Divina

Divina

sábado, 24 de octubre de 2015

After Capitulo 44


Después de una parada para ir al servicio, salgo y no veo ni oigo a Pedro en las duchas, así que mi mente, cómo no, comienza a elucubrar que podría haberse ido a algún sitio con las chicas de antes.

Ni siquiera se ha traído ropa, así que, si al final se ducha, tendrá que volver a ponerse la ropa sucia.

Pedro podría ponerse cualquier cosa rebozada en barro que seguiría estando más guapo que cualquier otro tío que haya visto. «Excepto Noah», me recuerdo.

Tras una ducha rápida, me seco, me visto y vuelvo a la habitación, donde me alivia encontrar a Pedro sentado en mi cama.
 «¡Chupaos ésa, colegialas!», grita una parte de mí. Está sin camiseta, y el agua ha oscurecido aún más su ya de por sí oscuro cabello. Cierro la boca para asegurarme de que no me cuelga la lengua.

—Has tardado un buen rato —dice. Se le contraen los músculos cuando lleva los brazos hacia atrás para apoyarse contra la pared.

—Se supone que tienes que ser simpático, ¿recuerdas? —replico, y me acerco al armario de Steph y abro la puerta para usar el espejo. Tras coger el estuche de maquillaje de mi compañera, me siento y cruzo las piernas frente a él.

—¡Pero si estoy siendo simpático!

Permanezco en silencio e intento maquillarme un poco. Después de tres intentos por hacerme una raya recta en el párpado superior, lanzo el lápiz de ojos contra el espejo, y Pedro se ríe.

—Ya sabes que no te hace falta —me dice.

—Me gusta —replico, y él pone los ojos en blanco.

—Pues nada, vamos a quedarnos aquí sentados todo el día mientras intentas pintarte la cara — contesta. Y hasta aquí el Pedro amable.

Se da cuenta y enseguida me dice «Perdona, perdona» mientras me limpio los ojos. Pero me rindo con el maquillaje. Es un poco complicado de hacer con alguien como Pedro mirándome.

—Estoy lista —digo finalmente, y él se levanta de un salto—. ¿Vas a ponerte una camiseta? —le pregunto.

—Sí, tengo una en el maletero.

Tenía razón: debe de tener millones de ellas ahí dentro. No quiero ni pensar en las razones que hay detrás.
Fiel a su palabra, Pedro saca una camiseta negra lisa del maletero y termina de vestirse en el aparcamiento.

—Deja de mirarme y sube al coche — bromea.

Intento negarlo, y le hago caso. —Me gustas más con camiseta blanca —digo cuando ambos estamos dentro, y las palabras se me escapan antes de que pueda procesarlas.
Ladeando la cabeza, me dedica una sonrisa engreída.

—¿Ah, sí? —Arquea una ceja—. Bueno, a mí me gustas con esos vaqueros. Te hacen un culo irresistible —dice, y me deja pasmada. Pedro y sus obscenidades.

Le doy un puñetazo, de broma, y se ríe, pero mentalmente me doy una palmadita en la espalda por ponerme estos pantalones. Quiero que Pedro me mire, aunque nunca lo admitiría, y me siento halagada por su extraña forma de dedicarme un cumplido.

—¿Adónde? —pregunta, y saco el móvil. Le leo la lista de distribuidores de coches de segunda mano en un radio de unos ocho kilómetros y le cuento un par de opiniones de cada uno.

—Le das demasiadas vueltas a todo. No vamos a ir a ninguno de esos sitios. —

Sí que vamos a ir. Ya lo tenía previsto; hay un Prius que quiero ver en el concesionario Bob’s Super Cars —le digo, y siento vergüenza ajena por un nombre tan ridículo.

—¿Un Prius? —dice indignado.

—Sí, ¿por? Tienen un buen rendimiento y son seguros y...

—Aburridos. No sé por qué, pero sabía que querrías un Prius. Te falta gritar:
«¡Señorita con agenda busca Prius!» —se burla adoptando una voz de mujer, y empieza a partirse de risa.

—Búrlate de mí todo lo que quieras, pero me ahorraré una pasta en gasolina todos los años —le recuerdo, riéndome a mi vez, cuando se inclina y me toca la mejilla con un dedo.

Me quedo mirándolo, asombrada porque haya hecho algo tan simple pero encantador. Pedro parece tan sorprendido por lo que acaba de hacer como yo.

—A veces eres adorable —me dice.
Vuelvo a mirar al frente.

—Hombre, gracias.

—Lo digo en el buen sentido, porque a veces haces cosas adorables — masculla. Parece que lo incomoda pronunciar esas palabras, y sé que no está acostumbrado a decir nada de ese estilo.

—Vale... —digo, y miro por la ventanilla del acompañante.

A cada segundo que paso con Pedro, mis sentimientos hacia él crecen, y sé que es peligroso dejar que se den este tipo de pequeños y, en apariencia, insignificantes momentos entre nosotros, pero no puedo controlarme cuando se trata de él. Me he convertido en una simple observadora en todo este torbellino.

