No era lo que había esperado.
Pedro detuvo el coche de alquiler junto a
la acera y observó la casa de dos plantas, modesta pero acogedora. La casa de Paula.
Apagó el motor y se apeó del coche. En la
puerta de la casa colgaba una corona de flores de colores otoñales, y en el
segundo peldaño de las escaleras del porche, había una calabaza hueca, con
flores altas en tonos dorados, burdeos y marrones dorados, la decoración típica
de la festividad de Halloween.
Pedro había imaginado que Paula viviría en
un apartamento, no en una casa unifamiliar, aunque no tenía ninguna razón para
pensarlo. Cuando unos meses atrás regresó por fin a California imaginando cómo
sería volver a verla y deseando encontrarse de nuevo con ella, se enteró de que
Paula se había ido de California poco tiempo antes. En ese momento no quiso
recordar la terrible tristeza que se había apoderado de él, una decepción tan
abrumadora que le hizo sentir unas incontenibles ganas de sentarse y llorar.
Algo que por supuesto no hizo. Los
soldados no lloran. Y menos los soldados tan condecorados como él.
El regreso a casa fue duro. Sólo dos meses
antes de resultar herido en combate había estado allí para el funeral de su
madre. Durante el tiempo que duró su recuperación, su padre había intentado por
encima de todo mantener las cosas como siempre, aunque sin su madre era una
tarea bastante imposible.
Pedro preguntó a varias personas por el
paradero de Paula, pero nadie parecía saberlo. Al mes de estar en casa, estaba
tan desesperado que empezó a investigar. La secretaria del instituto no conocía
su nueva dirección. Una rápida búsqueda en Internet tampoco obtuvo ningún
resultado. Por fin llamó a Berkeley, la universidad donde Paula había estudiado
la carrera, pero allí tampoco quisieron, o pudieron, darle más información.
Estaba a punto de plantearse en serio
contratar a un detective privado cuando se le ocurrió llamar a June, la única
amiga de Paula aparte de su hermana gemela, Melanie, con quien la recordaba.
Ponerse en contacto con la antigua amiga
de Paula fue la solución. Paula le había mandado una felicitación de Navidad
cuatro meses después de mudarse, y gracias a Dios June había guardado la
dirección.
El paradero de Paula también resultó una
sorpresa. Se había mudado a la Costa Este, a una pequeña ciudad al norte del
estado de Nueva York.
Paradójicamente, él conocía bien la zona.
El nuevo hogar de Paula estaba a menos de una hora de West Point, la academia
militar donde había pasado cuatro largos años esperando impaciente la llegada
del día de su graduación para poder convertirse en un auténtico soldado.
De haber sabido lo que le esperaba en el
campo de batalla, no habría estado tan impaciente.
Ahora subió las escaleras del porche con
cuidado. Los médicos le habían asegurado que se había recuperado por completo,
al menos para la vida civil, pero el largo vuelo desde San Diego al aeropuerto
Kennedy de Nueva York había sido mucho más duro de lo esperado y había dejado
su huella. Probablemente lo más razonable hubiera sido buscar un hotel para
pasar la noche y buscar a Paula al día siguiente, ya más descansado.
Pero no había podido esperar ni un momento
más.
Se detuvo delante de la puerta principal
de la casa y llamó con los nudillos, pero no obtuvo respuesta. Paula no estaba
en casa.
Exhausto, apoyó la cabeza en el marco de
la puerta. Estaba impaciente por verla. Pero... Echó un vistazo al reloj. Ni
siquiera había pensado en la hora. Apenas eran las cuatro de la tarde.
La última vez que la vio, Paula era
profesora del primer curso de primaria. Si seguía trabajando en lo mismo, no
tardaría en llegar, se dijo con alivio.
Si no estaba casada, pensó, lo normal era
que necesitara trabajar para mantenerse, y June no había oído nada de que se
hubiera casado. Además, Pedro sabía que mantenía su nombre de soltera porque lo
había comprobado en la guía de teléfonos de la zona: P. Chaves.
Bien, se dijo. Esperaría. Giró sobre sus
talones para volver al coche, pero un balancín con cojines en el porche llamó
su atención. Decidió sentarse allí a esperarla.
Si Paula estuviera casada, él no estaría
allí, se aseguró. Si estaba casada, la dejaría en paz y no intentaría volverse
a poner en contacto con ella. Pero estaba bastante seguro de que no lo estaba.
Ya pesar de todas las razones que tenía
para mantenerse lejos de ella, a pesar de que se había portado como un imbécil
la última vez que estuvieron juntos, no había conseguido olvidarla. Y tampoco
había logrado convencerse de que su fugaz relación había sido un error. Durante
los largos meses de recuperación y terapia que siguieron a su lesión, apenas
pensó en otra cosa.
Pero prefirió no llamarla ni escribirle.
Quería verla en persona para preguntarle si había alguna probabilidad de que le
dejara entrar de nuevo en su vida.
Suspirando, Pedro sujetó uno de los
cojines y apoyó en él la cabeza. Si las cosas no se hubieran torcido tanto al
final...
Ya era bastante terrible que la hermana
gemela de Paula, Melanie, hubiera muerto por su culpa. Indirectamente, quizá,
pero por su culpa. Y él empeoró aún más la situación al hacer el amor con Paula
después del entierro de su hermana. Para acto seguido salir huyendo.
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