Divina

Divina

miércoles, 28 de octubre de 2015

After Capitulo 54


Tras pasar unos minutos entre sus brazos, me pregunto si acceder a pasar aquí la noche ha sido una buena idea.

—¿Cómo voy a ducharme por la mañana? —digo.

—Puedes ducharte aquí.

Me besa en la mandíbula. Sus labios sobre mi piel me nublan la razón. Sabe muy bien lo que se hace.

—¿En la casa de la fraternidad? ¿Y si entra alguien mientras me estoy duchando?

—Uno: la puerta se cierra por dentro. Dos: yo te acompañaré —dice entre beso y beso.
No me gusta su tono, pero decido ignorarlo.

—Vale, pero me gustaría ducharme ahora, antes de que se haga más tarde.
Asiente, se levanta y coge los vaqueros. Sigo su ejemplo y me pongo los pantalones, pero sin bragas.

—¿Sin bragas? —se burla.
No le hago ni caso. Pongo los ojos en blanco y le pregunto:

—¿Tienes champú? Ni siquiera me he traído el peine. —Estoy empezando a ponerme nerviosa de pensar en todas las cosas que no tengo aquí—. ¿Y bastoncillos para los oídos? ¿Hilo dental? — continúo.

—Relájate. Tenemos bastoncillos para los oídos. Creo que también tenemos algún cepillo de dientes de sobra, y sé que hay uno o dos peines por ahí. También es probable que haya bragas de todas las tallas en alguna parte, por si también necesitas eso —me informa.

—¿Bragas? —pregunto antes de comprender que se refiere a las que se han dejado otras chicas —. Lo mismo da —añado, y se parte de la risa.
Espero que Pedro no coleccione las bragas de todas las chicas con las que se ha acostado.

Me acompaña al baño. Me siento más cómoda de lo que imaginaba con él aquí, pero sólo porque ya he estado varias veces en este cuarto de baño.
Abre el grifo y se quita la camiseta.

—¿Qué haces? —pregunto.

—¿Ducharme?

—Ah. Creía que iba a ducharme yo primero.

—Dúchate conmigo —dice tan tranquilo.

—¡No! ¡De eso, nada! —me río. No puedo ducharme con él.

—¿Por qué no? Te he visto desnuda y tú me has visto a mí. ¿Qué problema hay?

—No sé... Es que no quiero.

Sé que ya me ha visto desnuda, pero esto parece demasiado íntimo. Incluso más íntimo que lo que acabamos de hacer.

—Vale. Entonces, tú primero — concede, pero en su voz hay una nota de mala leche.

Le sonrío con dulzura, me desvisto e ignoro su tono quejumbroso. Me pega un buen repaso y luego mira hacia otra parte. Compruebo la temperatura del agua y me meto.
Él permanece en silencio mientras me mojo el pelo. Está demasiado callado.

—¿Pedro? —lo llamo. ¿Me habrá dejado sola en el baño?

—¿Sí?

—Creía que te habías ido.
Aparta la cortina y mete la cabeza.

—No, sigo aquí.

—¿Qué te pasa? —le pregunto frunciendo el ceño, preocupada por él.

Menea la cabeza pero no dice nada. ¿Se ha puesto de morros como un crío porque no dejo que se duche conmigo? Me dan ganas de invitarlo a que se meta, pero quiero que entienda que no puede salirse siempre con la suya. Lo oigo sentarse sobre la tapa del váter.
El champú y el gel huelen mucho a almizcle. Echo de menos mi champú de vainilla, aunque éste servirá. Habría sido mejor que Pedro se quedase a dormir en mi habitación, pero Steph estará allí y no quiero tener que darle explicaciones. Tampoco creo que Pedro fuera tan cariñoso con ella cerca.
Me molesta pensarlo, así que procuro no hacerlo.

—¿Me pasas una toalla? —digo cerrando el grifo—. O dos, si te sobra alguna. —

Me gusta tener una toalla para el pelo y otra para el cuerpo.
Su mano aparece por detrás de la cortina con dos toallas. Le doy las gracias y él musita algo que no consigo entender.
Se baja los pantalones mientras me seco y vuelve a abrir el grifo. Corre la cortina con sus brazos largos y no puedo evitar quedarme embelesada con su cuerpo desnudo. Cuanto más lo veo así, más bonitos me parecen sus tatuajes. Se mete en la ducha y yo sigo mirándolo. Se moja el pelo y corre la
cortina. Debería haberme duchado con él. No porque se haya puesto de morros, sino porque era lo que de verdad me apetecía hacer.

