Mis ojos se adaptan a la oscuridad, aunque la única claridad que hay es la de la luz de la luna que se filtra por el amplio ventanal.
—¿Pedro? —susurro.
Oigo que maldice al tropezar con algo e intento no reírme.
—Estoy aquí —dice, y enciende una lámpara del escritorio.
Observo la enorme habitación, que me recuerda a la de un hotel. Una cama con dosel con sábanas oscuras está centrada contra la pared que hay al otro extremo del cuarto; parece de tamaño extragrande, con al menos veinte almohadones encima. El escritorio de madera de cerezo también es enorme, y el monitor del ordenador que reposa sobre éste es más grande que el televisor de mi habitación en la residencia. El gran ventanal tiene un banco adosado, mientras que las demás ventanas están cubiertas por unas gruesas cortinas azul marino que impiden que entre la luz de la luna.
—Éste es mi... cuarto —dice Pedro, y se frota el cuello con la mano. Parece casi avergonzado.
—¿Tienes un cuarto aquí? —pregunto, aunque es evidente que sí.
Es la casa de su padre, y Landon vive aquí. Él me dijo que Pedro nunca venía, así que tal vez por eso parece más un museo, con todo nuevo y un aire muy impersonal.
—Sí... Nunca he dormido aquí... hasta esta noche.
Se sienta en un baúl que hay a los pies de la cama y se desata las botas. Se
quita los calcetines y los mete dentro del calzado. No puedo creerme que vaya a formar parte de una primera vez de algo para Pedro.
—Vaya, ¿y eso por qué? —pregunto, aprovechándome de su ebria honestidad.
—Porque no quiero. Odio esta casa — responde en voz baja.
Se desabrocha los pantalones negros y los desliza por sus piernas.
—¿Qué estás haciendo?
—Desnudarme —responde, afirmando lo obvio.
—Pero ¿por qué?
Aunque una parte de mí está deseando sentir sus manos sobre mi cuerpo de nuevo, espero que no crea que voy a practicar sexo con él.
—No querrás que duerma con vaqueros y botas —dice medio riéndose.
Se aparta el pelo de la frente y éste se le queda de punta. Todos sus gestos avivan el fuego salvaje que recorre mi cuerpo.
—Ah —respondo.
Se quita la camiseta y yo aparto la mirada. Su estómago tatuado es perfecto. Me lanza la prenda pero no la cojo y dejo que caiga al suelo. Enarco una ceja y él sonríe.
—Póntela para dormir. Supongo que no querrás meterme en la cama con la ropa interior. Aunque, por supuesto, a mí no me importaría en absoluto que lo hicieras. —Me guiña un ojo y me río como una tonta.
«¿Por qué me estoy riendo?»
No puedo dormir con su camiseta, me sentiré demasiado desnuda.
—Dormiré con lo que llevo puesto — decido.
Observa mi ropa. No ha hecho ningún comentario grosero respecto a mi falda larga ni mi blusa azul holgada, así que espero que no empiece ahora.
—Vale, como quieras; si prefieres estar incómoda, adelante.
Se dirige a la cama, vestido sólo con su bóxer, y empieza a tirar los cojines de decoración de la cama al suelo.
Me acerco y abro el baúl, que, como había imaginado, está vacío.
—No los tires al suelo. Van aquí —le digo, pero él se ríe y arroja otro más al suelo.
Gruñendo, recojo los cojines y los guardo en el baúl. Pedro se ríe de nuevo y retira el cubrecama antes de dejarse caer sobre el colchón. A continuación se lleva los brazos detrás de la cabeza, cruza los pies y me sonríe. Las palabras tatuadas en sus costillas se estiran por la posición de sus brazos. Su cuerpo largo y definido es exquisito.
—No irás a lloriquear por tener que dormir en la cama conmigo, ¿verdad? — pregunta, y pongo los ojos en blanco.
No pensaba hacerlo. Sé que está mal, pero deseo dormir en la cama con Pedro más de lo que he deseado nunca nada antes.
—No, la cama es lo bastante grande para los dos —respondo con una sonrisa.
No sé si es por su sonrisa o por el hecho de que sólo lleve puesto el bóxer, pero estoy de mucho mejor humor que antes.
—Ésa es la Pau que a mí me gusta — bromea, y el corazón se me sale del pecho ante su elección de palabras. Sé que no le gusto, y que nunca le gustaré, no de esa manera, pero me ha encantado oírlo de sus labios.
Me meto en la cama y me acurruco en un extremo, lo más alejada del cuerpo de Pedro que puedo. Un centímetro más y me caeré al suelo. Oigo cómo se ríe y me vuelvo para mirarlo.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Nada —miente, y se muerde el labio para intentar no reírse.
Me gusta este Pedro juguetón; su humor es contagioso.
—¡Dímelo! —digo haciendo pucheros.
Sus ojos se centran en mi boca y se lame los labios antes de atrapar el piercing entre los dientes.
