Divina

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martes, 30 de junio de 2015

Seducción total Capítulo 11


Paula estaba en la mesa del pequeño comedor cuando él bajo las escaleras después de deshacer el petate. Ella estaba sacando folios de la bolsa que había traído del colegio y los distribuía en montones cuidadosamente ordenados sobre la mesa.
Al oírlo llegar, Paula levantó la vista y le ofreció una sonrisa impersonal.


—Hora de corregir exámenes de matemáticas.

Pedro cruzó la sala de estar hasta donde ella estaba y miró los papeles extendidos delante de ella.


—¿Haces esto con frecuencia?


—Casi todos los días —dijo ella, con una irónica sonrisa—. Los chavales se quejan cuando les mando trabajos, pero en realidad la que debería quejarse soy yo. Cada trabajo que les mando multiplica mi trabajo por veinticuatro, el número de alumnos de la clase —le explicó encogiéndose de hombros mientras se sentaba en la silla—. Y será mucho más interesante a partir de enero. Me voy a matricular en una asignatura de literatura infantil.


—Creía que ya habías terminado la carrera.


—Sí —dijo ella, y sacó un sello con una cara sonriente en él—. Pero para mantener mi certificado de enseñanza necesito continuar haciendo cursos de formación para hacer el doctorado. Cada estado tiene su propia normativa, pero en general el concepto es el mismo. Probablemente tú tendrás que hacer lo mismo para mantener tus conocimientos actualizados, supongo.


—Sí. Sólo que ahora, si me quedo en el ejército, me darán un trabajo de despacho. Y la capacidad para dar a un blanco cincuenta veces seguidas ya no es tan importante.

Paula se mordió el labio cuando se dio cuenta de que le acababa de recordar la necesidad de cambiar de profesión. Sin embargo, continúo mirándolo con expresión preocupada.


—¿Me contarás qué fue lo que pasó?

Los músculos del rostro masculino se tensaron en un esfuerzo para mantener una expresión despreocupada.


—Tengo un trozo de metralla en la pierna. Sólo se podría quitar con una operación muy arriesgada —explicó, e intentó sonreír—. Se lo hago pasar fatal a los de seguridad de los aeropuertos.
Paula no sonrió.


—Me refería a cómo sucedió.

Pedro le dio la espalda y se dirigió hacia el salón, donde había dejado el libro y las gafas de leer.


—Uno de mis compañeros pisó una mina.
Paula se estremeció.


—¿Lo viste?

Pedro asintió. Un duro nudo en la garganta le impidió hablar.


—Lo siento —dijo ella, suavemente.
Él logró asentir con la cabeza una vez más.


—Sí, yo también.


—Tú siempre quisiste ser soldado, ¿verdad? —una fuga sonrisa cruzó el rostro femenino—. Me acuerdo cuando Mel y yo teníamos ocho años, los hermanos Paylen y tú nos reclutasteis para ser el enemigo.

El nudo en la garganta masculina se disolvió a medida que el recuerdo volvía a su mente, y con él el irresistible impulso de reír.


—Sólo que no duró mucho. Hasta que mi padre se enteró de que os estábamos tirando piedras con una catapulta casera —recordó él, sacudiendo la cabeza—.
Siempre tuvo ojos detrás de la cabeza.
Paula frunció el ceño.


—De eso nada. Melanie fue quien se lo dijo.


—Qué chivata —dijo él, en un tono cargado de afecto—. Tenía que haberme dado cuenta. Ella se fue y te dejó allí sola. Tú te pusiste a recoger las piedras y a lanzárnoslas de nuevo. Nunca pensé que una niña tan pequeña como tú pudiera lanzarlas tan fuerte. Ella sonrió.


—Eso me decían las jugadoras de béisbol cuando jugaba en el equipo del instituto — recordó.
Recuerdos de Paula de niña, y de él mismo en aquellos años felices antes de que el mundo reclamara su precio, lo hicieron sonreír.


—Tenemos suerte de tener unos recuerdos tan maravillosos, ¿no crees? Me gustaría volver a tener esa edad.
Para su sorpresa, la sonrisa de Paula se desvaneció.


—A mí no. Por nada del mundo volvería a vivir mi infancia otra vez.
Había un tono lúgubre y sombrío en su voz que Pedro no había escuchado nunca en ella, y que sin duda significaba algo.
Su interés despertó de inmediato.


—Eso me sorprende —dijo él.


—Crecer sin padre no siempre es fácil.

Ahora que lo pensaba, Pedro recordaba algunos comentarios desagradables sobre el nacimiento ilegítimo de las gemelas. Pero...


