Divina

Divina

lunes, 26 de octubre de 2015

After Capitulo 48


Karen sonríe agradecida cuando me ofrezco a ayudarla con los platos, y
parece sorprenderle un poco que lo haga. Lleno el lavavajillas mientras ella friega las fuentes. Me doy cuenta de que la vajilla parece recién estrenada, y pienso en el estropicio que Pedro causó la otra noche. Puede llegar a ser muy cruel.

—Si me permites la pregunta, ¿cuánto tiempo lleváis saliendo Pedro y tú? — Se ruboriza al preguntarme, pero le dedico una cálida sonrisa.

Haciendo lo posible por evitar el tema de salir juntos, digo:

—Nos conocemos desde hace un mes más o menos; él es amigo de mi compañera de habitación, Steph.

—Sólo conocemos a unos pocos amigos de Pedro. Tú eres..., bueno, eres distinta de los demás.

—Sí, somos muy diferentes.

Los relámpagos destellan en el cielo y la lluvia comienza a golpear las ventanas. 

—Vaya, está cayendo una buena ahí fuera —señala, y cierra la pequeña ventana que hay frente al fregadero—. Pedro no es tan malo como parece —dice entonces, aunque en realidad da la impresión de que se lo esté recordando a sí misma—. Lo que pasa es que se siente herido. Me encantaría creer que no será así siempre. Debo decir que me ha sorprendido mucho que viniera hoy, y creo que ha sido gracias a tu influencia sobre él.

Cogiéndome desprevenida, se acerca a mí y me abraza. Sin saber muy bien qué decir, le devuelvo el abrazo. Al separarse, mantiene sus cuidadas manos sobre mis hombros.

—De verdad, gracias —dice, y acto seguido se seca los ojos con un pañuelo que saca del bolsillo del delantal antes de seguir fregando los platos.

Es demasiado amable como para decirle que no tengo influencia alguna sobre Pedro.
Simplemente ha venido esta noche porque quería fastidiarme. Cuando acabo de llenar el lavavajillas, miro por la ventana y me fijo en las gotas de lluvia que se deslizan por el cristal. Cabe destacar que Pedro, que odia a todo el mundo excepto a sí mismo, y quizá a su madre, tiene a toda esta gente que
se preocupa por él y, sin embargo, se niega a preocuparse por ellos. Es afortunado por tenerlos..., de tenernos. Sé que soy una de esas personas. Haría cualquier cosa por él; aunque lo niegue, sé que es verdad. Yo no tengo a nadie, excepto a Noah y a mi madre, y ni siquiera los dos juntos se preocupan tanto por mí como la futura madrastra de Pedro se preocupa por él.

—Voy a ver a Ken. Estás en tu casa, cielo —me dice Karen.

Asiento y decido ir a buscar a Pedro, o a Landon, al primero que encuentre.
No veo a Landon por ninguna parte de la planta baja, así que subo la escalera y me dirijo a la habitación de Pedro. Si no está arriba, supongo que iré a sentarme abajo yo sola. Giro el pomo, pero la puerta está cerrada con llave.

—¿Pedro? —Intento hablar bajito para que nadie pueda oírme.

Golpeo la puerta con los nudillos, pero no oigo nada. Cuando me dispongo a darme la vuelta, se oye el ruido de la cerradura y abre la puerta.

—¿Puedo pasar? —le pregunto, y asiente una vez y abre la puerta lo justo para que entre.
Corre una brisa por la habitación y el fresco olor de la lluvia entra por el ventanal. Pedro se aleja y se sienta en el banco empotrado levantando las rodillas. Se queda mirando el exterior, pero no me dice una sola palabra. Tomo asiento frente a él y espero mientras el constante repiqueteo de la lluvia crea una melodía relajante.

—¿Qué ha pasado? —Me decido a preguntar. Cuando me mira con cara de confusión, le explico —: Abajo, quiero decir. Me estabas dando la mano y... ¿por qué la has retirado? —Me avergüenza el tono de desesperación de mi voz. Sueno un poco pesada, pero las palabras ya están dichas—. ¿Es por las prácticas? ¿Es que no quieres que las haga por algo? ¿Porque te ofreciste tú antes a ayudarme?

—De eso se trata, Pau —dice, y vuelve a fijar la vista en el exterior—. Quiero ser yo el que te ayude, no él.

—¿Por qué? Esto no es una competición, tú te ofreciste antes, y te lo agradezco.

—Quiero que se relaje con este tema, aunque no entiendo por qué es tan importante.

