Me vuelvo hacia la ventanilla del coche; no quiero ser la primera en
hablar. Pasadas un par de manzanas, Pedro enciende la radio y la pone a todo
volumen. Pongo los ojos en blanco pero trato de ignorarlo. Hasta que no lo
soporto más. Odio su gusto musical, y me está dando dolor de cabeza. Sin pedir
permiso, bajo el volumen y Pedro me mira.
—¿Qué? —salto.
—Caray, parece que alguien está de mala leche —dice.
—No, sólo es que no quería escuchar eso, y si alguien está de mal humor
aquí, ése eres tú. Antes te has portado fatal conmigo, y luego vas y me mandas
un mensaje pidiéndome que me quede a dormir contigo. No lo entiendo.
—Estaba enfadado porque has sacado el tema de la boda. Ahora que ya hemos
decidido que no vamos a ir, ya no tengo por qué estar de mal humor —replica en
tono tranquilo y seguro.
—No hay nada decidido, ni siquiera lo hemos hablado.
—Sí que lo hemos hablado, y ya te he dicho que no voy a ir, así que déjalo
de una vez, Paula.
—Puede que tú no vayas a ir, pero yo sí. Y esta semana pienso ir a casa de
tu padre a aprender a hacer pasteles con Karen —le digo.
Aprieta los dientes y me mira fijamente.
—No vas a ir a la boda. Y ¿qué pasa?, ¿de repente Karen es tu mejor amiga?
¡Si acabas de conocerla!
—¿Y qué si acabo de conocerla? ¡A ti también acabo de conocerte!
Agacha la cabeza y me siento fatal, pero es la pura verdad.
—¿Por qué estás tan respondona?
—Porque no pienso permitir que me digas lo que debo o no debo hacer, Pedro.
Olvídalo. Si quiero ir a la boda, iré, y me gustaría mucho que vinieras
conmigo. Podría ser divertido, a lo mejor hasta te lo pasas bien. Significaría
mucho para tu padre y para Karen, aunque a ti eso parece darte igual.
No dice nada. Deja escapar una larga bocanada de aire y yo me vuelvo otra
vez hacia la ventanilla. El resto del trayecto transcurre en silencio, estamos
demasiado enfadados para hablar. Cuando llegamos a la fraternidad, Pedro saca
mi bolsa del asiento de atrás y se la echa al hombro.
—¿Por qué eres miembro de una fraternidad? —le pregunto. Llevo queriendo
saber la respuesta desde que descubrí que tenía una habitación aquí.
Respira hondo, echamos a andar hacia los escalones de la entrada.
—Porque, para cuando llegué aquí, todas las residencias de estudiantes
estaban llenas, y ni de coña iba a vivir con mi padre. Así que ésta era una de
las pocas opciones que me quedaban.
—Y ¿por qué te has quedado?
—Porque no quiero vivir con mi padre, Pau. Además, mira qué casa: está muy
bien, y tengo la habitación más grande. —Sonríe pagado de sí mismo y me alegro
de ver que se le está pasando el cabreo.
—¿Por qué no te vas a vivir fuera del campus? —le pregunto.
Se encoge de hombros. Es posible que no quiera tener que buscarse un
trabajo.
Lo sigo a su habitación en silencio y espero a que abra la puerta. ¿De
dónde le viene la obsesión de no dejar que nadie entre en su cuarto?
—¿Por qué no dejas que nadie entre en tu habitación? —pregunto.
Pedro pone los ojos en blanco al tiempo que deja mi bolsa en el suelo.
—¿Por qué siempre haces tantas preguntas? —gruñe, y se sienta en una silla.
—No lo sé... Y ¿por qué tú nunca las contestas? —replico y, cómo no, él me
ignora—. ¿Puedo colgar mi ropa para mañana? No quiero que se arrugue de estar
en la bolsa.
Lo piensa un segundo antes de asentir y sacar una percha del armario. Saco
la blusa y la falda y las cuelgo en la percha sin hacer ni caso de la mueca que
hace al verlas.
