No tan pequeña. Tenía la misma edad que Melanie, aunque él apostaría cualquier cosa a que era mucho más inocente e inexperimentada. Perplejo y confundido, se detuvo en medio de la gente.
—¿Paula? —se echó hacia atrás para verle la cara, preguntándose si ella se sentiría tan abrumada como él.
Ella echó también la cabeza hacia atrás y lo miró con expresión resplandeciente.
—¿Sí?
Cuando sus ojos se encontraron, ocurrió algo maravilloso. Algo precioso e irremplazable, algo que llenó un hueco en su interior que ni siquiera se había dado cuenta de que estaba vacío, y Pedro se olvidó de lo que iba a decir y de todo cuanto le rodeaba. Porque lo que necesitaba estaba allí, en sus brazos, diciéndole con los ojos que ella sentía la magia que había entre los dos tan bien como él.
—No importa —dijo él, por fin.
La abrazó de nuevo, le sujetó las manos que descansaban sobre sus hombros, y se las deslizó alrededor del cuello. El movimiento aumentó la intimidad de la postura, y Pedro tuvo que luchar contra el impulso de mover las caderas contra el suave cuerpo pegado al suyo. Era una locura. Se había vuelto loco. Loco por una mujer que conocía de casi toda su vida sin conocerla.
Paula dejó escapar un gemido y volvió la cabeza hacia él, acurrucándose contra su pecho. Él bajó la cabeza y le susurró al oído:
—El resto de la noche.
Sintió el estremecimiento que recorrió la columna femenina y le encantó comprobar que ella estaba tan excitada como él. Levantó la cabeza y sus labios quedaron a un susurro de distancia.
—¿Qué?
Pedro sonrió y le rozó la nariz con la suya. Lo que más deseaba era besarla, pero cuando la besara por primera vez, no quería público, y no quería tener que parar.
—Que bailaré contigo el resto de la noche.
Ella le dedicó otra resplandeciente sonrisa acompañada de los destellos que brillaban en la profundidad de sus ojos verdes.
—Vale.
La cena fue la experiencia más enervante que Pula había tenido en su vida.
«Tengo que decírselo, tengo que decírselo, tengo que decírselo» era la frase que se repetía una y otra vez en su mente, con un ritmo insistente.
Tan insistente que no pudo relajarse y disfrutar de unos momentos que había imaginado desaparecidos para siempre. Pero no podía decírselo allí, en un restaurante.
Por suerte, Pedro tampoco parecía interesado en hablar de temas serios. Le preguntó sobre su trabajo de profesora con sincero interés. También le preguntó sobre la casa donde vivía y cómo la había encontrado. Le preguntó sobre Nueva York, y sobre las diferencias con California, pero no le preguntó por qué se había mudado. Gracias a
Dios. Quizá pensó que lo había hecho para huir de los recuerdos.
También le contó algunas cosas sobre dónde había estado y qué había hecho. Algunas misiones eran secretas, pero al menos podía contarle cosas en general.
No hablaron de nada importante. Ninguno de los dos mencionó la fiesta del instituto y los momentos mágicos compartidos en la pista de baile, y tampoco lo ocurrido entre ellos después del entierro.
Y por supuesto tampoco hablaron de Melanie.
Melanie, a quien Pedro había amado profundamente durante años antes de la noche de la fiesta.
—Paula, no te imaginas quién es mi pareja para la fiesta.
—Me rindo —dijo Paula, mientras Melanie entraba en el salón de su pequeño apartamento el fin de semana que se celebraba la fiesta de antiguos alumnos del instituto.
Aunque le gustaba vivir fuera de casa y lejos de su hermana, también le gustaba verla de vez en cuando. Melanie era encantadora, aunque a veces su compañía resultaba... demasiado.
—¿Quién?
—¡Pedro!
Paula quedó paralizada. Había esperado que su hermana mencionara algún antiguo compañero de instituto.
—Pedro no se graduó con nosotras —dijo, con el ceño fruncido.
—Lo sé, tonta —Melanie sacudió la cabeza—. Lo he invitado.
—Pero...
—Y llevará su uniforme de gala —Melanie sacudió la mano como si se estuviera abanicando—. Los hombres de uniforme me resultan irresistibles.
A Paula también, aunque sólo si el hombre en cuestión era Pedro. Pero no podía decírselo a Melanie.
Entonces sonó el timbre de la puerta.