Deja escapar un suspiro airado y se abraza las rodillas. El silencio se instala entre nosotros mientras ambos miramos por la ventana. El viento vuelve a soplar meciendo los árboles de un lado a otro, y los relámpagos se hacen más frecuentes.

—¿Quieres que me vaya? Puedo llamar a Steph y ver si Tristan puede recogerme —susurro.

No quiero marcharme, pero permanecer aquí en silencio con Pedro me está volviendo loca.

—¿Irte? ¿De dónde sacas que quiero que te vayas al explicarte que quiero ayudarte? —pregunta alzando la voz.

—No... no lo sé. Como no me dices nada y la tormenta está empeorando... — balbuceo.

—Eres desesperante, totalmente desesperante, Paula.

—¿Cómo? —pregunto con voz chillona.

—Intento decirte que... que quiero ayudarte, y te doy la mano, pero no sirve de nada... Tú sigues sin pillarlo. Ya no sé qué más hacer. — Se cubre la cara con las manos.

«No se referirá a lo que creo, ¿no?»

—¿Pillar qué? ¿Qué es lo que no entiendo, Pedro?

—Que te deseo. Más de lo que he deseado nada ni a nadie en toda mi vida. —

Aparta la vista. Se me encoge el estómago una y otra vez, y la cabeza comienza a darme vueltas. El aire empieza a correr entre nosotros de nuevo. La espontánea declaración de Hardin me deja de piedra. Porque yo también lo deseo. Más que a nada.

—Sé que tú no... que tú no sientes lo mismo, pero... —comienza a decir, pero esta vez soy yo la que lo interrumpe.

Le separo las manos de las rodillas y tiro de ellas para atraerlo hacia mí. Él se inclina sobre mí con una mirada de incertidumbre en sus ojos verdes. Engancho un dedo en el cuello de su camiseta y lo pego a mí. Cara a cara. Apoya una rodilla junto a mis piernas en el banco, y yo vuelvo a mirarlo a los ojos. Respira hondo un par de veces mientras su mirada alterna entre mis labios y mis ojos. Se
pasa la lengua por el labio inferior, y me aproximo a él poco a poco. Esperaba que ya me hubiera besado.

—Bésame —le ruego.

Y sigue acercando la cabeza, recostándose sobre mí, y me recorre la espalda con el brazo para que me tumbe, hasta que tengo la espalda completamente apoyada en el acolchado banco del ventanal. Separo las piernas para él, por segunda vez en el día de hoy, y él se coloca entre ellas. Su cara está a escasos centímetros de la mía cuando levanto la cabeza para besarlo. No puedo esperar
más. Cuando nuestros labios entran en contacto, se aparta un poco, me acaricia el cuello con la nariz y deposita un pequeño beso en él para después volver a acercar los labios a los míos lentamente. Me besa la comisura de la boca, el mentón, y me provoca escalofríos de placer por todo el cuerpo. Sus
labios acarician los míos de nuevo mientras pasa la lengua por mi labio inferior antes de cerrar la boca contra la mía y volver a abrirla. El beso es suave y lento, y hace girar la lengua alrededor de la mía. Una de sus manos descansa en mi cadera aferrada al vestido, que se me ha subido por encima de los muslos. Con la otra mano me acaricia la mejilla mientras me besa; yo tengo los brazos cruzados a su espalda y lo abrazo con fuerza. Cada fibra de mi ser quiere morderle los labios, quitarle la camiseta, pero su suave y tierna forma de besarme me hace sentir incluso mejor que con el calentón habitual.

Los labios de Pedro se amoldan a los míos, y yo deslizo las manos por su espalda. Sus estrechas caderas se mecen contra las mías, y un gemido escapa de mis labios. Él amortigua mis jadeos con la boca.

—Pau, me encanta lo que me haces..., cómo me haces sentir —susurra contra mis labios.

Sus palabras hacen que me desate, y busco el extremo de su camiseta para quitársela. Su mano desciende desde mi mejilla, por mi pecho, hasta llegar al estómago, donde se me pone la carne de gallina. Mueve la mano hacia el pequeño hueco que queda entre nuestros cuerpos, donde mis piernas
se separan, y jadeo cuando me acaricia con ternura por encima de las medias de encaje. Aplica un poco más de presión, y yo gimo y arqueo la espalda en el banco.

