N0 ESTÉS tan preocupada, Paula -dijo Pedro mientras conducía de camino a casa de los padres de ella-. ¿No te demostré anoche que mi actuación ante tus padres sería impecable? Igual que la tuya, espero, cuando conozcas a los míos -añadió.
-¿Voy a conocer a tus padres? -Paula le clavó la mirada. Ni siquiera había pensado en la familia de Pedro, y ni siquiera sabía quién la formaba, salvo por su ex mujer, Sally, y Luke.
-Pues claro que vas a conocer a mis padres -contestó Pedro con impaciencia-. Y, con el tiempo, al resto del clan Alfonso, no lo dudes -la miró de reojo-. Creía que sabías, Paula, que mi residencia principal está en Nueva York.
-¿Esperas que me traslade a Nueva York contigo? -dijo ella sin aliento.
Ella había dado por hecho que su hogar principal estaría en Londres...
Pero claro, sus deseos y esperanzas no habían importado casi nada hasta esos momentos en esa relación.
De hecho, ¡Pedro parecía creer que si la mantenía en casa «con la pata quebrada» y satisfecha en la cama, ella debería sentirse feliz por ello!
Pedro se dio cuenta de que ella no quería trasladarse a Nueva York.
-Pensaba que a la mayoría de las mujeres les encantaría vivir en Nueva York. Pero si lo prefieres, compraremos una casa en Londres -suspiró-. Supongo que a mí me da igual dónde vivo -de hecho, cuanto más lo pensaba, una casa a las afueras de Londres, con un gran jardín para que jugara el niño, no parecía tan mala idea.
-¿De verdad harías eso? -ella lo miraba incrédula.
-¿Y por qué no? -se encogió de hombros-. Puedo viajar desde aquí a París y a Nueva York con la misma facilidad con que viajo a Londres y a París desde Nueva York. Claro que podía, reconoció Paula contrariada. ¡Y si se aburría de ella en la cama también podría elegir a otras mujeres cuando viajara a otra ciudad!
-De acuerdo -aceptó ella mientras miraba por la ventanilla.
Para Paula, la visita a sus padres era como una pesadilla. ¿Cómo iba a convencerlos de que se casaba con Pedro por amor si todas sus conversaciones terminaban así? Sólo eran compatibles en el aspecto físico.
-Toma.
Se giró para ver a Pedro sujetando la cajita con el anillo de la noche anterior.
-Ya te lo dije -su expresión se ensombreció-. No lo quiero -ni siquiera llevaría ese insultante anillo para convencer a sus padres de su relación.
-¿Quieres aceptar la maldita caja, Paula? -Pedro suspiró-. Necesito las dos manos para conducir -gruñó impaciente por su testarudez.
Ella aceptó la cajita.
-¡No la mires, ábrela! -rugió Pedro.
Ella le lanzó una mirada contrariada antes de abrirla. En su interior había una fina banda de oro que sujetaba una piedra amarilla rodeada de seis pequeños diamantes...
-Es un zafiro amarillo -dijo Pedro secamente-. El color me recordó tus ojos.
Las lágrimas inundaron los ojos de Paula. Era otra característica del embarazo: las lágrimas surgían con mucha facilidad. En realidad, cualquier emoción surgía con demasiada facilidad.
El anillo era precioso, y justo la clase de anillo que ella habría escogido, si la hubieran dejado...
Pedro había elegido un zafiro amarillo porque le recordaba el color de sus ojos.
-Es precioso -le dijo sin aliento.
-Entonces, póntelo -la animó él.
Ella se puso el anillo en el dedo anular de la mano izquierda. Le quedaba perfecto.
-¿Conseguiste que te devolvieran el dinero del otro anillo? -preguntó
-Ni siquiera lo intenté -gruñó-. Lo guardo para nuestro décimo aniversario. 0 para el nacimiento de nuestro cuarto hijo. ¡Lo que venga antes!
¿Cuarto hijo...?
Pedro hablaba del matrimonio como si fuera algo permanente y no una simple conveniencia.
-El anillo es realmente precioso, Pedro, gracias -le dijo con dulzura.
-¿De verdad lo vas a aceptar? -él frunció el ceño.
-Por supuesto -dijo ella con una voz cada vez más ronca.
-Oye, ¿no estarás llorando? -preguntó al oír el sollozo que ella intentaba reprimir.
Estaba llorando. Las lágrimas al final habían conseguido desbordarse por sus mejillas. Al parecer, estaban fuera de control.
Pedro iba a pensar que ella era una idiota, una tonta emotiva, llorando por unanillo. Pero no sólo era por el anillo.
Era por todo. Por la enormidad de su embarazo. Por la insistencia de Pedro en casarse. Por la incertidumbre de lo que les depararía el futuro.
¡Además de por el cuarto hijo que pensaba tener Pedro!
Pedro la miró de nuevo, paró el coche a un lado de la carretera, y se giró hacia ella en el asiento.
-¡Supongo que nos arreglaríamos con tres hijos si la idea de cuatro te asusta tanto! -bromeó mientras la tomaba en sus brazos.
Sus bromas sólo consiguieron que llorara aún más.
¿Sería capaz de decir o hacer algo que no provocara la ira o las lágrimas de esa mujer?
Cuando se ponía así, parecía tan vulnerable que sólo podía pensar en protegerla.
No recordaba que Sally se mostrara tan emotiva, ni siquiera cuando esperaba a Luke...
-Si apareces en casa de tus padres con la cara roja e hinchada de llorar, van apensar que te maltrato -dijo él.
Paula lo recompensó con una risita ahogada mientras levantaba la mirada hacia él.
Su rostro era precioso, aun inundado de lágrimas. Pedro pensaba que podría ahogarse en esos ojos dorados.
Pero ahogarse en esos ojos no le serviría de nada, se dijo con firmeza, antes de soltarla para ponerse de nuevo al volante y arrancar el coche. Su expresión era sombría al iniciar los últimos dieciséis kilómetros de su viaje.
«No pierdas la perspectiva, Pedro», se repetía.
Ella no se casaba con él porque lo amara. Ese matrimonio no era por amor. Ella iba a tener a su bebé, y a cambio exigiría ciertas cosas de él. Eso era todo.
Quince minutos después, cuando Paula se reunió con sus padres, Pedro descubrió por qué ella había estado tan preocupada por su reacción.
Carlos era un hombre alto, delgado y ligeramente encorvado, un profesor de Historia jubilado de la Universidad de Cambridge, ni más ni menos. Y su mujer, Carol, era la clase de mujer hogareña para la que el marido y los hijos lo eran todo, y para los que había construido un hogar cálido y acogedor, como ella misma.
¡Una pareja así nunca entendería la clase de matrimonio que serían Paula y él!
-¡Querida Paula, es maravilloso! -dijo su madre con lágrimas en los ojos cuando Paula mostró su anillo de compromiso.
-Podrías habernos presentado a Pedro antes -su padre la abrazó afectuosamente-. Ni más ni menos que el dueño de la galería Alfonso -añadió ligeramente deslumbrado.
-Culpa mía, señor -aseguró Pedro mientras estrechaba su mano-. Sucedió tan deprisa.
¡Paula me noqueó literalmente en cuanto la vi! -literalmente, tal y como lo recordaba.
Carlos asintió, convencido de que eso le sucedería a cualquier hombre que conociera a su preciosa hija.
Eran un poco mayores de lo que Pedro se había imaginado: ambos rondaban los sesenta años. Eso significaba que Carlos y Carol debían de haber adoptado a Paula casi con cuarenta.
Pedro se preguntó por qué habrían esperado tanto para tomar esa decisión.
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