—Debe ser Pedro. Ve a abrir, ¿quieres? Tengo que terminar de arreglarme.
Paula resistió la tentación de hacer un saludo militar, y muy a su pesar se dirigió hacia la puerta y abrió.
—Pedro.
No le costó mucho sonreír al alzar los brazos. Lo más difícil fue contener su alegría.
—Me alegro de verte.
—Lo mismo digo —dijo Pedro, rodeándola con los brazos y dándole un ligero beso en la mejilla—. ¿Qué tal, Pula? Estas guapísima.
La soltó y dio un paso atrás para mirarla de arriba abajo.
—Guapísima, en serio —añadió, recorriendo con los ojos el sencillo vestido azul marino que llevaba.
—Gracias.
Sabía que se había sonrojado, y no sólo por la admiración en los ojos masculinos. Sentir los brazos fuertes y sólidos alrededor de su cuerpo fue abrumador para unos sentidos que estaban hambrientos sólo de verlo.
—Tú también tienes buen aspecto. ¿Te sienta bien el ejército?
Pedro asintió.
—Y a ti te gusta dar clases.
No era una pregunta. Desde que ella terminó el instituto y se trasladó a estudiar a Berkeley, se habían mantenido en contacto por correo electrónico un par de veces al mes.
Por mucho que deseara tener noticias de él, Paula siempre se obligaba a esperar al menos una semana antes de responder a sus correos. No quería que se diera cuenta de lo que sentía por él.
Ahora asintió.
—Creo que te lo dije. El año que viene cambiaré de primero a cuarto. Será un cambio interesante.
Él sonrió.
—Sí, los chavales habrán pasado de ser un poco irritantes a portarse como insufribles sabelotodo.
Paula se echó a reír.
—Hm. Hablas como si lo supieras por experiencia propia.
—Cuarto fue el año que me mandaron al despacho del director por poner un renacuajo en el té frío de la señorita Ladly.
—Lo había oído, sí —dijo ella, y se echó a reir—. Supongo que será mejor que mire bien antes de beber nada.
Los dos sonrieron, y por un momento quedaron en silencio.
—¿Para cuánto tiempo has venido, y dónde vas después?
Probablemente Pedro no tenía idea de que Paula sabía todo lo que había hecho en los nueve años que habían pasado desde que terminó el instituto.
El rostro de Pedro se ensombreció de repente.
—Sólo me quedan unos días del permiso de dos semanas, y después saldré con destino a Afganistán.
Afganistán. El temor que siempre había sentido le atenazado la garganta una vez más. —¡Oh, cielos, Pedro!
—Volveré —le aseguró él—. ¿Quién si no vendría de vez en cuando a meterse contigo?
Paula se obligó a sonreír.
—Ten mucho cuidado.
Él asintió, y con una mano le frotó cariñosamente el brazo.
—Lo tendré. Gracias.
—¡Hola!
La voz de su hermana canturreó el saludo que Paula había escuchado tantas veces antes. Y como tantas otras veces antes, la cabeza de Pedro giró como impulsada por un resorte y él se olvidó al instante de Paula.
Bajando los ojos, Paula se echó hacia atrás. Se afanó en recoger algunas cosas del bolso mientras Melanie se echaba a los brazos de Pedro y le daba un sonoro beso en los labios.
Durante el resto de la velada, procuró no mirarlos si no era estrictamente necesario.
Era demasiado doloroso.
Poco después de llegar a la fiesta, se perdió entre el resto de los invitados. Su mejor amiga del instituto, June Nash, estaba allí. Se había casado con un antiguo compañero de clase y estaba embarazada de su primer hijo.
Paula se sintió terriblemente sola. Todo el mundo parecía estar casado o haber ido con pareja. Menos ella.
Pero June se alegró inmensamente de verla, y pasaron un buen rato contándose todo lo que habían hecho desde el instituto. Aunque siempre se felicitaban en Navidad, las llamadas de teléfono y los correos electrónicos se habían ido espaciando gradualmente y eran cada vez más escasos.
—Eres profesora —sonrió June—. Seguro que se te dan muy bien los niños. Aún me acuerdo lo fantástica que estuviste cuando el consejo escolar colaboró con las Olimpiadas Paraolímpicas.
Paula se encogió de hombros.
—Me gusta.
Y el distrito donde daba clases estaba lo bastante alejado de su barrio natal que poca gente la conocía como «la gemela callada».