Da igual lo mucho que me haga enfadar o rabiar, que en cuanto me toca estoy a su merced. Sin embargo, parece estar perdiendo la calma y el control; está intentando contenerse, pero veo cómo se quiebra su fuerza de voluntad. Me acaricia la mejilla con la nariz mientras yo le quito la camiseta, pero se le atasca en la cabeza y se separa de mí para darle un tirón. Deja caer la prenda al suelo y
acto seguido vuelve a bajar la cabeza y a buscar mis labios. Le agarro la mano y vuelvo a ponerla entre mis piernas. Él deja escapar una risita y me mira desde arriba.

—¿Qué quieres que hagamos, Pau? — Tiene la voz ronca.

—Lo que sea —le digo, y va en serio.
Haría cualquier cosa con él, y no me importan las consecuencias que pueda tener en el futuro. Me ha dicho que me desea, y soy suya. Lo he sido desde la primera vez que lo besé.

—No digas «lo que sea», porque hay muchas cosas que puedo hacerte — gruñe, y vuelve a presionar el pulgar contra mis medias y mis bragas.

Se me dispara la imaginación y se me ocurren muchas ideas.

—Tú decides —susurro en un jadeo mientras él mueve el pulgar en círculos.

—Te has mojado para mí, puedo sentirlo bajo tus medias. —Se humedece los labios, y yo vuelvo a jadear—. Voy a quitártelas, ¿vale? — pregunta.

Pero, antes de que pueda responderle, se separa de mí. Me sube el vestido y comienza a bajarme las medias, a la vez que las bragas. Al sentir el aire fresco, doy un respingo.

—Joder —susurra mientras observa mi cuerpo y se detiene entre mis piernas.
Incapaz de contenerse, baja la mano y desliza un dedo alrededor de mi sexo.
Luego se lleva el dedo a los labios y comienza a chupárselo con los ojos entornados. «Uf.» Mirarlo hace que una ola de calor me recorra todo el cuerpo.

—¿Recuerdas cuando te dije que quería saborearte? —pregunta, y yo asiento—. Bien, quiero hacerlo ahora. ¿Vale?

El deseo domina su expresión. La idea me da un poco de vergüenza, pero si va a gustarme tanto como sus caricias en el arroyo, quiero que lo haga. Vuelve a humedecerse los labios y clava la mirada en la mía. La última vez que lo dejé que hiciera esto acabamos discutiendo porque se pasó conmigo. Espero que no vuelva a estropearlo.

—¿Quieres que lo haga? —pregunta, y se me escapa un gemido.

—Por favor, Pedro, no me obligues a decirlo —le ruego.
Vuelve a bajar la mano y desliza los dedos por mi entrepierna trazando amplios círculos.

—No voy a hacerlo —me promete.
Me siento aliviada. Asiento con la cabeza, y él suspira.

—Deberíamos tumbarnos en la cama para que tengas más espacio —propone, y me tiende la mano.

Me bajo el vestido cuando me levanto, y él me sonríe con malicia. Se acerca a un lado del ventanal y tira de un cordel para soltar las gruesas cortinas azules, con lo que la habitación se oscurece.

—Quítatelo —me pide en voz baja, y hago lo que me dice.

El vestido se arremolina a mis pies, y lo único que llevo es el sujetador. Es blanco, liso, con un lacito entre las dos copas. Se queda embobado mirando y se recrea en mi pecho, tras lo cual estira el brazo para sujetar el lacito entre sus largos dedos.

—Adorable. —Sonríe, y yo me siento avergonzada.

Tengo que invertir en ropa interior nueva si Pedro va a seguir viéndome así. Intento tapar mi cuerpo desnudo para que no lo vea. Me siento mucho más cómoda con él que con nadie, pero eso no quita que me dé vergüenza estar delante de él sin nada más que el sujetador. Echo una mirada a la puerta, y él se acerca para asegurarse de que está cerrada con llave.

—¿Me estás vacilando? —lo regaño, y él niega con la cabeza.

—Qué va. —Se ríe entre dientes y me guía a la cama—. Túmbate al borde, con los pies en el suelo para que pueda arrodillarme delante de ti —me explica.

Me tumbo sobre el enorme colchón, y Pedro me agarra por los muslos y tira de mí hasta el borde. Me cuelgan los pies, pero no llegan al suelo.

—Acabo de darme cuenta de lo alta que es esta cama —dice, y se ríe—. Así que mejor apóyate contra la cabecera.