—Vuelvo a la habitación —le digo.

Total, va a ignorarme de todos modos.
Descorre la cortina de un tirón y se caen algunas anillas.

—No, de eso nada.

—Vale, y ¿ahora qué te pasa? —salto.

—Nada, pero no vas a volver tú sola al cuarto. En esta casa viven treinta tíos, no te quiero vagando por los pasillos.

—No, ése no es el problema. Llevas de mal humor desde que te he dicho que no iba a ducharme contigo.

—No... No es verdad.

—Dime por qué o voy a salir de aquí sólo con la toalla puesta —lo amenazo, aunque sé que nunca sería capaz de hacerlo.

Entorna los ojos, intenta cogerme del brazo para que no me vaya y salpica agua en el suelo.

—No me gusta que me digan que no — dice con un tono mucho más dulce que el de hace un instante.

Imagino que, cuando se trata de chicas, Pedro  no está acostumbrado a que le digan que no. Si es que se lo han dicho alguna vez... Mi cabeza me pide que le comunique que ya puede empezar a acostumbrarse, pero yo tampoco le había dicho nunca que no. Una caricia y hago todo lo que quiere.

—Yo no soy como las demás chicas, Pedro —replico. Ahí están mis celos.
Sonríe mientras el agua se desliza por su rostro.

—Eso ya lo sé, Pau. Lo sé.
Corre de nuevo la cortina, me visto y él cierra el grifo.

—¿Quieres que te preste algo para dormir? —pregunta, y asiento.

Apenas lo oigo porque su cuerpo chorreante de agua me tiene muy distraída. Se seca el pelo con una toalla blanca hasta que se lo deja de punta; luego se la anuda alrededor de la cintura. La lleva tan baja que es la viva imagen del sexo. Es como si la temperatura del baño acabara de subir veinte grados. Se agacha, abre un armario, saca un cepillo del pelo y me lo pone en la mano.

—Vamos —me dice, y yo meneo la cabeza intentando olvidar todas mis ideas indecentes.
Atravesamos el pasillo, doblamos la esquina y un tío alto y rubio casi me aplasta... Alzo la vista y se me hiela la sangre en las venas.

—Cuánto tiempo sin verte —ronronea, y se me revuelve el estómago.

—Pedro —digo con voz de pito.

Sólo tarda un momento en acordarse de que es el mismo tipo que intentó manosearme.

—Déjala en paz, Neil —ruge, y el tal Neil palidece.
Antes no debe de haber visto a Pedro. Gran fallo.

—Perdona, Alfonso —dice, y echa a andar.

—Gracias —le susurro a Pedro.
Él me coge de la mano y abre la puerta de su cuarto.

—Debería partirle la cara, ¿no crees? —dice cuando me siento en la cama.

—¡No! ¡No lo hagas, por favor! —le suplico.

No sé si lo dice en serio, pero tampoco quiero averiguarlo. Coge el mando a distancia y enciende el televisor antes de abrir un cajón y pasarme una camiseta y un bóxer.

Me quito los vaqueros y me pongo el bóxer. Le doy un par de vueltas al elástico de la cintura.

—¿Me dejas la camiseta que llevabas puesta hoy? —No me doy cuenta de lo raro que suena hasta que ya lo he dicho.

—¿Qué? —sonríe.

—No... Es que... Da igual. No sabía lo que decía —miento.

«¿Quiero ponerme tu camiseta sucia porque huele muy bien?» Va a pensar que soy una rara y que estoy como una regadera.
Se ríe, recoge la camiseta sucia del suelo y me la acerca.

—Toda tuya, nena.

Me alegro de que no me haya avergonzado más, pero me siento bastante tonta.

—Gracias —respondo la mar de contenta.

Me quito el sujetador y mi camiseta y me pongo la suya. Respiro hondo y compruebo que huele tan bien como me imaginaba.
Me ha visto hacerlo y sus ojos se vuelven más tiernos.

—Eres preciosa —señala y luego aparta la mirada. Me parece que no quería decirlo en voz alta, y eso me alegra el corazón todavía más.
Le sonrío y me acerco a él.