—Me alegro —June señaló con la cabeza hacia otro grupo—. Veo que Melanie y Pedro siguen saliendo. Creía que habían roto hace un par de años.
—Así es —respondió Paula, con una mueca—. Pero siguen siendo amigos y Melanie lo ha invitado a ser su pareja.
Gracias a Dios la música empezó a sonar en ese momento y no tuvo que dar más explicaciones. June no quería bailar. Sólo le faltaban dos semanas para salir de cuentas y decía que se sentía como un hipopótamo en una charca de barro. Pero un grupo de compañeras de la banda de música del instituto arrastraron a Paula hasta la pista de baile con ellas, y ella decidió disfrutar de la fiesta.
Bailó con el grupo de chicas hasta que sonó la primera canción lenta y entonces se acercó a otra mesa a saludar a antiguos compañeros, prohibiéndose buscar a Pedro con los ojos.
Una hora después había tenido suficiente. Había visto a quienes deseaba ver, había bailado, reído y dado la impresión de que la vida la trataba bien. Melanie, como siempre, era el centro de la fiesta. Había abandonado a Pedro por un tipo a quien Paula apenas recordaba, y con el que estaba en una mesa con otro grupo de amigos bebiendo sin cesar.
Esta vez Paula buscó a Pedro con los ojos. Estaba solo en la barra. Mientras ella lo miraba, Pedro dejó el vaso y se acercó a Melanie. Tras una breve conversación, Melanie se echó a reír y Pedro le dio la espalda y se alejó.
Cuando Paula se dio cuenta de que se dirigía a la puerta, sintió pánico. No podía soportar la idea de que se fuera sin hablar al menos una vez más con él.
—¡Pedro! —gritó—. ¡Espera!
Dos palabras. Aún las recordaba con exactitud. Dos palabras que habían cambiado su vida.
Y no sólo su vida, sino también tres vidas más. Aquella tarde tres vidas habían sufrido un cambio rotundo, cuatro si contaba a Olivia.
Si Pedro se hubiera ido entonces, probablemente Melanie seguiría con vida.
Si Melanie siguiera con vida, Paula y Pedro no habrían caminado hasta la cabaña, y no habrían.... no habrían concebido a Olivia.
Por mucho que lo intentara, Paula no podía arrepentirse de aquellos momentos robados de felicidad que vivió con él. Ni tampoco podía imaginarse su mundo sin su pequeña hijita.
—¿Te apetece ir al cine después de la cena?
Pedro le sonrió, sentado frente a ella. Ir al cine, con Pedro.
Hubo una época en que hubiera dado un brazo por una invitación como ésa.
Pero ahora las cosas eran muy diferentes. Lo que ella deseaba y la realidad eran dos cosas muy distintas.
—Gracias, pero no —dijo ella—. Tengo que volver a casa pronto.
Pedro pareció sorprendido y Paula vio cómo el calor de su mirada desapareció en un instante.
—Está bien.
—Pedro.
Paula se echó hacia adelante y dio un paso irrevocable.
—Me gustaría que vinieras conmigo. Tengo que decirte una cosa.
—Ya lo mencionaste ayer —dijo él, relajándose un poco—. Casi da miedo.
Paula no pudo evitar una sonrisa.
—Espero que no sea así.
Poco después salieron del restaurante y Pedro la siguió en su coche hasta su casa. Paula decidió que primero le ofrecería una copa de vino, y después... después tendría que pensar cómo decírselo. Pero ninguna de las frases que se le ocurrían le parecían bien, y ahora tenía una nueva preocupación.
¿Y si Pedro no quería ser padre? ¿Y si rechazaba a Olivia y no quería ser parte de su vida?
Desde el día anterior, Paula se había preparado para compartir a Olivia con su padre cuando éste se instalara a vivir cerca de allí. Algo que no se daría con mucha frecuencia. Después de todo, lo más probable era que Pedro estuviera fuera del país la mayor parte del tiempo. Si Pedro no quería saber nada de ellas, sus vidas no cambiarían demasiado.
Pero si para Pedro Olivia no era tan milagrosa e irresistible como para ella, Paula sabía que le partiría el corazón.
Pedro la siguió al interior de la casa.
Y entonces fue cuando Paula se dio cuenta del fallo de su plan. Qué tonta.
¿Cómo iba a explicar la presencia de una niñera?
