Paula se dejó caer sobre la cama, enterrando la cara entre las manos. ¿Cómo podía confiar en otro hombre? Y no un hombre cualquiera, sino un hombre que la odiaría si supiera que fue ella quien echó a Brett de casa aquella noche. No, ella no era la culpable de la muerte de su marido, pero si no le hubiera gritado, si no hubiera discutido con él, quizá Brett seguiría vivo.
¿Debía arriesgarse a vivir con Pedro? Cinco años antes había estado enamorada de él... pero entonces se marchó de viaje sin decirle adiós. No había que tener una educación universitaria para entender lo que significaba eso: no la quería. Como no la había querido Brett.
Entonces, de repente, Pedro se puso de rodillas delante de ella.
—Paula, querré a ese niño como si fuera mío, sea quien sea el padre. Te lo juro.
Quería creer en la sinceridad que veía en sus ojos, pero Brett la había engañado tantas veces... Paula miró su alianza y luego el montón de facturas que había sobre la cómoda.
Hasta que salió la esquela de Brett en el periódico no había sabido la cantidad de deudas que acumulaba su difunto marido. En el correo de cada día llegaban más y más facturas.
Sólo esperaba que el dinero que consiguiera por la venta de los muebles y los objetos de valor fuera suficiente para quitarse de encima a los acreedores.
Si pudiera vivir sin tener que pagar un alquiler… pero fue el fondo a nombre del niño lo que la llevó a decidirse.
Aparte de las deudas, ¿y si le ocurría algo a ella, como le había ocurrido a su madre? Un simple resfriado terminó siendo una neumonía. Un día su madre estaba llena de vida y al siguiente, había muerto. A partir de entonces, su padre se alejó de ella por completo.
Empezó a trabajar hasta muy tarde, dejándola sola con su tía. Cuando lo único que Paula deseaba era que fuese cariñoso con ella, que no la culpara por haber llevado a casa el virus que mató a su madre...
Su tía se portó muy bien, pero cuando se desató el escándalo tras la muerte de su padre, empezó a hacer planes para marcharse de la ciudad en cuanto ella cumpliera los dieciocho años. Paula se había sentido descartada, sola, abandonada.
Y estaba decidida a que su hijo no tuviera que pasar por eso. Si le pasara algo, Pedro cuidaría de su hijo, estaba segura.
Pero ¿podía vivir con un hombre al que no amaba? Paula se mordió los labios. Doce meses. Dos adultos podían vivir juntos durante ese tiempo sin que pasara nada, se dijo.
—¿Y el sexo? —preguntó, poniéndose colorada. Debería haber abordado el tema de una forma más diplomática, pensó.
Pedro seguía mirándola a los ojos.
—¿Qué?
—Si no vamos a mantener relaciones... ¿qué harás para...? —Paula se aclaró la garganta
—. Ya sabes lo que quiero decir.
—¿Estás preguntando si voy a engañarte?
¿Por qué no? Brett lo había hecho. Además, el suyo no sería un matrimonio de verdad.
—Como el nuestro sería un matrimonio en blanco, no estaríamos engañándonos.
—¿Estás pidiéndome permiso para tener amantes?
—¡No!
—Me alegro. Porque no podría dártelo. Paula, yo nunca he vivido como un monje y no estoy deseando hacerlo, pero las promesas de matrimonio son sagradas. Aunque sólo sea por el niño.
Ella también había creído una vez en lo sagrado de esas promesas, pero la vida le había enseñado que no todo el mundo compartía ese punto de vista.
—Puedo aguantarme durante un año y espero que tú hagas lo mismo. Ésta es una decisión importante, Paula. Y te juro que no lamentarás haberte casado conmigo.
Se le encogió el estómago. No podía arriesgarse a decir que no, pero rezó una plegaria silenciosa para que todo saliera bien.
—Espero que tengas razón.
Pedro se levantó, tomando su mano.
—Vamos. Necesitas comer algo más que unas galletitas.
Lo que necesitaba era estar sola para considerar su decisión, pero Pedro no parecía querer marcharse.
—No me apetece salir.
—No hace falta, yo haré la cena.
—¿Sabes cocinar?