—Mañana tengo que levantarme más pronto que de costumbre —lo informo
—. Debo estar en la estación de autobuses a las nueve menos cuarto. Hay una
parada a tres calles que está en la ruta que me deja a dos manzanas de Vance.
—¿Qué? ¿Vas a ir allí mañana? ¿Por qué no me lo has dicho?
—Te lo he dicho, pero estabas demasiado ocupado cabreándote como para prestarme
atención — disparo.
—Te llevo yo, no hace falta que te tires una hora en el autobús.
Quiero rechazar su oferta sólo por chincharlo, pero no lo hago. Prefiero el
coche de Pedro a un autobús atestado de gente.
—Voy a tener que comprarme un coche, no creo que pueda vivir sin uno mucho
más tiempo. Si me cogen para las prácticas, tendré que ir en autobús.
—Te llevaría yo —dice casi en un susurro.
—Me compraré un coche —insisto—. Lo último que necesito es que un día te
cabrees conmigo y no vengas a recogerme.
—Yo nunca te haría eso —replica en tono serio.
—Sí que lo harías, y yo me volvería loca intentando encontrar un autobús de
vuelta a casa. No, gracias —digo medio en broma.
Creo que podría fiarme de él, pero no voy a arriesgarme. Es demasiado
temperamental. Pedro enciende el televisor y se pone de pie para cambiarse. Me
lo quedo mirando. Por muy enfadada que esté con él, nunca me perdería la
oportunidad de verlo desnudarse. Primero se quita la camiseta y luego sus
músculos se contraen bajo su piel mientras se desabrocha y se baja los pantalones
vaqueros negros y ajustados. En un primer momento pienso que va a dejarse
puesto sólo el bóxer, pero luego saca un pantalón de algodón fino del armario.
Sin embargo, no se pone camiseta, qué suerte la mía.
—Ven —musita, y me tiende la camiseta que acaba de quitarse.
No puedo evitar sonreír cuando la tengo en mis manos. Es nuestra costumbre,
se ve que le gusta que duerma con su camiseta tanto como a mí el olor de su
fragancia en la tela. Pedro se pone a ver la tele mientras yo me cambio y me
pongo su camiseta y unos pantalones de hacer yoga. Son más bien unas mallas de
licra, pero son cómodas. Doblo mi sujetador y mi ropa y Pedro me mira. Se
aclara la garganta y sus ojos recorren mi cuerpo.
—Son... muy... sexis.
Me ruborizo.
—Gracias.
—Mucho mejor que los pantalones de franela con nubecitas —bromea, y me echo
a reír.
Me siento en el suelo. No sé por qué, pero estoy muy a gusto en su
habitación. Puede que sean los libros, o Pedro, no lo tengo claro.
—Lo que has dicho en el coche, lo de que apenas me conoces..., ¿iba en
serio? —dice en voz baja. Es una pregunta que no me esperaba.
—Más o menos. No es fácil llegar a conocerte.
—Yo tengo la impresión de que te conozco —responde mirándome a los ojos.
—Sí, porque te dejo. Te cuento cosas sobre mí.
—Yo también te cuento cosas. Puede que no lo parezca, pero me conoces mejor
que nadie.
Baja la mirada y luego vuelve a mirarme a los ojos. Parece triste y
vulnerable, nada que ver con su intensa rabia de siempre, aunque sigue igual de
cautivador.
No estoy muy segura de cómo responder a su confesión. Creo que conozco a Pedro
de un modo muy personal, como si conectásemos a un nivel mucho más profundo que
simplemente conocer detalles de información el uno del otro, pero ni mucho
menos lo conozco bien. Necesito saber más.
—Tú también me conoces mejor que nadie —le digo.
Me conoce, a la verdadera Pau. No a la Pau que tengo que fingir que soy con
mi madre o con Noah. Le he contado a Pedro cosas sobre cómo mi padre abandonó a
mi madre, le he hablado de las críticas de mi madre y de miedos que jamás le
había referido a nadie.