Cuando entraron en el salón, Angie se levantó del sofá y recogió sus deberes.
—Hola, Paula. Dame un momento para que recoja esto y llame a mi hermano. Mañana tengo un examen de economía.
Paula esbozó una sonrisa.
—¿Crees que lo llevas bien preparado?
Angie se encogió de hombros.
—Más vale, porque no lo pienso suspender. Todo ha ido bien — le aseguró, mirando hacia el techo.
A Paula le costaba hablar. Sentía un enorme peso en el pecho que apenas la dejaba respirar, y mucho menos hablar.
—Bien.
Angie asintió y se acerco al teléfono.
Un momento después dijo:
—Ahora viene.
—Te acompañaré a la puerta —dijo Paula.
Un minuto más. Un minuto era todo el tiempo que le quedaba para decidir qué iba a decir. Mientras seguía a la joven hasta la acera le temblaban las manos. El hermano de Angie ya estaba girando la esquina y caminando hacia ellas por la acera, y Paula lo saludó con la mano mientras Angie echaba a andar hacia él.
Después, aspiró profundamente y volvió de nuevo hacia su casa.
Pedro estaba de pie en medio de la puerta. Tenía la cara en la oscuridad, y la luz que salía de la casa enmarcaba desde atrás la figura alta e inmóvil. A Paula le gustó verlo allí, pero inmediatamente se reprimió. No tenía sentido desear lo inalcanzable.
Subió las escaleras del porche y él se hizo a un lado para dejarla entrar. Mientras ella cerraba la puerta a su espalda, él la contemplaba con el ceño fruncido.
—¿Compartes la casa?
—No —Paula respiró profundamente—. No, Angie es mi niñera.
Quizá no era la mejor manera de decirlo, pero tenía que hacerlo de una vez, sin más demoras.
Vio la sucesión de expresiones que cruzaron el rostro masculino: primero la aceptación de una respuesta, después sorpresa, y después una inmensa incredulidad.
—¿Para qué tienes una niñera?
Pedro miró a su alrededor buscando confirmación sobre la evidente conclusión, pero los libros infantiles y los juguetes estaban recogidos en una enorme cesta debajo de la ventana, por lo que no había pruebas evidentes de que allí viviera un niño.
—Tengo una hija.
—Ya veo —respondió él, con una calma que ella no había imaginado.
—¿Pedro?
Para su sorpresa, Pedro se dirigió hacia la puerta.
—Esto ha sido un error —dijo—. Adiós, Paula.
—¡Pedro!
Él se detuvo antes de llegar a la puerta sin volverse.
—¿Sí?
—¿No quieres saber nada de ella?
Durante un largo momento, Paula contuvo la respiración. Después él se volvió y en sus ojos Paula vio una tristeza tan inmensa que no logró entender. La existencia de un hijo no podía ser una noticia tan terrible.
O quizá le recordaba lo que nunca había podido tener con Melanie...
—No —dijo él, por fin—. No quiero.
—Pero...
—Para mí lo que hicimos después del entierro significó mucho.
Y ella lo sabía, igual que lo supo entonces. Pedro siempre había tenido un profundo sentido del honor, y precisamente fue una de las razones que le llevó a decidir no hablarle de su embarazo. Incluso después de superar el dolor y la rabia de no saber nada de él después de lo compartido entre ambos, Paula temió su reacción. Lo conocía bien, y sabía que se hubiera sentido obligado a casarse con ella.
Y lo último que quería era un hombre que se sintiera obligado a casarse con la madre de su hijo sin estar enamorado de ella. Pero lo cierto era que si él se lo hubiera pedido entonces, no estaba segura de haber tenido fuerzas para rechazarlo.
—Creía que para ti también significó algo —añadió él.
—¡Claro que sí!
Él era el primero y único hombre con quien había estado. Pedro no podía saber lo importante que había sido para ella.
—Pero has continuado con tu vida —dijo él, con una risa totalmente desprovista de humor—. Y de qué manera.
Paula no lo entendía.
—No me quedó otro remedio.
—¿Sigue el padre en la foto? Supongo que no estás casada o no habrías aceptado mi invitación a cenar. Espero —añadió, con frialdad.
Paula parpadeó, confusa. Pedro pensaba que ella había... que Olivia era...
—No —dijo—. No lo entiendes. No hay ningún otro hombre.
—Quizá ahora no, pero...
—Es tuya.
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