—Tú también.

—Corta el rollo —dice sonriendo y ruborizándose—. ¿A qué hora tienes que levantarte?
Se sienta en la cama y cambia de canal.

—A las cinco, pero puedo poner yo sola la alarma.

—¿A las cinco? ¿A las cinco de la mañana? ¿A qué hora tienes la primera clase?, ¿a las nueve? ¿Por qué madrugas tanto?

—No lo sé, para prepararme —contesto mientras me cepillo el pelo.

—¿Y si nos levantamos a las siete? Mi cuerpo no funciona antes de las siete — me dice, y protesto.
Pedro y yo somos muy distintos.

—¿A las seis y media? —digo intentando encontrar un término medio.

—Vale, a las seis y media.
Pasamos el resto de la velada viendo la tele. Pedro se duerme con la cabeza en mi regazo mientras le acaricio el pelo. Me acuesto a su lado, intentando no despertarlo.

—¿Pau? —dice moviendo las manos como si me estuviera buscando.

—Aquí estoy —le susurro desde atrás.

Se da la vuelta, me abraza y se duerme otra vez. Dice que duerme mejor conmigo que solo, y creo que yo también duermo mejor con él.

A la mañana siguiente, la alarma de mi móvil suena a las seis y media y corro a ponerme la ropa de ayer y a despertar a Pedro  para que se vista. Es una marmota. Voy atolondrada y sin tiempo para prepararme, pero llegamos a mi cuarto en la residencia a las siete y cuarto. Tengo tiempo suficiente para cambiarme de ropa, cepillarme el pelo y lavarme los dientes. Steph ni se mueve, y le prohíbo a Pedro que la despierte regándola con agua fría. Me alegro de que tampoco me diga ninguna burrada cuando me pongo una de mis faldas largas y una blusa azul lisa.

—¿Lo ves? Son sólo las ocho. Todavía nos sobran veinte minutos antes de que vayamos andando a la cafetería —comenta Pedro muy satisfecho.

—¿«Vayamos»?

—Sí. ¿Te importa que vaya contigo? Si no, no pasa nada —dice mirando hacia otra parte.

—Claro que puedes venir conmigo.

No sé qué ha cambiado entre Pedro y yo, pero no estoy acostumbrada a esto. Será agradable no tener que evitarlo ni tener que preocuparme por tropezarme con él. «¿Qué va a pensar Landon? ¿Se lo contaremos?»

—Y ¿qué vamos a hacer con esos veinte minutos? —sonrío.

—Se me ocurren varias cosas —replica. Sus labios dibujan una sonrisa y me atrae hacia sí.

—Steph está durmiendo —le recuerdo mientras me lame debajo de la oreja.

—Lo sé. Sólo nos estamos besando — dice riéndose y arrimándome el paquete.
Salimos antes de que Steph se despierte, y Pedro se ofrece a llevarme la bolsa. Es un gesto tan bonito como inesperado.

—¿Y tus libros? —pregunto.

—No los traigo nunca. Siempre pido uno prestado en todas las clases, así no tengo que cargar con ellos como tú —dice señalando mi bolsa.

Pongo los ojos en blanco y me río de él.
Cuando llegamos a la cafetería, Landon está apoyado contra la pared de ladrillo y parece muy sorprendido de vernos a Pedro y a mí juntos. Lo miro con cara de 

«Luego te lo explico» y él me sonríe.

—Bueno, mejor me voy. Tengo que echarme la siesta en un par de clases — dice Pedro, y asiento.

«Y ¿ahora qué hago? ¿Lo abrazo?»

Antes de que consiga decidirme, suelta mi bolsa y me coge de la cintura, me estrecha contra su pecho y me besa. No me lo esperaba. Le devuelvo el beso y me suelta.

—Hasta luego —dice con una sonrisa, y mira a Landon.

Esto no podría ser más incómodo. A Landon la mandíbula le llega al suelo, y la osadía de Pedro me tiene pasmada.

—Perdona... —digo.

No me entusiasman las muestras de afecto en público. Noah y yo nunca hemos hecho nada parecido, excepto cuando traté de besarlo en el centro comercial para intentar olvidarme de Pedro.


—Tengo mucho que contarte —le digo a Landon, que recoge mi bolsa.

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