Cuando me despierto, tardo un segundo en recordar que no estoy en la cama
con Pedro. El sol brilla pacíficamente en la ventana y de repente veo que hay
alguien. Me incorporo a toda velocidad para orientarme. Mis ojos se acostumbran
a la luz y estoy segura de que he perdido la cabeza.
—¿Pedro? —digo en voz baja restregándome los ojos.
—Hola —responde desde su sillón orejero, con los codos apoyados en las rodillas.
—¿Qué demonios haces tú aquí? — salto. Me duele el corazón.
—Pau, tenemos que hablar —dice. Tiene unas bolsas enormes bajo los ojos.
—¿Has estado observándome mientras dormía? —pregunto.
—No, claro que no. Acabo de llegar — repone.
Me pregunto si ha tenido pesadillas sin mí. Si no las hubiera visto en vivo
y en directo, pensaría que son parte de sus jueguecitos, pero recuerdo su cara
sudorosa entre mis manos y la mirada de pánico en sus ojos verdes.
Me quedo callada. No quiero discutir con él. Sólo quiero que se vaya.
Bueno, lo cierto es que no quiero que se vaya y lo odio, pero tiene que irse.
—Tenemos que hablar —repite.
Cuando niego con la cabeza, se pasa las manos por el pelo e inspira hondo.
—Tengo clase —le digo.
—Landon ya se ha ido. Te he quitado la alarma del móvil. Ya son las once.
—¡¿Que has hecho qué?!
—Estuviste despierta hasta tarde y creía que... —empieza a decir.
—¿Cómo te atreves a...? Vete.
Tengo muy reciente el dolor que me causó ayer con su comportamiento, tanto
que supera la rabia que me da haberme perdido las clases de la mañana, pero no
puedo dar señales de debilidad o las aprovechará para atacarme. Como hace siempre.
—Estás en mi habitación —señala.
Salto de la cama sin importarme no llevar encima nada más que una camiseta,
su camiseta.
—Tienes razón, ya me voy —asiento con un nudo en la garganta y los ojos a
punto de llenárseme de lágrimas.
—No, lo que quería decir es que estás en mi habitación, ¿por qué estás en
mi habitación? —dice con la voz quebrada.
—No lo sé, sólo es que... Sólo... No podía dormir —confieso. Tengo que
cerrar el pico—. En realidad no es tu habitación. He dormido aquí tantas veces
como tú. De hecho, alguna más — puntualizo.
—¿No te cabía tu camiseta? —pregunta con la mirada fija en la camiseta
blanca. Ahí está, burlándose de mí.
—Adelante, métete conmigo —digo con las lágrimas agolpándose en mis
párpados.
Me mira pero aparto la vista.
—No me estaba metiendo contigo. —Se levanta del sillón y da un paso hacia
mí. Retrocedo y levanto las manos para impedirle que siga avanzando—. Sólo
escúchame, ¿quieres?
—¿Qué más tienes que decir, Pedro? Siempre hacemos lo mismo. Tenemos la
misma pelea una y otra y otra vez, sólo que cada vez es peor. No lo aguanto
más. No puedo.
—Ya te he pedido disculpas por haberla besado —dice.
—No es eso. Bueno, en parte sí que lo es, pero hay mucho más. El hecho de
que no lo veas me demuestra que estamos perdiendo el tiempo. Nunca serás quien
necesito que seas, y yo no soy lo que quieres que sea.
Me enjugo las lágrimas y él mira por la ventana.
—Sí eres lo que yo quiero —dice.
Ojalá pudiera creerlo. Ojalá Pedro no fuera incapaz de sentir nada.
—Pero tú no —es todo cuanto consigo decir.
No quería llorar delante de él, pero no puedo evitarlo. He llorado tanto
desde que lo conozco y si me enredo de nuevo en sus redes, así es como será
siempre.
—¿No soy qué?
—No eres la persona que yo necesito, sólo sabes hacerme daño.
Paso junto a él, cruzo el pasillo y entro en la habitación de invitados. Me
pongo los pantalones a toda velocidad y recojo mis cosas sin que Pedro me quite
la vista de encima.
—¿No oíste lo que te dije ayer? —Ha tardado en hablar. Esperaba que lo
mencionara—.Contéstame —insiste.
—Sí... Lo oí —le digo evitando mirar en su dirección.
Su tono se vuelve hostil.
—Y ¿no tienes nada que decir al respecto?
—No —miento. Se me pone delante—. Quita —le suplico.
Lo tengo peligrosamente cerca y sé lo que va a hacer en cuanto se agacha
para besarme. Trato de apartarme de él pero sus fuertes manos me sujetan con
fuerza. Sus labios acarician los míos, su lengua intenta abrirse paso hacia mi
boca, pero no lo dejo.
