Paula Chaves dio un respingo cuando el
teléfono móvil de su coche empezó a sonar con la música de jazz que tenía
programada. Era un teléfono que apenas sonaba, y si lo tenía era principalmente
para que la joven que estaba al cuidado de Olivia siempre pudiera localizarla
en caso de emergencia.
Asustada, miró el número de teléfono. Era
el de su casa.
—¿Diga?
—¿Paula? —Angie, la niñera, habló casi sin
aliento, angustiada.
—Angie, ¿qué ocurre?
—Hay un hombre sentado en el porche. En el
balancín.
—¿En el balancín? ¿Y qué está haciendo?
—Nada —Paula se dio cuenta de que Angie no
estaba sin aliento, sino susurrando—. Ha llamado a la puerta una vez, pero no
he abierto, y él se ha sentado en el balancín. Por eso te llamo.
Paula recordó lo joven que era su niñera,
con el instituto recién terminado y todavía viviendo con sus padres no muy
lejos de allí, a la vez que estudiaba por las tardes en la universidad.
—Has hecho bien —le aseguró—. Si sólo está
allí sentado, quédate dentro y no abras la puerta. Estoy a un par de manzanas
de casa.
Paula aparcó unos minutos después en el
sendero de su casa sin colgar el móvil, y vio el coche gris de alquiler
aparcado delante de su casa.
—Vale, Angie —dijo—. Ya he llegado.
Quédate donde estás hasta que yo entre.
Paula respiró profundamente. ¿Debía llamar
a la policía? Por lógica, el hombre que estaba esperando en el porche no era un
criminal, ya que no se quedaría a plena luz del día y delante de todo el
vecindario. Sin embargo, por precaución, se colocó las llaves entre los dedos
con una llave hacia afuera, como había aprendido en la clase de defensa
personal el primer año en la universidad. Después, giró sobre sus talones y se
dirigió hacia el porche.
Al llegar, vio al hombre alto y fuerte que
empezó a levantarse del balancín.
Se dispuso a enfrentarse a él.
—¿Qué ha...? ¡Pedro!
¡No podía ser!
Pedro estaba muerto.
Le flaquearon las rodillas y tuvo que
sujetarse a la barandilla. El llavero se le fue de la mano y cayó al suelo.
—Eres... eres Pedro.
Claro que era Pedro.
Él sonreía, pero la observaba con
extrañeza, a la vez que daba un paso hacia delante.
—Sí. Hola, Paula.
—Pe... pe... pero...
La sonrisa se desvaneció cuando ella dio
un paso hacia atrás.
—¿Pero qué?
—¡Creía que habías muerto! —exclamó ella.
Sin fuerzas, Paula se sentó en el primer
escalón, dejó caer la cabeza sobre las rodillas, y tuvo que contener un fuerte
deseo de romper a llorar histéricamente.
Los pasos de Pedro resonaron en el porche
al acercarse a ella y sentarse a su lado. Le puso una mano en la espalda.
—Dios mío —susurró ella—, estás aquí,
¿verdad?
—Sí, estoy aquí.
Era sin duda Pedro. Paula reconocería la
voz masculina en cualquier lugar, y sintió el impulso de meterse entre sus
brazos y acurrucarse contra él.
«Pero nunca ha sido mío», se recordó ella.
—Siento que te sorprenda tanto —dijo él,
con voz grave y cargada de sinceridad—. Creyeron que estaba muerto durante un
par de días, hasta que pude regresar a mi unidad. Pero eso fue hace meses.
—¿Cuánto hace que has vuelto?
Lo enviaron al frente inmediatamente
después del entierro de Melanie. El recuerdo despertó otros que ella había
deseado olvidar desesperadamente, y se concentró en su respuesta, para no
rememorar el pasado.
—Poco más de un mes. Te he estado buscando
—Pedro titubeó un momento
—. June me dio tu dirección y ella sabía que había
sobrevivido. Pensé que ella, o alguna otra persona, te lo habría dicho.
—No.
Paula dejó de buscar información sobre su
ciudad natal el día que leyó su nota necrológica. Y aunque mandó una tarjeta de
Navidad a June, apenas se había mantenido en contacto con ella.
Se hizo un silencio. Paula tuvo la
sensación de que él tampoco sabía qué decir y...
