar.
El amanecía y volvía al mundo de los vivos a partir de las
diez, diez y media... Antes, no se le podía pedir nada. Solo gruñidos salían de
su boca como respuesta. Y
movía los pies arrastrándose para desplazarse. Pobrecillo.
Estaba despertando a mi amigo de un codazo porque estaba
cabeceando, cuando lo vi llegar.
Fede, más hermoso que nunca, con el uniforme perfecto. A
nadie le quedaba como a él. Es decir, todos los varones tenían el mismo, pero
Fede parecía llevarlo con
soltura, como su segunda piel.
Camisa blanca, con el primer botón desprendido y pantalones
de vestir grises, que se pegaban a su cuerpo dejándonos a todas con los ojos
como platos.
Y en esa estaba, totalmente embobada, cuando vi que llevaba
algo en la mano. Otra mano.
Seguí el trayecto de ese brazo intruso que lo tenía tan
sujeto y el pulso se me disparó.
M aría Belén.
La chica más linda del colegio, estaba a su lado. Sabía por
los chismes que volaban, que estaba probándose en una agencia de modelos, y ya
había hecho algunos
trabajos para publicidad. Su cabello rubio era casi blanco,
largo, con ondas naturales y esa despreocupación de quien sabe que no le es
necesario peinarse. Porque de
todas formas, no tenía defectos.
Sus ojos celestes, le daban un aire aniñado que volvía locos
a todos los chicos, y para ser sincera, a muchos profesores también. La
llamaban Belu, y hacía tiempo
que tenía en la mira a Fede.
Ahora que estaban juntos, eran como el rey y la reina del
colegio.
El desayuno se me atragantó de manera desagradable y el
estómago se me retorció. M e estaba muriendo de celos.
Di una rápido vistazo por el patio. Sin dudas, no era la
única que estaba sintiendo eso. Todas las chicas estaban asesinando a Belu con
la mirada. Todas queríamos
estar en su lugar.
Pepe que ahora parecía un poco más despierto, me dedicó una
mirada cargada de compasión y May... M ay no hizo nada porque ni se enteró. Estaba
haciéndose ojitos con Facu.
Al final mi amigo iba a terminar teniendo razón. Nos íbamos
a quedar nosotros dos solos, como los solterones que éramos.
Cuando terminó la tortura y por fin nos dejaron marchar,
tras un primer día de clases que había servido apenas para que los profesores
nuevos se presentaran, como todos los
años, nos fuimos al shopping a almorzar.
Estaba hasta arriba de gente, casi todos, estudiantes de
secundaria como nosotros. Buscamos una mesa entre la multitud y tiramos las
mochilas en ella mientras aterrizábamos
en las sillas.
—O sea, si. Es linda. – dije porque todavía seguía amargada
por el nuevo romance de la escuela. —Pero debe ser re tonta. Tiene cara de
tonta. – miré a mis amigos en busca de
apoyo.
—Seguro que es tonta. – dijo rápido Pedro —Y el pibe se va a
cansar de ella en unos días. No le duran más que eso.
—Además, es obvio que está con ella por la plata. – agregó M
ay.
—¿Encima tiene plata? – pregunté tapándome la cara.
—Pero vos sos más linda, y más inteligente. – dijo Pepe
mordiéndose los labios.
Les sonreí con cariño y traté de distraerme un rato mientras
comíamos. Pero como el desayuno, esta comida también me sentó fatal. En una de
las mesas del fondo se veía a la feliz parejita abrazados entre los chicos de
sexto año, dándose cada tanto un par de besos. Eran tan lindos juntos, que daba
asco mirarlos.
Y eso era solo el principio. Los días que siguieron fueron
igual de tortuosos.
Fede iba a todos lados con Belu pegada como garrapata. Ella
era super cargosa, y parecía estar marcando territorio al lado del chico que a
mí me volvía loca. Estaba
de lo más desganada.
M is amigos habían querido levantarme el ánimo, y me habían
pasado un par de notitas graciosas en el módulo de historia, pero ni el reírme
esos ochenta minutos, me había sacado
del mal humor.
Ese año íbamos a tener materias lindas, como sociología,
filosofía y literatura italiana, así que quería disfrutar lo máximo posible.
Tenía todos profesores nuevos, salvo la
vieja de historia, y la gorda de matemática que claro, me odiaban.
Yo nunca fui muy buena para los números. Por algo, como
especialidad había elegido la humanista, como mis amigos. Éramos más de las
letras, como solíamos decir.
Y la de historia, bueno, me odiaba porque era una vieja
pesada que no quería a nadie.
Pepe era siempre el más caradura, y zafaba en todas las
asignaturas sin problemas. Es que era muy inteligente, solo que a veces, le
ganaba la vagancia, y se dejaba estar.
Se la pasaba dibujando y nunca prestaba atención.
M ayra, era más dura para el estudio. Le ponía dedicación y
empeño, pero más de una vez no alcanzaba y terminaba rindiendo en las
vacaciones para pasar de año.
No es que fuera tonta, porque no lo era. Simplemente, tenía
otro ritmo y le costaba concentrarse y leer. A ella lo que le gustaba eran los
idiomas. Quería ser traductora de
Italiano, y a ser posible irse a vivir a Europa, y estudiar algo emocionante
como turismo.
Amaba viajar.
Yo, no tenía ni idea de la vida, y me preocupaba en atender
lo que decían los maestros, ir al día, y llegar a la mínima calificación para
no tener que deber materias después. M e
gustaban demasiado mis vacaciones como para sacrificarlas por el estudio.
