El cachorro había desaparecido. Paula se incorporó y encendió la lámpara. No era su imaginación, la cajita de Moro no estaba bajo su cama.
Pedro debía de habérselo llevado, pensó. Pero no lo había oído entrar en la habitación...
¿La habría observado mientras dormía? Se le puso la piel de gallina sólo de pensarlo.
Después de ducharse, Paula se puso una camiseta y un pantalón rojo y bajó a la cocina. Por la ventana vio a un solitario nadador en la piscina, dando largas y potentes brazadas. El cachorro estaba en su cajita, sobre la mesa del jardín, y ella dejó escapar un suspiro de alivio.
Con un vaso de zumo de naranja en la mano, salió al porche y se sentó en una silla, al lado de Moro. Pero no podía dejar de mirar a Pedro. Si iban a tener una relación sincera, tendría que explicarle lo de la alianza. No era justo dejarle creer que seguía enamorada de Brett.
Quince minutos después, Pedro salió de la piscina, con el agua cayendo en cascada por su espalda, moldeando el bañador negro sobre los contornos masculinos de su entrepierna.
Paula apartó la mirada. ¿Cómo era posible que sólo mirando a aquel hombre se sintiera tan femenina? ¿Y por qué Pedro conseguía excitarla cuando habría dado cualquier cosa por sentir la décima parte de esa excitación con su marido? Cuanto más se preocupaba por su falta de respuesta, más tensa se ponía y...
—¿Has dormido bien? —preguntó él, secándose el pelo con una toalla.
—Sí, gracias. Debería haberme levantado antes, pero...
—Estuvimos despiertos toda la noche, es normal que te hayas dormido.
Paula intentaba no mirar, pero sus músculos la fascinaban. El vello oscuro de su pecho se perdía bajo el elástico del bañador...
—Pedro, sobre lo de anoche... no estaba pensando en Brett mientras me besabas.
Él apretó los labios. Intentaba mostrarse tranquilo, pero podía ver que no lo estaba.
—Llevo... llevaba ese anillo por una única razón, para recordar que éste es un matrimonio de conveniencia. Ninguno de los dos espera nada, pero yo...
Había tenido que soportar tantos rechazos en su vida que temía que aquella confesión la llevase a otro. Primero su padre que, cegado por el dolor de haber perdido a su mujer, se había apartado de ella. Luego sus compañeros del instituto, que le dieron la espalda cuando saltó el escándalo sobre su padre. Después Pedro se había cansado de ella y, más tarde, Brett había decidido que no merecía la pena. Tenía miedo, pero debía hacerlo entender.
—Me gustas mucho, Pedro. Eres un hombre amable, generoso, leal. Me gusta todo en ti.
—Ya.
—No pienso volver a enamorarme —siguió Paula, nerviosa—. Nunca. No quiero que vuelvan a romperme el corazón. Llevaba el anillo para recordar que el amor es... complicado. Pero no estaba pensando en Brett. Tú eres tan... diferente de tu hermano. Lo que quiero decir es que nuestro matrimonio podría estar basado en el respeto mutuo y la amistad. Me gustaría que mi hijo tuviera la clase de familia que tú has tenido...
Pedro apoyó las dos manos sobre los brazos de la silla.
—¿Y enamorarte de tu marido sería tan malo?
—El amor se termina —contestó Paula. Y terminaba de una forma muy dolorosa.
—No tiene por qué. Mis padres se quisieron siempre, hasta el último día —dijo él entonces, apartando el flequillo de su cara—. ¿Por qué no dejamos la puerta abierta y vemos qué nos depara este año?
—Yo...
Pedro no la dejó terminar. Tiró de ella y la envolvió en sus brazos.
—Quiero hacerte el amor, pero sólo si no tienes dudas de con quién estas compartiendo la cama.
El corazón de Paula latía, acelerado. Tenía dudas, pero no las que Pedro creía. Sus dudas eran personales. ¿Y si se ponía tensa, si se convertía en un bloque de hielo desde el cuello hasta los pies como le pasaba con Brett? No le había pasado la noche anterior, ni la primera vez, pero sólo eran dos veces y ella había soportado cuatro años de angustia.
¿Podrían ser amantes? Sí, claro. Aunque sólo tenía veintitrés años, era una mujer madura para su edad. Podía tener una relación física con un hombre y, si no ponía el corazón, no acabaría rompiéndoselo.
—Nunca podría confundirte con tu hermano.
Paula entreabrió los labios, pero en lugar de besarla, él apoyó la cara en su cuello y respiró profundamente.
—Hueles tan bien...
—Es el gel de ducha.
Pedro tomó su cara entre las manos y la besó con tal ardor que se le doblaron las rodillas. Apasionado, deslizó las manos por su espalda para apretar su trasero. La dura evidencia de su deseo se clavaba en el estómago de Paula, que enredó los brazos alrededor de su cuello para apretarse más. Estaba empapado y la estaba empapando a ella, pero le daba igual. El beso se volvió carnal, enfebrecido.
Pedro metió las manos bajo su camiseta para desabrochar el sujetador, acariciando su espalda desnuda.
—Vamos arriba. Yo subiré al cachorro.