¡Olivia! ¡Por un momento se había olvidado
de su propia hija! Paula se puso en pie de repente y dio la espalda al hombre
que había amado durante toda su adolescencia y su juventud.
—Voy... voy a dejar mis cosas
dentro—dijo—. Después podemos hablar.
Le temblaban las manos, empapadas en
sudor, y se le volvieron a caer las llaves al suelo. Antes de poder reaccionar,
Pedro llegó a su lado y las recogió.
—Toma.
—Gracias.
Paula sujetó las llaves con cuidado, sin
tocarle la mano, y por fin logró meter la llave correcta en la cerradura y
abrir la puerta principal.
La realidad se impuso inexorablemente. Pedro
Alfonso estaba vivo y quería hablar con ella. Y ella tenía que decirle que
había tenido una hija suya.
Al oírla entrar, Angie corrió hacia ella,
pero Puala se llevó el dedo a los labios para indicarle que no hablara.
Atravesó la casa hasta la cocina, en la parte posterior de la vivienda.
—Escucha —dijo allí a la cniñera, sin
alzar la voz—, no hay nada de qué preocuparse. Es un viejo amigo a quien hace
mucho que no veo. ¿Puedes quedarte un poco más por si Olivia se despierta?
—Claro —respondió la joven, con los ojos
muy abiertos.
—Voy a hablar con él afuera. No... no lo
voy a invitar a entrar, y no quiero que sepa que tengo a Olivia. Por eso te
pido que no salgas.
Angie asintió, con una sonrisa en los
labios.
—No te preocupes. No quiero causarte
ningún problema.
Paula estaba yendo hacia el salón, pero se
detuvo.
—¿Causarme problemas?
—Con gente de tu pasado —respondió Angie,
con un gesto de complicida—.
Sé que hoy en día mucha gente tiene hijos sin
casarse, pero si no quieres que la gente de tu pasado lo sepa, es asunto tuyo.
Paula abrió la boca, pero la cerró
bruscamente antes de que se le escapara una histérica carcajada. Angie creía
que escondía a Olivia porque se avergonzaba de tener una hija ilegítima. ¡Ojalá
fuera tan sencillo!
Tragó saliva y salió de nuevo al porche,
cerrando la puerta tras ella. Pedro estaba de pie, apoyado en uno de los postes
del porche. Cielos, había olvidado lo alto y grande que era.
Lo observó un momento en silencio e
intentó reconciliar el dolor que había sido su continuo acompañante en los
últimos seis meses con la realidad de verlo de nuevo con vida y aparentemente
en buen estado. Pedro llevaba el pelo negro y ondulado bastante corto en
comparación con la melena que había lucido en el instituto, aunque más largo
que la última vez que lo vio, cuando llevaba un corte militar de apenas unos
milímetros. Seguía teniendo los hombros anchos y musculosos, las caderas
es-trechas y el vientre plano; las piernas eran tan fuertes como cuando jugaba
en el equipo de fútbol americano del instituto. Habían pasado casi doce años
desde entonces, cuando ella era sólo una adolescente totalmente enamorada de su
vecino, unos años mayor que ella.
Paula se dio cuenta de que Pedro la estaba
mirando, con unos ojos miel tan transparente y penetrante como ella recordaba
bajo las pobladas cejas oscuras. Se ruborizó y cruzó los brazos delante del
pecho, tratando de tranquilizarse. Respiró profundamente antes de hablar.
—¿Por qué informaron de tu muerte si no
estaban seguros? — preguntó ella con voz temblorosa al recordar la agonía que
sintió cuando se enteró de que Pedro había muerto para siempre—. Leí sobre tu
entierro...
Interrumpió la frase al darse cuenta de que
en realidad había leído sobre los planes para el entierro. En la nota
necrológica.
Pedro parpadeó, y en sus ojos Paula vio un
destello de dolor.
—Fue un error —explicó él—. Encontraron mi
placa de identificación, pero no mi cuerpo. Cuando se corrigió el error, ya
habían informado de que había muerto en combate.
Paula se llevó una mano la boca, luchando
contra las lágrimas que pugnaban por salir.
—Me hirieron —continuó él—. En el caos que
siguió a la explosión, un hombre afgano me escondió. Tardó tres días en
establecer contacto con los míos, y entonces fue cuando se dieron cuenta del
error. Claro que entonces ya se lo habían dicho a mucha gente. Y por cierto—
añadió —no hubo ningún entierro. Mis padres lo planearon, pero al final se
canceló.
