La niña era una polvorilla. Sentado en el suelo del dormitorio de su hija poco después, Pedro escuchaba los progresos del baño de la pequeña y se preguntó cuál de las dos estaría más empapada, Paula o Olivia. Olivia no paraba de hacer ruido, con risas, chillidos y algún que otro grito. Las continuas salpicaduras de agua indicaban que el baño todavía no había terminado.
Momentos después oyó los pasos de Paula en el pasillo y la vio detenerse en la puerta del dormitorio con la niña en brazos.
Olivia iba envuelta en una toalla blanca con capucha y al verlo le dedicó una resplandeciente sonrisa. Paula la dejó junto a el en la moqueta e inmediatamente la niña empezó a sacudir los bracitos, abriendo y cerrando los dedos, y balbuceando cada vez más hasta que Paula buscó un libro y se lo puso en las manos. Olivia soltó un grito de felicidad, tan agudo que Pedro hizo una mueca.
Sí, sin duda era una auténtica polvorilla.
—Hora de ponerte el pijama, señorita —dijo Paula arrodillándose junto a ellos dos con un pijamita rosa—. Toma —dijo a Pedro—. Si quieres ocuparte de ella la semana que viene, más vale que empieces a practicar con los cambios de ropa. A veces me da la sensación de que los fabricantes se sientan a discurrir formas de confundir a los padres. Eh, pequeñaja, ven aquí —dijo a su hija que se había alejado un poco.
Con la destreza propia de una madre la sujetó.
—No, no. Tú no vas a ninguna parte. Es hora de dormir.
Hora de dormir.
Si dos días antes alguien le hubiera dicho a Pedro que dormiría bajo el mismo techo que Paula, le habría dicho que estaba loco.
Hora de dormir. Paula.
¿Cómo iba a poder conciliar el sueño sabiendo que ella estaba en la habitación de al lado?
La niña gritó cuando Paula la dejó delante de él otra vez.
—Venga, hazlo —le dijo, sonriendo.
—Piensas disfrutar del espectáculo, ¿verdad?
—Ya lo creo que sí —exclamó Paula, con una risita—. Yo también tuve que aprender, así que es justo que pases por la misma experiencia.
—Gracias.
Pedro tomó el pijama, que tenía botones en lugares donde ni siquiera se había imaginado que se podían poner. Además, sus manos eran casi el doble de grandes que la prenda. Iba a ser interesante. Aliviado, vio que Paula volvía al vestidor de donde había sacado el pijama y empezaba a guardar la ropa doblada que había en un cesto encima.
Veinte minutos más tarde dejó escapar un suspiro de alivio.
—Creo que ya está.
Paula se arrodilló a su lado para ver, y después lo miró y asintió.
—Bien hecho. Has aprobado la asignatura Vestir a un Bebé, Primera Parte.
—¿Cuál es la segunda?
—La segunda es la de aprender las Leyes de Murphy de la Crianza. Como por ejemplo «un niño no tiene que tener ganas de ir al baño después de abrocharle todas las cremalleras y botones del anorak de cuerpo entero».
—Parece que tú ya las conoces.
—Dar clases me ha enseñado al menos tanto como yo he enseñado a mis alumnos. Lo que me recuerda, mañana no hay colegio. Es sábado —dijo Paula—. A Olivia no le gusta mucho dormir tarde, así que supongo que tendremos que levantarnos sobre las seis o seis y media.
—¡Las seis! ¡Me tomas el pelo! Yo estoy de permiso.
Paula sacudió la cabeza.
—Cuando eres padre eso no existe.
—Yo me levantaré con ella si quieres dormir un poco más.
Paula lo miró como si hubiera hablado en chino.
—¿Lo harías?
—Claro. Debe ser duro estar de guardia las veinticuatro horas de todos los días del año.
—No está tan mal —dijo ella, tensa, como si la hubiera ofendido—. Si quieres puedes levantarte con nosotras —continuó—, pero hasta que conozcas nuestras costumbres matinales, es mejor que yo también me levante contigo.