Pedro acaba dirigiéndose a Bob’s Super Cars, y le doy las gracias. Bob resulta ser un hombre bajo, sudoroso y con exceso de gomina que huele a nicotina y a cuero, y en cuya sonrisa destaca un diente de oro. Mientras hablo con él, Pedro se queda cerca y se dedica a hacer muecas cuando él no está mirando. Al hombrecillo parece que lo intimida el tosco aspecto de Pedro, pero no lo culpo. 

Echo un vistazo al estado del Prius de segunda mano, y decido no quedármelo. Tengo la sensación de que se estropeará en cuanto salga del aparcamiento, y Bob tiene la norma estricta de no aceptar devoluciones.

Visitamos unos cuantos distribuidores más, y todos son igual de cutres. Después de pasar la mañana con incontables hombres de calva incipiente, decido suspender la búsqueda del coche.

Tendré que alejarme mucho más del campus para encontrar uno decente, y hoy ya no me apetece seguir con ello. Decidimos comprar algo de comer en el servicio para coches de un bar de carretera y, mientras nos lo comemos, para mi sorpresa Pedro me cuenta la historia de cuando arrestaron a Zed por vomitar por todo el suelo en un Wendy’s el año pasado. El día está yendo mucho mejor de lo que esperaba, y por una vez siento que podríamos pasar el semestre sin matarnos el uno al otro.

En el camino de vuelta al campus, pasamos por un monísimo y pequeño establecimiento de yogur helado, y le pido a Pedro que pare. Él gruñe y actúa como si no quisiera, pero veo un atisbo de sonrisa oculto bajo sus disgustadas facciones. Pedro me dice que busque un sitio libre, y él va a por los yogures, que trae cargados hasta arriba de todos los tipos de dulce y galleta imaginables. 

Tienen una pinta asquerosa, pero me convence de que es la única forma de amortizar lo que valen. Por repugnante que parezca, está buenísimo. No consigo tomarme ni la mitad del mío, pero él acaba felizmente con su bol y los restos del mío.

—¿Pedro? —dice la voz de un hombre.

Él levanta la cabeza y entorna los ojos. «¿Puede ser que tenga acento?» El desconocido sujeta una mochila y una bandeja llena de tarrinas de yogur.

—Ah... Hola —dice Pedro, y sé por instinto que es su padre.

El hombre es alto y delgado, como él. Sus ojos tienen la misma forma, aunque son marrón oscuro en lugar de verdes. Aparte de eso, son polos opuestos. Su padre lleva unos pantalones de vestir grises y un chaleco de punto. En su cabello castaño se distinguen algunas canas, repartidas por los lados, y su porte es fríamente profesional. Hasta que sonríe, eso es, y muestra una amabilidad similar
a la de Hardin cuando deja de empeñarse en comportarse como un imbécil.

—Hola, soy Pau—digo con educación al tiempo que le tiendo la mano.
Pedro me lanza una mirada fulminante, pero lo ignoro. No es que él fuera a presentarme.

—Hola, Pau, soy Ken, el padre de Pedro—dice el hombre, y me estrecha la mano—. No me habías dicho que tenías novia —añade dirigiéndose a él—. Deberíais venir los dos a cenar esta noche. Karen va a preparar una cena estupenda. Es una excelente cocinera.

Quiero mantener a raya el mal humor de Pedro y decirle a su padre que no soy su novia, pero él se me adelanta.

—Esta noche no podemos. Yo tengo una fiesta, y ella no va a querer ir —le suelta.

Ahogo una exclamación por la forma en que Hardin le habla a su padre. Ken se queda boquiabierto, y me siento fatal por él.

—En realidad, me encantaría ir — intervengo—. También soy amiga de Landon; vamos a clase juntos.

La sonrisa afable de Ken reaparece.

—¿Ah, sí? Eso es genial. Landon es un buen chico. Me encantaría que vinieras esta noche — repite Ken, y sonríe.
Siento la mirada penetrante de Hardin clavada en mí.

—¿A qué hora vamos? —digo.

—¿«Vamos»? —pregunta su padre, y yo asiento—. Vale..., ¿pongamos a las siete? Tengo que avisar a Karen con tiempo o seré hombre muerto —bromea, y yo sonrío.

Pedro está furioso, y permanece mirando por la ventana.

—¡Genial! —digo—. ¡Nos vemos esta noche!

Ken se despide de su hijo, quien lo ignora de malas maneras, a pesar de que le doy un toque en el pie por debajo de la mesa. Un minuto después de que su padre se marche del local, Pedro se levanta de golpe y estampa su silla contra la mesa. Ésta cae por el otro lado, y entonces comienza a propinarle patadas en medio del bar antes de salir corriendo por la puerta y dejarme sola ante las miradas de todos.

Sin saber muy bien qué hacer, dejo el yogur donde está, balbuceo una disculpa por lo bajo y enderezo la silla con torpeza antes de salir detrás de él.

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