Supongo que no fuiste, o te habrías enterado.
Paula abrió la boca, pero la cerró de
nuevo y se limitó a sacudir la cabeza. Tenía ganas de llorar. Desesperadamente.
Porque no podía decirle que entonces estaba dando a luz a su hija.
—No pude ir —dijo, dándole la espalda. Se
acercó al balancín y se sentó—. Utilicé todo el dinero que tenía para mudarme
aquí e instalarme.
No era del todo mentira. Había tenido
suerte de encontrar aquella casa.
—¿Por qué te fuiste? —preguntó él, de
súbito—. ¿Por qué elegiste mudarte al otro extremo del país? Sé que casi no
tienes familia en California, pero allí están tus raíces. Allí creciste. ¿No lo
echas de menos?
Paula tragó saliva.
—Claro que lo echo de menos.
«Inmensamente. Echo de menos las playas de
arena y el agua helada del Pacífico, los días cálidos y las noches frescas que
apenas varían. Echo de menos ir hasta Point Loma, o Cardiff a ver la migración
de las ballenas en otoño. Incluso echo de menos la locura de conducir en las
autopistas y el peligro de incendios. Pero sobre todo, te echo de menos a ti».
—Pero ahora mi vida está aquí.
—¿Por qué?
Paula alzó las cejas.
—¿Por qué, qué?
—¿Qué hace que el norte del estado de
Nueva York sea tan especial que tengas que vivir aquí?
Paula se encogió de hombros.
—Soy profesora. Dentro de dos años tendré
una plaza fija y no quiero volver a empezar otra vez desde cero en otro
sitio. El salario es bueno y el coste de vida bastante más manejable que en el
sur de California.
Pedro
asintió.—Ya.
Se sentó junto a ella en el balancín, cerca pero sin tocarla. Alargó el brazo por el respaldo del balancín y se volvió ligeramente hacia ella.
—Me alegro de volver a verte —su voz era cálida, sus ojos mucho más.
Paula casi no pudo respirar.Pedro la miraba como siempre había soñado.
Cuando él era demasiado mayor para ella, cuando él era el novio de su hermana, y últimamente, cuando lo creía muerto y estaba criando sola a su hija. A la hija de los dos.
—Pedro... —Paula estiró una mano y posó la palma suavemente sobre su mejilla—. Me alegro mucho de que estés vivo. Yo también me alegro de verte, pero...
—Cena conmigo esta noche.
—No puedo —dijo ella, y empezó a retirar la mano.
Pero él la sujetó y giró la cara, buscándole la piel cremosa con los labios.
—Entonces mañana por la noche —le susurró sobre la piel.
Ella sacudió la cabeza, sin poder hablar.
—Paula, no aceptaré una negativa. No me iré hasta que aceptes —le aseguró él con firmeza.
Paula se echó hacia atrás y él finalmente le soltó la mano. Cenar con él no era una buena idea. Pedro todavía le afectaba demasiado.
Había madurado mucho desde su maternidad. Ya no creía en el amor de las novelas rosas, al menos no en el amor mutuo y correspondido. Y ahora sabía que lo que ocurrió entre Pedro y ella aquel día en la cabaña no fue más que la reacción del novio de su hermana ante su inesperada muerte.
Ahora Pedro estaba allí, confundiéndola, despertando sentimientos en ella que había enterrado hacía más de un año. Deseó poder retroceder una hora en el tiempo y volver a casa sin encontrárselo en el porche.
Pero tenía que hablarle de Olivia.
Unas semanas antes de la noticia de su falsa muerte, se dio cuenta de que no podía seguir ocultándole el hecho de que tenía una hija. Sin embargo, decírselo por teléfono o en una carta era impensable, y se había prometido ir a visitarlo donde estuviera destinado en cuanto pudiera viajar de nuevo.
Pero aún no. No podía invitarlo a entrar en una casa llena de juguetes y libros infantiles. Y además, Angie tenía clase por la tarde, por lo que no podía quedarse mucho más rato con la pequeña. Pula tenía que encontrar la forma de librarse de él y pensar en la mejor manera de hablarle de su paternidad.
—Está bien —dijo ella—. Cenamos mañana por la noche, porque tengo que decirte una cosa.
Pedro alzó una ceja, pero ella no explicó nada más.
