A Pedro se le escapó la taza de las manos y se estrelló contra el suelo. La pobre Maggie se metió bajo la mesa de la cocina, asustada. ¿Tener a Paula en su casa lo había convertido en un manazas?
Además de su madre y la perra, él nunca había vivido con una mujer. Ni siquiera con su antigua novia, afortunadamente, porque Pam rompió el compromiso en cuanto le dijo que iba a pedir la custodia de su hermano pequeño.
Pedro tomó la escoba y empezó a barrer los restos de la taza. Enseguida oyó pasos en la escalera. Había despertado a Paula sin querer...
Al verla, se quedó sin aliento. Despeinada y con aquel camisón que dejaba sus piernas al descubierto estaba muy sexy. Muy, muy sexy.
Ella se apartó el flequillo con una mano, mientras con la otra intentaba abrocharse la bata.
—Perdona, me he dormido... Si me das unos minutos, te haré el desayuno. ¿Qué quieres desayunar?
Pedro arrugó el ceño.
—No espero que me hagas el desayuno, Paula.
—¿No?
—Sé hacérmelo yo mismo.
Llevaba sólo un pantalón de chándal y, al mirarla a los ojos, su sangre se encendió como si ella lo hubiera acariciado con las manos. Su cuerpo se puso en alerta y eso era algo que un pantalón de chándal no podía esconder.
Paula se puso colorada.
—He oído un golpe.
—Se me ha caído una taza. Lo siento, no quería despertarte —dijo Pedro, aclarándose la garganta. Era increíble, pero su cuerpo reaccionaba como una brújula mirando hacia el
Polo Norte cada vez que ella estaba cerca.
—Debería haberme levantando un poco antes. ¿Te has cortado?
—No, qué va. Además, no tenías que levantarte temprano, hoy no vamos a trabajar. ¿Por qué no te das un baño en la piscina hasta que llegue el de los muebles?
—¿Eso es lo que vas a hacer tú? —preguntó Paula, sorprendida. Cuando levantó una mano para apartarse el flequillo de la cara, la bata se abrió un poco...
Pedro apartó la mirada. No podía tragar, no podía respirar. Apretando los dientes, tiró de la bata para evitar tentaciones.
—Esta mañana voy a pintar el rodapié del comedor.
—¿Quieres que te ayude?
Un par de manos más harían que el trabajo fuese más rápido... pero sólo si podía concentrarse en el trabajo.
—Si te apetece... La pintura no es tóxica y la habitación está bien ventilada. Si puedes soportar el olor, me vendría muy bien tu ayuda.
—De acuerdo.
—Esta casa es muy grande y estoy tardando más de lo que pensaba en arreglarla.
—Cuenta conmigo. Si voy a vivir aquí, lo menos que puedo hacer es echarte una mano.
Pero, por el momento, has hecho un trabajo estupendo.
—Gracias. ¿Quieres desayunar?
—Debería vestirme y pintarme un poco para estar presentable. Sólo he bajado porque pensé que te habías hecho daño.
Tendría que acostumbrarse a que alguien se preocupara por él, pensó Pedro. Además de Opal, nadie lo había hecho en muchos años. Pero... ¿vestirse y pintarse para estar presentable? ¿Por qué tenía que hacer eso?
—Paula, ésta es tu casa, no un hotel. No tienes que pintarte antes de salir de tu habitación. Y puedes ir todo el día en pijama si te apetece.
Aunque esperaba que no lo hiciera, porque entonces no podría dejar de mirarla.
—Come algo antes de que empiecen las náuseas. ¿Quieres una tostada? Acabo de hacerlas.
Maggie se acercó y empezó a tocar su mano con el hocico. Riendo, Paula se inclinó para acariciar a la perrita y, cuando se le abrió la bata, Pedro estuvo a punto de desmayarse.
Prácticamente podía sentir su piel, como si la estuviera tocando. Iba a tener que darse prisa en conseguir el dinero, pensó.
—Bueno, una tostada. Pero voy a echar de menos el café.
—Puedes tomar descafeinado, ¿no?
—No debería tomar nada de cafeína, no me sienta bien.
En realidad, estaba tan pálida que le daba pena. Todas las mujeres embarazadas tenían náuseas, pero no quería que Paula se encontrase mal. De hecho, haría todo lo posible para que no se encontrase mal.
—En la nevera hay zumo de naranja y leche.
—Gracias.
Pedro se dio la vuelta. El dolor por la muerte de su hermano se mezclaba con los celos. Brett había podido desayunar con Paula durante cuatro años. Cuatro años viéndola recién levantada de la cama... ¿O habría salido de su habitación perfectamente vestida y maquillada? Y si era así, ¿por qué? Paula no era la clase de mujer que estaba todo el día mirándose al espejo.
—Si no quieres mermelada de fresa, también tengo de melocotón. Y cereales, si te gustan.
—No, gracias. Sólo una tostada —dijo ella, abriendo la nevera—. Eres muy goloso, ¿no? Aquí hay una colección de mermeladas.
—Sí, por eso tengo que ir al gimnasio.
Paula soltó una carcajada y el sonido lo dejó perplejo. No la había visto reír en mucho tiempo y le recordaba a la chica que conoció cinco años antes, a la que acompañaba a casa, robándole besos entre las sombras.
—Ah, parece que no soy el único goloso —rió Pedro, al verla probar la mermelada de melocotón.
Paula se había manchado la comisura de los labios y el deseo de quitarle la mermelada con la lengua era tan fuerte que tuvo que agarrarse a la silla.
Pedro se movió para aliviar la presión que sentía entre las piernas, rezando para poder olvidar la atracción que sentía por ella. Había tenido su oportunidad con Paula años antes, pero ella había elegido no contestar a su carta y casarse con su hermano.
Sin embargo, la deseaba como no había deseado a nadie.
—Un momento —dijo Pedro—. No puedes pintar con eso.
Ella parpadeó, sorprendida. Brett había insistido en que siempre estuviera presentable, incluso cuando limpiaba la casa o estaba haciendo ejercicio. Y aquel chándal rosa era lo más deportivo que tenía.
—No tengo otro...
—Yo te prestaré algo.
Pedro volvió un minuto después con una camiseta gris y un pantalón corto.
—Esto está mucho mejor. Puedes ensuciarlo todo lo que quieras.
Diez minutos después, Paula debió admitir que ponerse la ropa de Pedro había sido un error. La tela de la camiseta, por alguna razón, la hacia sentirse más sensible que nunca.
Era una reacción absurda. Sí, se sentía atraía por él como cinco años antes, pero entonces no habían llegado a nada y no llegarían nunca. Su relación era temporal y nada más.
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