Brett jamás la había ayudado en la cocina. Jamás había pasado por la cocina.
Él la miró por encima del hombro mientras bajaba la escalera.
—¿Quién crees que hacía la comida cuando mi madre murió?
—Habría sido más fácil para ti llevar a tu hermano a un internado. Sólo tenías veintidós años.
—A veces la salida más fácil no es la correcta.
—Y a veces la correcta no es la más fácil. Me estás metiendo mucha prisa, Pedro. Necesito un poco de espacio.
—Y tu hijo necesita un techo. A partir de ahora, es mi obligación cuidar de los dos.
Pedro había vuelto de su reunión. Paula aparcó el Mercedes al lado de su coche y entró en las oficinas de Alfonso—Software el lunes por la tarde, rezando para que su estómago no le diera la lata.
Pero nada más entrar en su despacho se llevó una sorpresa. Alguien había instalado una neverita mientras ella estaba comiendo. Encima, una fuente con galletitas saladas y fruta fresca. Dentro había yogures, zumos y agua mineral.
Suspirando, Paula se sentó tras el escritorio y guardó el bolso en uno de los cajones. Cuando iba a ponerse a trabajar, vio una nota de Pedro sobre la pantalla: No te saltes ninguna comida.
Pedro estaba llevando aquello de ser su guardián hasta el límite. Y empezaba a estar harta. Aunque debía reconocer que sólo pensaba en el niño y que un padre cariñoso era precisamente lo que quería para su hijo.
Durante el fin de semana había intentado buscar una alternativa al matrimonio. Pedro no quería una esposa y ella no quería un marido. Él sólo quería poder relacionarse con el niño y eso sería fácil de resolver. Además, aquélla era una ciudad universitaria, de mentalidad abierta. Podrían compartir el niño sin casarse.
Opal llamó a la puerta en ese momento.
—Enhorabuena por el compromiso y por el embarazo. Yo tengo tres hijos y dos nietos, así que puede preguntarme lo que quiera.
Sorprendida, Paula parpadeó. ¿Cómo iba a romper su compromiso si él ya lo había anunciado a los cuatro vientos?
Entonces se le ocurrió algo: si se negaba a casarse con él, ¿perdería su trabajo? Pedro no podía despedir a la copropietaria de la empresa... ¿o sí? Quizá no, pero podría convertir su vida en un infierno.
—Pedro cuidará de usted y del niño, no se preocupe. Es un hombre maravilloso y estoy segura de que será un padre estupendo. Nunca he conocido a nadie más leal a su familia, a sus amigos, a sus empleados... incluso cuando no lo merecen —siguió Opal, sin mirarla, guardando unas carpetas en los archivos.
Paula la miró, confusa. ¿Sabría algo sobre las aventuras de Brett? ¿Lo sabría todo el mundo en la oficina?
—Ah, por cierto, Pedro ha dicho que quería verla en cuanto llegase.
—Voy ahora mismo —murmuró Paula, sintiendo mariposas en el estómago.
—Por cierto, me gusta su vestido. Ese estilo clásico le sienta estupendamente.
—Gracias.
Le encantaba aquel vestido, que había conseguido en una tienda de segunda mano. No era nada ajustado, como los que le gustaban a Brett. Si pudiera librarse de los zapatos de tacón... pero no tenía dinero para comprar zapatos en aquel momento.
¿Qué pensaría Pedro de la nueva Paula, la que había cambiado su ropa provocativa por otra más clásica? ¿Y por qué le importaba? Había perdido cuatro años de su vida intentando complacer a un hombre. La única aprobación que necesitaba era la de sus colegas.
Paula se detuvo en la puerta de su despacho, con el corazón en la garganta. Pedro Alfonso era un hombre bueno, serio, estable y guapísimo. Podría casarse con cualquier mujer. ¿Por qué quería casarse con ella?
Por el niño, claro. Ésa era la única razón.
Él estaba mirando la pantalla del ordenador, muy concentrado, y Paula aprovechó la oportunidad para estudiarlo. El flequillo oscuro le caía sobre la frente. Se había quitado la chaqueta y sus dedos volaban sobre el teclado con la misma seguridad con la que se habían movido sobre su cuerpo...
—¿Querías verme?