Obedezco, y él me sigue. Rodea mis muslos con los brazos y dobla un poco las rodillas, con lo que queda agachado frente a mí, entre mis piernas. La expectación por saber qué se siente me está volviendo loca. Ojalá tuviera más experiencia para saber qué esperar.

Sus rizos me hacen cosquillas en los muslos cuando baja la cabeza.

—Voy a hacerte disfrutar mucho — murmura contra mi estómago.

Siento el tamborileo de mi pulso en los oídos, y por un momento me olvido de
que estamos en una casa ajena.

—Abre las piernas, nena —susurra, y yo lo hago.

Me dedica una embelesada sonrisa, baja la cabeza y me besa justo debajo del ombligo. Su lengua recorre mi pálida piel, y, tras un rápido pestañeo, cierro los ojos. Él mordisquea y succiona, y gimo.
Escuece un poco, pero hay algo tan sensual en ello que no me importa el dolor.

—Pedro, por favor... —suspiro. Tengo que encontrar alguna forma de aliviar esta lenta y excitante tortura.

Y entonces, sin previo aviso, presiona la lengua contra mi centro, haciéndome gemir de placer.

Va dando cortas pasadas con la lengua, y yo me aferro al edredón de la cama. Me estremezco bajo su experimentada lengua, y él aprieta más los brazos para mantenerme en esa posición. Siento que su dedo acompaña las caricias de su
lengua, y comienzo a notar un intenso calor en el estómago. Noto el frío metal de su aro, que añade una textura y una temperatura diferente a la sensación.

Sin mi permiso, Pedro desliza un dedo suavemente dentro de mí y comienza a moverlo con cuidado. Cierro los ojos con fuerza a la espera de que ese molesto escozor se vaya.

—¿Estás bien? —Levanta un poco la cabeza. Sus gruesos labios están húmedos de mí.

Asiento, incapaz de encontrar las palabras adecuadas, y él retira el dedo despacio y vuelve a introducirlo. Es una sensación increíble al combinarla con la lengua. Gimo y apoyo una mano sobre su suave cabello, en el que enredo las manos y tiro. Su dedo sigue entrando y saliendo de mí poco a poco. Los truenos resuenan por toda la casa, retumban en las paredes y por todos lados, pero estoy demasiado ocupada para darle importancia.

—Pedro... —jadeo cuando su lengua encuentra ese punto extremadamente sensible y lo chupa con cuidado.

Nunca había imaginado que pudiera sentir algo así, que pudiera gustarme tanto. El placer se adueña de mi cuerpo, y miro de reojo a Pedro, que está tremendamente sexi entre mis piernas, y cómo sus fuertes músculos se contraen bajo la piel mientras introduce y saca el dedo.

—¿Te gustaría correrte así? —pregunta.

Gimo al perder el contacto de su lengua, y asiento a toda prisa. Él me sonríe con malicia y vuelve a lamerme, esta vez dando golpecitos en el punto que, en sentido literal, he empezado a adorar.

—Uf, Pedro... —gimo, y él jadea contra mí y envía las vibraciones directas a mi centro.

Las piernas se me entumecen, y murmuro su nombre una y otra vez a medida que pierdo el control. Se me nubla la vista y cierro con fuerza los ojos. Pedro me sujeta y acelera el ritmo de la lengua. Retiro la mano de su cabeza y me tapo la boca con ella, hasta me muerdo para asegurarme de que no voy a gritar. Unos segundos después, hundo la cabeza en la almohada y mi pecho se agita arriba y abajo mientras intento recuperar el aliento. Siento un hormigueo por todo el cuerpo a causa del estado de euforia que acabo de experimentar.

Apenas si me doy cuenta de que Pedro se ha movido y se ha tumbado a mi lado. Se apoya sobre un codo y me acaricia la mejilla con el pulgar. Me da tiempo a volver a la realidad antes de incitarme a hablar.

—¿Te ha gustado? —pregunta, y noto en su voz un atisbo de duda cuando vuelvo la cabeza para mirarlo.

—Ajá... —asiento, y él se ríe por lo bajo.
Ha sido increíble, más que increíble. Ahora entiendo por qué todo el mundo hace este tipo de cosas.

—Es relajante, ¿verdad? —bromea.
Con la yema del pulgar me acaricia el labio inferior. Saco la lengua para humedecerme los labios, y ésta roza su dedo.

—Gracias. —Sonrío con timidez.

No sé por qué me siento avergonzada después de lo que acabamos de hacer, pero así es. Pedro me ha visto en el estado más vulnerable, un estado que nadie más conoce, y es algo que me aterroriza al tiempo que me excita.