Al llegar el viernes, mis amigos se dieron cuenta de que yo seguía
con la cara larga y dijeron tener la solución para todos mis problemas.
—Vos lo que necesitas es salir, y divertirte un poco. – dijo
M ay subiendo y bajando las cejas.
—Salimos por ahí, brindamos un poquito, nos olvidamos de
todo.
M e reí a carcajadas.
—¿Con qué vamos a brindar? Somos todos menores. – dije como
si fuera obvio.
—Nos conseguimos carnets falsos, y listo. – resolvió mi
amigo encogiéndose de hombros —Se maquillan, se ponen tacos altos y seguro
nadie les pregunta cuantos años tienen.
—¿Y vos qué haces? ¿Te dejas el bigote? – se burló M ay.
Pepe nunca había logrado un bigote completo. Siempre le salían unos pelitos
escasos muy vergonzosos que se afeitaba
esperanzado a que algún día creciera.
—Andate a la mierda, M ay. – contestó haciéndole una seña
con el dedo medio.
Las dos nos reímos del pobre y lo abrazamos para hacerlo
sentir mejor.
—Ok. Yo los sigo. – dije más animada. —Voy a empezar a pedir
permiso desde ahora para que me dejen salir.
—M añana a la noche salimos por Nueva Córdoba, entonces. –
resolvió M ay y todos asentimos conformes.
Y así fue, como al otro día, estábamos los tres producidos a
morir, frente al shopping, nuestro punto de encuentro.
M e había puesto un vestido corto color negro y mis
plataformas más altas, y tenía los ojos maquillados de negro con las pestañas
alargadas con rímel. M i cabello
suelto se ondulaba delicadamente y daba el efecto despeinado
que había logrado después de peinarlo y estilizarlo toda la tarde.
M ay se había puesto una pollera cortita, una remera
ajustada y unos tacos modestos que le hacían las piernas eternas.
Al pobre Pepe casi se le salen los ojos de las órbitas
cuando nos vio. No estaba acostumbrado a vernos así, y no nos reconocía.
Desde allí, fuimos caminando hasta las principales calles de
los boliches que sabíamos en que seguramente nos dejaban entrar.
No fue fácil.
Pedro, enojado, tenía que frenar cada tanto porque a alguna
se le doblaba el tobillo y estábamos cerca de matarnos por culpa de los zapatos
altos. No todo era tan
glamoroso como parecía.
—Si no pueden caminar, ¿Para qué se ponen esos zancos? –
decía de mala manera.
—Porque si no, parezco de 10 años, Pepe. – le expliqué.
—A mí me hacen linda cola. – dijo M ay dando una vueltita.
—M ás les vale que esta noche no tomen, porque yo no las voy
a arrastrar. – nos advirtió.
Lo miré con ojitos de perrito mojado y me señaló.
—Y tampoco las voy a alzar. – me reí. Ya nos conocía
tanto...
Llegamos a la puerta de un boliche en el que había relativamente
poca gente esperando y como todo el mundo, hicimos fila para entrar.
Cuando llegó nuestro turno, el guardia no nos dejó seguir
avanzando.
—Documentos. – dijo con voz gruesa y firme.
Los tres nos miramos, y sacamos de nuestros bolsillos, las
identificaciones falsas, que esperábamos no tener que usar.
Nos miró con mala cara y después de consultar algo con otro
hombre de la entrada, negó con la cabeza.
—No, chicos. – y ahora con voz más tranquila explicó. —Si
viene algún inspector nos cierran el lugar.
Asentimos y seguimos caminando a probar suerte al próximo
lugar.
Para las tres de la mañana, ya estábamos cansados y hartos
de rebotar en todas las puertas. Al parecer alguien había dejado correr el
rumor que esa noche los
inspectores municipales, estaban clausurando locales y todos
los que fueran menores, o lo parecieran y no tuvieran identificaciones, se iban
a tener que quedar afuera.
Estábamos tan molestos, que decidimos dejar la salida para
otro día y nos fuimos a dormir a la casa de Pepe.
M i mamá y la de M ay, pensaban que estábamos en la casa de
la otra, y de todas formas no teníamos que aparecer por casa hasta el otro día.
Y a Pepe sus padres
no le preguntarían nada.
Sacó el colchón que tenía de repuesto para cuando alguna se
quedaba, y lo estiró en el piso al lado de su cama. Nos prestó dos remeras
enormes que nos servían de
camisón y después de que terminamos de charlar, y reírnos de
nuestras desgracias, nos quedamos dormidos.
Siempre que compartía cama con M ay, terminaba pateándome,
así que me mudaba a media noche a la cama de Pepe. Yo era pequeñita y no le
molestaba a
ninguno de los dos.
Al otro día, me desperté de mala manera porque me estaba
congelando. El muy vivo de mi amigo, se había envuelto en las sábanas y
frazadas y me había
destapado. Sin ningún cuidado, metí mis pies helados debajo
de su remera, justo en la espalda y lo desperté.
—¡Hija de puta! – me gritó. —Tenés los pies muy fríos.
—Y bueno, jodete. – le dije arrebatándole las mantas. —Vos
me destapaste, y estoy por morir de hipotermia.
—¡Cállense! – gritó M ay desde el piso. —Es temprano,
duérmanse.
Volvimos a acomodarnos y poco a poco nos volvimos a dormir.
Obviamente, nos despertamos para almorzar, con unas caras
tremendas. Cualquiera hubiera dicho que al final habíamos logrado entrar a un
boliche, tomar de más y
ahora teníamos resaca. Pero no, solo estábamos exhaustos por
nuestra fallida y patética salida.
Por suerte, nos quedaba todo el fin de semana para
descansar.
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