Pedro levantó la cabeza bruscamente y la miró de arriba abajo.
—Siéntate, por favor.
Le temblaban las rodillas mientras se acercaba.
—Gracias por la nevera... y por todo. Pero si es para que no tenga náuseas, hoy no las he tenido. Además, soy perfectamente capaz de cuidar de mí misma.
—Ya lo sé, sólo quería ponértelo más fácil. Por lo que me han contado, se supone que las náuseas se evitan si comes algo a menudo. ¿Vestido nuevo?
—Sí.
Pedro se pasó una mano por el cuello antes de levantarse.
—¿Por qué no me das tus tarjetas de crédito? Si necesitas algo de verdad, podríamos hablarlo...
Paula lo miró, atónita. Y alarmada.
—No.
—Sé que estás muy apenada por la muerte de Brett y también sé que ir de compras es una forma de consolarse para algunas mujeres, pero no deberías gastar dinero hasta que hayas pagado todas tus deudas.
Paula no podía articular palabra. ¿Pedro creía que era ella quien tenía un problema con el dinero? Llevaba toda su vida ahorrando...
—Ese es un comentario increíblemente sexista.
Él tuvo el detalle de ponerse colorado, pero señaló el vestido con la mano.
—¿Niegas que has ido de compras este fin de semana?
—He cambiado algunos de mis vestidos por otros más clásicos en una tienda de segunda mano. No me he gastado un céntimo. Y, para tu información, he roto todas mis tarjetas de crédito.
—Lo siento —suspiró Pedro entonces—. Pero no tienes que vestirte de otra forma... Te di mi palabra de que no volvería... que no volvería a forzarte.
Paula tragó saliva, pero decidió que era el momento de dejar las cosas claras.
—No me forzaste. Nos volvimos locos los dos... perdimos el control. Necesitábamos consuelo, supongo.
Él apretó los dientes.
—Una mujer no pasa de chica de calendario a ejecutiva de la mañana a la noche si no es por una buena razón.
¿Chica de calendario? ¿Ella? Paula estuvo a punto de soltar una carcajada. ¿Significaba eso que la encontraba atractiva?
—Para tu información, me visto así porque quiero, no porque... no por lo que pasó entre nosotros.
—¿Seguro que este cambio no tiene nada que ver con lo que pasó?
—Seguro.
—Brett murió hace tres semanas... Estás haciendo muchos cambios que podrías lamentar más adelante.
—No creo que lamente nada.
Metiéndose las manos en los bolsillos del pantalón, Pedro se apoyó en el escritorio. La pernera del pantalón rozó su pierna y Paula la apartó de inmediato. No lo había hecho a propósito, claro. Pedro ocupaba mucho espacio en todas partes, en su despacho, en sus sueños, dentro de su cuerpo...
«Déjalo, Paula, no sigas pensando en ello».
Sin embargo, un calor desconocido se instaló entre sus piernas al ver cómo esa postura destacaba sus poderosos muslos...
El recuerdo de aquella noche hacía que sintiera un pellizco en el estómago y tuvo que cerrar las piernas. Una cosa era soñar con él, pero ese comportamiento en la oficina...
Cuando se miraron, le pareció ver una chispa en sus ojos, como si hubiera leído sus pensamientos, pero enseguida desapareció.
—Paula, tu trabajo es muy bueno —dijo Pedro entonces, señalando la carpeta de proyectos—. He hecho un par de sugerencias. Incorpóralas y guárdalas en un disquete.
—¿Te ha gustado?
—Sí. Has hecho precisamente lo que yo esperaba. Brett no podría haberlo hecho mejor.
Su marido era la última persona en la que pensaba cuando Pedro la miraba de esa forma.
—¿Te importaría explicarme de dónde has sacado las ideas para el folleto promocional?
Su difunto marido se habría partido de risa si se enterase, pero...
—Brett guardaba sus libros en el ático y yo... les he echado un vistazo.
—¿Has aprendido a hacer un programa de ordenador tú sola, echando un vistazo a los libros?
—Sí —contestó Paula.
—Pero Brett me dijo que tú... que no te gustaba estudiar, que habías suspendido en la universidad.