—¿Paso a recogerte a las siete?
—Mejor quedamos allí.
Pedro estaba alojado en un hotel en el extremo opuesto de la ciudad que tenía un buen restaurante, y Paula sugirió que quedaran allí.
Después, de pie desde el porche, lo observó caminar hasta el coche.
Él le sonrió por encima del techo del vehículo antes de montarse.
—Hasta mañana por la tarde.
—Hasta mañana.
Mientras contemplaba cómo el coche se alejaba, Paula se preguntó si no sería más fácil desaparecer, como las personas en los programas de protección de testigos. Cualquier cosa sería más fácil que decirle a Pedro que era padre. El padre de su hija.
Los recuerdos la bombardearon.
Tenían doce años. Su hermana gemela Melanie estaba a su lado montada en una bicicleta rosa idéntica a la suya violeta, y las dos observaban a los niños del vecindario jugando al béisbol en el parque.
—Cuando sea mayor me casaré con Pedro —anunció Melanie.
Paula frunció el ceño.
—Él será mayor antes que nosotras —dijo—. ¿Y si se casa antes con otra?
La idea de que Pedro Alfonso se casara con otra le provocaba un nudo en el estómago. Pedro vivía en la casa de enfrente a la suya, y tenía cuatro años más que ellas. Paula había estado siempre enamorada de él.
—No se casará con nadie más —dijo Melanie, con total convicción—. Haré que se enamore de mí, ya lo verás.
Y así fue.
En el último año de instituto, Melanie empezó a llevar a cabo su plan. Paula fue al baile de graduación con Facundo Pieres, un amigo de su clase de latín. Melanie se lo pidió a Pedro, a pesar de que había estudiado con ellas y acababa de licenciarse en West Point aquel año. Para sorpresa de Paula,
Pedro aceptó.
Para Pula, fue una de las noches más largas y tristes de su vida. Melanie se había pasado toda la velada pegada a él, tan apuesto en su nuevo uniforme de gala.
Aquél fue el principio. Melanie y Pedro salieron durante todo el verano, hasta que terminó el permiso y Pedro tuvo que regresar a su base.
Para Paula, verlos juntos fue un infierno, pero el dolor se agravó cuando Melanie empezó a salir con otros chicos, a pesar de seguir saliendo oficialmente con Pedro.
—No nos debemos fidelidad, Paula — se justificaba Melanie.
—Pedro cree que le eres fiel —Paula estaba segura de ello.
Durante todo el verano, había sido dolorosamente consciente de la devoción de Pedro hacia su hermana.
—No creo que quiera que me quede en casa mientras él está fuera —le aseguró Melanie—. No se ha ido para unos días de vacaciones. Está en el ejército.
—Si vas a salir con otros chicos, deberías decírselo.
Pero Melanie no le había hecho caso. Lo que no era ninguna novedad. Melanie nunca había escuchado las advertencias ni los consejos de su hermana.
Pedro no tardó mucho en darse cuenta de que el afecto de Melanie por él era... menos de lo que él deseaba. Y a Paula se le partió el corazón cuando él volvió otra vez de permiso y Melanie no estaba esperándolo.
Aquella vez discutían continuamente y por fin rompieron de forma definitiva un año y medio después, en las navidades del primer año de las gemelas Chaves en la universidad. Paula sólo conoció algunos detalles de la ruptura, porque había estudiado en Berkeley, varias horas al norte de
Carlsbad, su ciudad natal, mientras que Melanie había preferido quedarse más cerca de casa.
A pesar de que las hermanas se mantuvieron en contacto, Melanie no le dio muchos detalles sobre lo ocurrido. Paula, siempre temerosa de que su hermana se diera cuenta de la atracción que sentía por Pedro, nunca le había preguntado.
Tras la ruptura, las visitas de Pedro a Carlsband se fueron distanciando, y aunque sus padres vivían tan sólo dos casas más allá de la suya y de vez en cuando comentaban los viajes de su hijo con su madre, nunca dieron bastante información para satisfacer el hambriento corazón de Paula. Y cuando su madre murió al final de su segundo año en Berkeley, prácticamente dejó de saber de él.
Hasta que cinco años más tarde llegó la fiesta de los antiguos compañeros de instituto de Melanie y Paula. Melanie invitó a Pedro, y entonces todo cambió para siempre.
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