A Pedro le complace lo que he dicho, una sonrisa ilumina su bello rostro,
se levanta del sillón y se me acerca. Me coge de las manos y tira de ellas para
ayudarme a ponerme en pie.
—¿Qué quieres saber, Pau? —me pregunta, y el corazón se me derrite.
Pedro por fin está dispuesto a hablar de sí mismo. Estoy un poco más cerca
de comprender a este hombre complicado, enfadado con el mundo y, a la vez,
adorable.
Nos tumbamos en la cama, mirando al techo, y le hago al menos un centenar
de preguntas. Me habla del lugar en el que se crio, Hampstead, y de lo mucho
que le gustaba vivir allí. Me habla de la cicatriz que tiene en la rodilla, que
se la hizo la primera vez que montó en bicicleta sin ruedecillas auxiliares; su
madre se desmayó al ver la sangre. Su padre se pasaba todo el día en el bar, de
sol a sol, así que tuvo que enseñarle su madre. Me habla del posgrado y de que
se pasaba el día leyendo.
Nunca ha sido muy sociable y, con el transcurso de los años, su padre
empezó a beber más y más y sus padres se peleaban de continuo. Me cuenta que a
los dieciséis años lo expulsaron del instituto porque se pegaba con los demás y
su madre suplicó para que lo readmitieran. Empezó con los tatuajes a los
dieciséis, se los hacía un amigo en el sótano de su casa. Lo primero que se
tatuó fue una estrella, y en cuanto estuvo terminada supo que quería muchos
más. Me cuenta que no hay ninguna razón en concreto para que no se haya tatuado
la espalda, sólo es que aún no se ha puesto a ello. Odia los pájaros a pesar de
que lleva dos tatuados en la clavícula, y le encantan los coches clásicos. El mejor
día de su vida fue el día en que aprendió a conducir y, el peor, el día en que
sus padres se divorciaron. Su padre dejó de beber cuando él tenía catorce años,
y desde entonces ha estado intentando compensar los horrores del pasado, pero Pedro
no quiere saber nada.
Estoy mareada de tanta información, y siento que por fin empiezo a
entenderlo. Aún quedan muchas cosas que me gustaría saber de él, pero se queda
dormido hablándome de una casita de juguete que su madre, una amiga y él
construyeron con cajas de cartón cuando tenía ocho años.
Cuando duerme parece mucho más joven ahora que sé cómo fue su infancia. Por
lo visto fue muy feliz hasta que el alcoholismo de su padre lo envenenó todo y
nació el Pedro enfadado con el mundo. Le doy al rebelde orgulloso un beso en la
mejilla antes de acurrucarme y cerrar los ojos.
No quiero despertarlo, así que sólo me echo el edredón por encima. Esa
noche sueño con un niño de pelo rizado que se cae de la bici.
—¡No!
Me sobresalto al oír la voz atormentada de Pedro. Lo busco y me lo
encuentro retorciéndose en el suelo. Me levanto de un brinco y corro a su lado.
Lo cojo por los hombros con cuidado para intentar despertarlo. La última vez me
costó mucho, así que me agacho y lo rodeo con los brazos cuando intenta
apartarse de mí. Un balbuceo se escapa de sus labios perfectos y abre los ojos.
—Pau —dice con un grito ahogado.
Me abraza. Está jadeante, sudoroso. Debería preguntarle por sus pesadillas,
pero tampoco quiero pasarme. Me ha contado mucho más de lo que esperaba.
—Aquí estoy, aquí estoy —digo para consolarlo.
Le tiro del brazo para que se levante y vuelva conmigo a la cama. Cuando
sus ojos encuentran los míos, el miedo y la confusión desaparecen lentamente.
—Creía que te habías ido —susurra.
Nos acostamos y me estrecha contra sí todo lo físicamente posible. Le peino
con los dedos el pelo húmedo y enredado y cierra los ojos.
No digo nada, sólo sigo pasándole los dedos por el pelo.
—No me dejes nunca, Pau —susurra antes de quedarse dormido.
El corazón casi se me sale del pecho al oír su ruego, y sé que mientras él
quiera aquí estaré.
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