Echa la cabeza ligeramente atrás.
—Bésame, Pau —me ordena.
—No. —Lo empujo en el pecho.
—Dime que no sientes lo mismo que yo y me iré.
Tengo su cara a centímetros de la mía, su aliento tibio en mi piel.
—No siento lo mismo. —Me duele decirlo pero tiene que irse.
—Sí que lo sientes —dice con tono de desesperación—. Sé que sientes lo
mismo.
—No, Pedro, y tú tampoco. ¿De verdad creías que me lo iba a tragar?
Me suelta.
—¿No crees que te quiero?
—Pues claro que no. ¿Me tomas por imbécil?
Se me queda mirando un segundo, abre la boca y vuelve a cerrarla.
—Tienes razón —admite.
—¿Qué?
Se encoge de hombros.
—Tienes razón, no siento lo mismo. No te quiero. Sólo estaba añadiendo
dramatismo a todo el asunto —escupe, y se echa a reír.
Sabía que no lo decía en serio, pero no por eso su sinceridad me duele
menos. Una parte de mí, una parte mayor de lo que quiero admitir, esperaba que
lo dijera de verdad.
Se apoya contra la pared y salgo de la habitación con mi bolsa en la mano.
Cuando llego a la escalera, Karen me sonríe.
—¡Pau, cielo, no sabía que estuvieras aquí! —Se le borra la sonrisa de la
cara en cuanto nota que me va a dar algo—. ¿Estás bien? ¿Qué ha ocurrido?
—No, nada, estoy bien. Es que anoche no conseguí entrar en mi habitación
y...
—Karen —dice la voz de Pedro detrás de mí.
—¡Pedro! —Su sonrisa reaparece—.
¿Os apetece algo para desayunar? Bueno, para almorzar.
Ya casi es mediodía.
—No, gracias. Ya me iba a la residencia —le digo bajando la escalera.
—Yo tengo hambre —dice Pedro detrás de mí.
Karen parece sorprendida. Nos mira primero a mí y luego a él.
—¡Genial! —exclama—. ¡Estaré en la cocina!
Desaparece y sigo andando hacia la puerta.
—¿Adónde vas? —Pedro me coge por la muñeca. Me resisto unos segundos hasta
que la suelta.
—A la residencia, acabo de decirlo.
—¿Vas a ir andando?
—Pero ¿a ti qué te pasa? Actúas como si no ocurriera nada, como si no nos
hubiéramos peleado, como si no hubieras hecho nada. Estás mal de la cabeza, Pedro,
loco de atar.
Necesitas un manicomio, medicación y paredes acolchadas. ¿Me dices unas
cosas horribles y luego te ofreces a llevarme? —No puedo con él.
—No te he dicho nada tan horrible. De hecho, lo único que he dicho es que
no te quiero, cosa que dices que ya sabías. Además, no me estaba ofreciendo a
llevarte, sólo te preguntaba si ibas a ir andando.
Su expresión satisfecha me nubla la vista. ¿Por qué viene a buscarme aquí
si no le importo? ¿Es que no tiene nada mejor que hacer que torturarme?
—¿Qué te he hecho yo? —pregunto al fin. Hace tiempo que quiero
preguntárselo, pero la respuesta me daba demasiado miedo.
—¿Qué?
—¿Qué te he hecho yo para que me odies así? —pregunto intentando bajar la
voz para que Karen no me oiga—. Podrías tener a cualquier chica que se te
antojara, pero sigues perdiendo tu tiempo y el mío buscando nuevas maneras de
hacerme daño. ¿Para qué? ¿Tanto me detestas?
—No, no es eso. No te detesto, Pau. Sólo es que eres un blanco fácil... Es
la emoción de la persecución y todo eso, ¿sabes? —dice muy orgulloso de sí
mismo.
Antes de que pueda añadir nada más, Karen lo llama y le pregunta si quiere
pepinillos en su sándwich.
Se va a la cocina para contestarle y yo salgo por la puerta.
En la parada del autobús llego a la conclusión de que he faltado tanto a
clase últimamente que puedo faltar también a las de hoy e ir a mirar coches.
Por suerte, el autobús llega al cabo de pocos minutos y me siento al fondo.
Me desplomo sobre el asiento, pensando en lo que Landon dijo sobre los
corazones rotos y que, a menos que ames a una persona, no te lo pueden romper. Pedro
me rompe el corazón una y otra vez, incluso cuando creo que ya no quedan más
pedazos por romper.
Y lo quiero. Amo a Pedro.
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