—Nunca has dormido con un chico, ¿verdad?
Se pone de lado y se acerca un poco a mí.
—No —respondo sencillamente, y su sonrisa se intensifica.
Estamos sólo a medio metro de distancia y, sin pensar, alargo la mano y le meto el dedo en el hoyuelo de la mejilla. Él me mira a los ojos sorprendido. Me dispongo a apartar la mano, pero él me la coge y vuelve a pegarla a su cara, después empieza a subirla y a bajarla por su mejilla lentamente.
—No entiendo por qué nadie te ha follado todavía; con toda esa planificación que haces, debes de oponer una buena resistencia —dice, y trago saliva.
—Nunca he tenido que resistirme con nadie —admito.
Los chicos del instituto me encontraban atractiva y me tiraban los trastos, pero nadie intentó nunca hacerlo conmigo. Todos sabían que estaba con Noah; éramos populares y a los dos nos votaban como reyes del baile todos los años.
—O estás mintiendo o fuiste a un instituto de ciegos —replica—. Sólo con mirarte los labios se me pone dura.
Sofoco un grito ante sus palabras, y él se ríe. Acerca mi mano a su boca y la pasa por sus labios húmedos. Siento su aliento cálido en mis dedos, y me sorprende cuando saca los dientes y me muerde la yema del dedo índice con suavidad, lo que me provoca ese extraño hormigueo en la parte inferior
del estómago. Desliza mi mano por su piel y las puntas de mis dedos recorren el tatuaje de una enredadera que tiene en el cuello. Pedro me observa detenidamente, pero no me frena.
—Te gusta cómo te hablo, ¿verdad? — Su expresión es oscura, pero muy sexi... Contengo la respiración, y él sonríe—. Veo cómo te sonrojas, y oigo cómo se altera tu respiración. Contéstame, Pau, utiliza esos labios carnosos que tienes —dice, y me río tímidamente.
No sé qué otra cosa hacer. Jamás admitiré que sus palabras activan algo en lo más profundo de mi ser.
Me suelta la mano pero envuelve mi muñeca con sus dedos y hace desaparecer el espacio que nos separa. Tengo calor, demasiado. Necesito refrescarme o no tardaré en empezar a sudar.
—¿Puedes encender el ventilador? — pregunto, y él arruga la frente—. Por
favor.
Suspira, pero se levanta de la cama.
—Si tienes calor, ¿por qué no te quitas toda esa ropa tan pesada? Además, esa falda tiene pinta de picar.
Ya me extrañaba que no se metiera con mi ropa, pero su comentario me hace sonreír porque sé cuáles son sus verdaderas intenciones.
—Deberías vestirte acorde con tu figura, Pau. Esa ropa esconde todas tus curvas. Si no te hubiese visto en ropa interior, jamás habría imaginado lo sexi que eres y las magníficas curvas que tienes. Esa falda parece un saco de patatas.
Me río ante esa especie de insulto y cumplido a la vez.
—¿Qué sugieres que me ponga? ¿Medias de rejilla y tops palabra de honor?
—No. Bueno, me encantaría verte con eso, pero no. Puedes taparte, pero llevar ropa de tu talla.
Esa blusa también esconde tu pecho, y tienes unas tetas preciosas que no deberías ocultar.
—¡Deja de usar esas palabras! —lo reprendo, y él sonríe.
Vuelve a la cama y acurruca su cuerpo prácticamente desnudo cerca del mío. Sigo teniendo calor, pero los extraños cumplidos de Pedro me han infundido una nueva seguridad en mí misma. Me levanto de la cama.
—¿Adónde vas? —pregunta asustado.
—A cambiarme —contesto, y recojo su camiseta del suelo—. Date la vuelta y no mires —digo con los brazos en jarras.
—No.
—¿Cómo que no?
«¿Por qué se niega?»
—No pienso volverme. Quiero verte.
—Ah, vale —digo.
Sin embargo, me limito a sonreír, sacudo la cabeza y apago la luz.
Pedro protesta, y yo sonrío para mis adentros mientras me bajo la cremallera de la falda. La dejo caer a mis pies y, de repente, se enciende otra luz.
—¡Pedro!
Me apresuro a recoger la falda y a subírmela de nuevo. Él está apoyado sobre un codo y recorre mi cuerpo con la mirada sin ninguna vergüenza. Me ha visto con menos ropa, y sé que no va a hacerme caso, así que respiro hondo y me quito la blusa por la cabeza. He de admitir que estoy disfrutando de este juego. En el fondo sé que quiero que me mire, que me desee. Llevo unas bragas y
un sujetador blancos y sencillos, nada del otro mundo, pero la expresión de Pedro hace que me sienta sexi. Cojo su camiseta y me la pongo. Huele de maravilla, como él.
—Ven aquí —susurra desde su posición.
Entonces acallo la vocecita de mi subconsciente que me dice que huya lo más rápidamente que pueda y me dirijo a la cama.
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