Insegura y temiendo cometer de nuevo un tremendo error, Paula vaciló. Pedro debió de leer sus pensamientos porque tomó la caja de Moro con una mano y con la otra a ella por la cintura para subir a su dormitorio.
—¿Estás segura? —preguntó, dejando la caja del cachorro en el suelo.
Hacer el amor con él podía acercarla a la familia que siempre había querido...
—Sí.
Pedro empezó a acariciar sus pechos por encima de la camiseta.
—No quiero meterte prisa —dijo con voz ronca, mirándola de una forma que la hacía temblar. Brett nunca la había mirado así, ni siquiera la primera vez.
—Méteme prisa —susurró Paula.
«No me des tiempo a pensar en el pasado o a preocuparme por el futuro. No me des tiempo a preguntarme si estoy cometiendo otro error».
Pedro la tiró sobre la cama y se colocó entre sus piernas abiertas. Le temblaban las manos mientras acariciaba sus aureolas con la punta de los dedos... y repetía luego el proceso con la lengua.
Paula nunca había experimentado algo así e intentó cerrar las piernas, pero él no la dejó. La lengua de aquel hombre sobre sus pechos, sus caricias, la mareaban. Iba a hacer el amor con Pedro. El deseo se revolvía dentro de ella, haciéndola sentirse impaciente como nunca. Aquejo no era una obligación ni era el acto de una mujer al borde de un ataque de nervios. Era algo elemental, un hombre y una mujer y el deseo que sentían el uno por el otro.
No era amor. No podía serlo.
Pedro le bajó el pantalón, dejándola sólo con las braguitas. Durante varios segundos se quedó mirándola, allí, con la luz del día entrando por la ventana.
Paula hizo un esfuerzo para no taparse, concentrándose en el bulto que había bajo sus pantalones. Eso, y su mirada de deseo, le dijo que Pedro no estaba catalogando sus defectos.
Él se puso de rodillas sobre el colchón, apoyándose en los brazos e inclinándose suavemente hasta que el vello de su torso rozó sus pechos. Paula arqueó la espalda para intensificar el contacto y él capturó su boca, como una fiera. Un beso seguía a otro. Pedro abandonó su boca para dejar un rastro de besos por su cuello, su escote, sus pechos...
Chupaba sus pezones, su estómago, su ombligo, mientras, hábilmente, le bajaba las braguitas.
Cuando el trozo de tela desapareció, agarró sus nalgas y bajó la cabeza. Paula se puso tensa. Nunca había experimentado eso, pero entonces Pedro empezó a acariciarla entre las piernas, encontrando el sitio adecuado para hacerle perder la cabeza.
Paula apretó los puños, excitada como nunca, y cuando él se concentró en esa zona en particular, enterró los dedos en su pelo, segura de que no podría soportar tanto placer.
Pedro siguió tocándola hasta que gritó su nombre. Y después, cuando estaba agotada, perdida en un mar de sensaciones nuevas para ella, siguió besándola en los labios. Luego se incorporó un poco para quitarse el bañador, revelando su palpitante masculinidad.
Paula tuvo otro momento de duda. Aquel hombre era perfecto. ¿Por qué estaba con ella? Pero, apartando esos pensamientos negativos, se sentó sobre la cama, tomó su miembro con la mano e inclinó la cabeza...
—Espera —dijo Pedro.
—¿No quieres que...?
—Cariño, si me acerco a tu boca un centímetro más se acabó. Tu aliento está a punto de matarme.
—Pero...
—En otro momento. Túmbate, deja que te quiera, Paula.
Ella intentó llevar aire a sus pulmones, pero Pedro buscaba su boca con ansia. Apoyándose en un brazo, se inclinó hacia delante, hasta que su miembro rozó la entrada de su cueva. Con un dedo, empezó a acariciarla donde sus cuerpos pronto estarían unidos y Paula cerró los ojos.
—No...
—No cierres los ojos.
Ella nunca había besado con los ojos abiertos y era una sensación extraña, como si pudiera leer en su alma.
—Mírame mientras dices mi nombre.
Su pulso se aceleró. ¿Cómo podía creer que estaba pensando en Brett?
—Pedro, por favor. Te necesito.
—Otra vez —murmuró él, embistiéndola con fuerza.
El recuerdo de esa noche en el vestíbulo le hacía justicia. Era tan grande como Paula recordaba. Y más. Hacer el amor con los ojos abiertos era una nueva experiencia para ella, pero en los de Pedro veía la misma pasión y eso la hacía sentirse poderosa. La deseaba, la necesitaba.
Paula dijo su nombre una y otra vez, levantando las caderas para recibirlo mejor. Clavó las uñas en su espalda, empujándolo hacia ella, buscando su boca. El vello de su torso la excitaba tanto... entonces explotó, convulsionándose por entero. Pedro se tragó sus gritos y siguió bombeando, buscando su propio placer.
Por fin, cayó sobre su pecho. Cubiertos de sudor, jadeaban buscando aliento.
Saciada, Paula lo apretó contra su corazón, acariciando su espalda y saboreando el hecho de haber respondido, de haberse sentido como una mujer.
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