—Paula —Pedro se levantó y la detuvo poniéndole una mano en el brazo cuando pasó a su lado—. No quiero quitarte nada, ni tampoco quería ofenderte. Sólo quiero aprender todo lo relativo a Olivia.
Ella asintió, aunque no lo miró.
—Siento estar tan susceptible —dijo ella, hundiendo los hombros con un suspiro—. Voy a necesitar un tiempo para adaptarme a esto.
Eso era cierto. Pedro la observó cuando se inclinó para recoger un zapato y un calcetín del suelo. Paula había cambiado la falda y la blusa que había llevado aquel día al colegio por un par de pantalones vaqueros desteñidos y una camiseta, aunque se había metido la camiseta por dentro del pantalón y había añadido un cinturón. Probablemente su versión de ropa vieja para estar por casa.
El cuerpo se marcaba delgado y redondeado bajo los vaqueros. «Contrólate», se dijo Pedro para sus adentros. Tenía cosas mucho más importantes en qué pensar que el sexo, y sin embargo cada vez que miraba a Paula perdía todo pensamiento racional y se convertiría en una gigantesca hormona masculina andante. Olivia dejó escapar un gritito y él volvió bruscamente a la realidad. Paula tomó a la niña en brazos.
—¿Qué te pasa, cielo? —le preguntó—. ¿Quieres que papá te lea un cuento?
La niña no podía haber respondido de ninguna manera, pero Paula señaló a Pedro la mecedora para que se sentara y le puso a Olivia en el regazo. La niña lo aceptó como si lo conociera de toda su corta vida, acomodándose en su regazo y después metiéndose el dedo pulgar en la boca. Pedro le leyó un cuento pero tras unos minutos, la cabecita de la pequeña se apoyó en su pecho y el pulgar cayó de los labios. Pedro se dio cuenta de que se había quedado dormida.
A Pedro se le hizo un nudo en la garganta y tenía una fuerte presión en el pecho; era preciosa. Y casi imposible de creer que aquella hermosa criatura fuera su hija.
Sintió ganas de acurrucaría contra él, pero temió que el movimiento la despertara. Y así se quedó con Olivia en el regazo hasta que Paula asomó la cabeza por el marco de la puerta.
—¿Se ha dormido? —preguntó, en un susurro.
Pedro asintió.
Paula entró y se arrodilló a su lado, tomando a la pequeña en brazos. Al hacerlo, rozó sin querer con el pecho el brazo de Pedro, y la fragancia cálida y femenina le intoxicó instantáneamente. Y provocó su excitación. Pedro quería besarla de nuevo. Qué demonios, quería mucho más que eso. En silencio, la observó levantarse con la niña en brazos. Saber que habían sido los dos quienes habían creado aquella preciosa criatura resulto, aunque pareciera extraño, un nuevo tipo de afrodisíaco. Concibieron a su hija aquel día en la cabaña de caza, un día que no era difícil de recordar, como tampoco la intensa y dulce pasión que los unió entonces en muchos más sentidos que el meramente físico.
Los diminutos brazos de Olivia cayeron a ambos lados y su cabeza se apoyó en el hombro de Paula, mientras ésta la metía en su cuna con cuidado de no despertarla. Paula depositó un beso sobre los rizos pelirrojos, y Pedro tragó saliva, otra emoción más que se unió al torrente de sensaciones que corrían desbordadas por su cuerpo.
¿Cómo era posible pasar de no conocer la existencia de su hija a amarla más que a nada del mundo, y todo en un solo día? No la conocía, y sin embargo la sentía muy cerca. La conocería, se dijo, y en ese momento se dio cuenta de que podía imaginarse perfectamente cómo sería la niña cinco años más tarde, porque también había conocido a su madre con aquella edad.
Paula salió del dormitorio con pasos silenciosos, y lentamente él se puso en pie. Se acercó hasta la cuna y contempló a su hija durante un largo momento.
«Prometo ser el mejor padre que pueda», le juró en silencio.
Después siguió a la madre de su hija. Tenían que hablar sobre los cambios que iba a haber en sus vidas.
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