—Debería haberte avisado de que iba a usar los dedos. He intentado hacerlo con cuidado —dice a modo de disculpa.
Niego con la cabeza.

—No pasa nada, me ha gustado. —Me sonrojo.

Él sonríe y me acomoda un mechón de pelo detrás de la oreja.
Un ligero escalofrío me recorre la columna, y Pedro frunce las cejas.

—¿Tienes frío? —pregunta, y asiento. Me sorprende que deshaga un lado de la cama y tape con el edredón mi cuerpo casi desnudo.

Un arranque de valentía me lleva a pegarme aún más a él. Me observa con detenimiento mientras me encojo y apoyo la cabeza sobre la dura superficie de su estómago. Su piel está más fría de lo que esperaba, aunque la brisa de la tormenta todavía corre por la habitación. Tiro de la sábana hasta cubrirle el pecho, y quedo tapada por completo. Él la levanta para dejarme la cara al descubierto, pero me escondo y comienzo a reírme mientras jugamos a nuestro particular escondite.

Ojalá pudiera quedarme aquí tumbada con él durante horas sin dejar de sentir el latido de su corazón en mi mejilla.

—¿Cuánto tiempo nos queda antes de volver abajo? —pregunto.
Él se encoge de hombros.

—Deberíamos bajar ya, antes de que piensen que estamos follando —bromea, y ambos nos reímos un poco.

Me estoy acostumbrando poco a poco a lo malhablado que es, pero me sigue pareciendo un poco chocante oírlo emplear ese tipo de palabras de una forma tan natural. Lo que más me sorprende es el hormigueo que me produce en la piel cuando las dice.

Refunfuño y me bajo de la cama. Siento la mirada de Pedro clavada en mí cuando me agacho para recuperar la ropa. Le tiro la camiseta, y se la pone, tras lo cual se revuelve el pelo, ya de por sí alborotado. Introduzco los pies por las aberturas de las bragas y me contoneo para subírmelas bajo su atenta mirada. 

Lo siguiente son las medias, y por poco me caigo de bruces cuando empiezo a ponérmelas.

—Deja de mirarme; me estás poniendo nerviosa —le espeto, y él sonríe. Se le marcan los hoyuelos como nunca.

Mete las manos en los bolsillos de los pantalones y alza la vista al techo. Yo suelto una risita mientras termino de subirme las medias.

—¿Puedes abrocharme el vestido cuando me lo ponga? —le pregunto.

Él me estudia de arriba abajo, y a un metro de distancia me doy cuenta de que se le dilatan las pupilas. Bajo la vista y entiendo por qué. El sujetador me realza mucho el pecho, y las medias de encaje me quedan por encima de las caderas; de repente me siento como una pin-up.

—Sí..., claro —balbucea.

Es alucinante que a un hombre tan guapo y sexi como Pedro le altere tanto alguien como yo. Sé que la gente me considera atractiva, pero no soy nada comparada con las chicas con las que él suele tontear. No llevo tatuajes, ni piercings, y tengo un estilo de vestir muy conservador.

Me pongo el vestido y me doy la vuelta, con la espalda al descubierto frente a él y a la espera de que me suba la cremallera. Me recojo el pelo y me lo sujeto sobre la cabeza. Él me acaricia el hueco de la columna con un dedo, esquivando el sujetador, antes de cerrar el vestido. Me estremezco y apoyo la espalda contra él. Pongo el culo en pompa y oigo que ahoga un suspiro. Sus manos descienden hasta mis caderas, que aprieta con suavidad. Noto que se va endureciendo, lo que me provoca el enésimo escalofrío del día.

—¿Pedro? —Se oye la voz de Karen en el pasillo, seguida de unos delicados golpecitos en la puerta, y doy miles de gracias por que ambos estemos vestidos.
Él pone los ojos en blanco.

—Luego —me promete susurrándome al oído, y se aproxima a la puerta. Enciende la luz antes de abrirla y revelar la presencia de Karen.

—Siento mucho molestar, pero he hecho unos postres y he pensado que quizá querríais probarlos —ofrece con dulzura.

Pedro no responde, pero se vuelve para mirarme a la espera de mi respuesta.

—Sí, sería genial —digo con una sonrisa, que ella me devuelve.

—¡Estupendo! Nos vemos abajo —nos dice, y se aleja.

—Yo ya me he comido el postre —dice Pedro con malicia, y le doy un puñetazo en el brazo.

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