Brett le había dicho muchas veces que no valía para estudiar, que no tenía cabeza para hacer una carrera universitaria. «No quiero desperdiciar mi dinero», era su frase favorita cuando hablaban del tema. Y, aparentemente, también se lo había dicho a su hermano.
—No tenía mucho tiempo para estudiar, pero no suspendí.
—Entonces, ¿por qué dejaste la carrera?
A su marido no le gustaba que se pasara las tardes estudiando... ni que saliera de casa, pero no quería contarle eso.
—Brett pensaba que mis estudios interferían con nuestro matrimonio.
—¿Él te obligó a dejar la universidad? —exclamó Pedro, atónito.
—Bueno... al final, yo misma tomé esa decisión —contestó Paula. No quería arruinar la imagen que tenía de su hermano pequeño.
—Cuando nos casemos, podrás volver a la universidad. No tendrás que trabajar.
Ojalá pudiera aceptar esa oferta. Pero había pasado por eso una vez y no pensaba hacerlo nunca más. Cuando Brett empezó a trabajar para Pedro, Paula dejó su trabajo para ir a la universidad, como habían planeado. Pero a partir de entonces no sólo se había convertido en una prisionera en su propia casa, sino que Brett le exigía justificación de cada céntimo que gastaba. Que su hermano intentase hacer lo mismo la sacaba de sus casillas. Por mucho que deseara tener una educación universitaria, se negaba a repetir ese error.
—Prefiero trabajar.
—No es necesario.
—Para mí, lo es.
—Paula...
—Nunca he querido vivir sin hacer nada. Empecé a trabajar a los quince años y quiero seguir haciéndolo hasta que nazca el niño. Después, me gustaría seguir trabajando a tiempo parcial. Si no me quieres aquí, buscaré otro sitio.
—Pensé que querrías quedarte en casa cuidando de tu hijo... o volver a la universidad. Puedes hacer las dos cosas, Paula. Contrataremos a una niñera mientras tú vas a clase.
Lo que le proponía sonaba maravilloso... como la oferta de Brett cuatro años antes, pero Paula ya no era tan tonta. Algunas lecciones no se olvidan nunca.
—Mira, Pedro...
—Piénsalo. Tenemos tiempo de sobra —la interrumpió él—. Por cierto, nos casaremos el miércoles que viene a las tres de la tarde. Si quieres invitar a alguien...
Las mariposas que sentía en el estómago se convirtieron en un Boeing 747.
—No tengo a nadie excepto a mi tía... y no creo que quiera venir desde Florida.
—Muy bien. Ah, tu habitación ya está terminada. Puedes llevar tus cosas esta misma tarde.
Paula tragó saliva.
—Esto es muy repentino, ¿no te parece?
—¿Por qué esperar? Toma, ésta es la llave de mi casa —dijo Pedro, con una sonrisa en los labios.
Antes de que pudiera encontrar una razón para rechazar la llave, Opal abrió la puerta el despacho.
—Señora Alfonso, el de la inmobiliaria está al teléfono.
—Pásame la llamada, por favor —dijo Pedro—. La señora Alfonso contestará desde aquí.
A Paula le temblaban tanto las piernas que le costó trabajo levantarse. El sillón de Pedro, al contrario que el de Brett, parecía viejo, muy usado. Era mucho más cómodo. Y olía a él.
¿Cómo iba a concentrarse en la llamada si estaba oliendo su colonia, recordando aquella
noche en la escalera de su casa? ¿Y cómo era posible que pensar en Pedro la excitase cuando su marido no lo había conseguido nunca?
La lucecita del teléfono parpadeaba, devolviéndola al presente. Nerviosa, levantó el auricular y escuchó al agente inmobiliario. Tenía una buena oferta por la casa y quería saber si estaba dispuesta a vender antes de final de mes.
Paula sintió miedo. Debería decir que no, pero con sus problemas económicos y las deudas de Brett como una espada de Damocles sobre su cabeza, no tenía elección.
Y dijo que sí.
Después de colgar, enterró la cara entre las manos. Lo quisiera o no, se había comprometido a casarse con Pedro y a vivir con él, en su casa.
«Por favor, que esto no sea otro error».
Muy buena esta historia parece. Me gusta mucho
ResponderEliminar