—Mel y tú siempre me parecíais muy alegres y felices.
El rostro femenino se suavizó, y la línea de la boca se relajó, esbozando una ligera sonrisa.


—Lo éramos —le aseguró ella.
Pedro soltó una risita. Quería hacerle bajar la guardia.


—Y más cuando atormentabas a los pobres chavales del vecindario que se peleaban por ti.


—Me estás confundiendo con mi hermana. Yo nunca he atormentado a nadie. Todos los chicos que yo conocía estaban locos por Melanie.


—No todos —dijo él.
En aquel instante, el ambiente cambió y una fuerte corriente eléctrica pareció crearse entre ellos cuando sus ojos se encontraron.
Pero Paula apartó la vista inmediatamente.


—Tú también —dijo ella, en un tono que quería mantener el desenfado de la situación—. Cuando estábamos en el último año del instituto, ella te persiguió hasta conquistarte, ¿te acuerdas?
Él sonrió.


—Claro que me acuerdo. ¿Me lo vas a reprochar eternamente? Era un adolescente. Y Dios sabe que a esa edad los chicos no pueden hacer nada contra una guapa mujer tan decidida como Melanie.
Paula sonrió, y eso lo sorprendió.


—Era decidida, cierto, y cuando quería algo no cejaba en su empeño. Aquel verano no paró de hablar de ti. Qué ropa ponerse para que te fijaras en ella, dónde colocarse para que la vieras al ir a algún sitio. Una vez le dijiste que el rosa le quedaba muy bien, y pasó los tres meses siguientes comprándoselo todo de color rosa. ¿Tienes idea de lo difícil que es encontrar un tono de rosa que quede bien a una pelirroja? — Paula sacudió la cabeza, sin dejar de sonreír—. Lo pasó fatal.

Él también lo estaba pasando fatal ahora. ¿Es que no era consciente de lo deseable que era? Con la expresión suave y soñadora, el cuerpo relajado e inclinado ligeramente hacia él, los labios carnosos y tentadores al recordar aquellos momentos felices de la infancia...

Porque eran carnosos y tentadores. Todo su cuerpo se tensó de nuevo al recordar el beso de aquella tarde. Sólo quería hundirse en su dulzura y hacer realidad el sueño que había mantenido sus esperanzas en aquellos aterradores momentos de estar escondido, agazapado en un lugar desconocido, seguro de que iba a ser descubierto en cualquier momento.

Y hacer el amor con ella de verdad, no sólo en su imaginación, como tantas veces había soñado en el hospital del ejército norteamericano en Alemania. La deseó con tanta intensidad que casi se olvidó de la niña que dormía arriba en su cuna.

Y cuando lo recordó, necesitó hasta el último gramo de autocontrol para centrar su atención en lo que decía.


—¿De verdad es una idea tan mala?
El tono tímido de la voz femenina lo sacó de sus pensamientos.


—¿Qué?
Paula lo miraba con cierta curiosidad.


—¿En qué estabas pensando? He dicho que si quieres puedes invitar a tu padre a que venga a pasar unas semanas con nosotros. Seguro que le gustara conocer a Olivia.


—¿Qué? —preguntó él de nuevo.


—He dicho...


—Sé lo que has dicho. Pero es que... la invitación me sorprende. ¿Estás segura de que quieres tener aquí a mi padre tanto tiempo?
Paula sonrió.


—Tu padre siempre me ha caído bien. A menos que se convierta en hombre lobo cuando hay luna llena, o tenga algunos hábitos muy raros que desconozco, por mí sería estupendo.


—O podríamos llevar a Olivia a California y quedarnos en su casa —propuso él—. Mi padre ya no es joven, y nunca ha subido en un avión.
Una fugaz expresión cruzó el rostro femenino, pero fue tan rápida que Pedro no pudo decir si era real o imaginada. ¿Era de pánico? ¿O desesperación?


—Podrías ir a buscarlo y hacer el viaje con él en avión —sugirió ella—. Para que no tenga que hacer el vuelo solo.


—Podría.

Pedro habló despacio, sin dejar de observarla. Los dedos alargados y esbeltos de Paula se retorcían con nerviosismo. ¿Qué demonios la estaba poniendo tan tensa y tan nerviosa?


—¿No quieres venir a casa? ¿Ver nuestro antiguo barrio? Podríamos hacerlo un fin de semana largo, un puente. ¿No podrías?
Paula tenía los dedos prácticamente agarrotados.


—Supongo... supongo que sí. Fue una respuesta tan reticente que Pedro estuvo a punto de dejarlo. Pero sentía curiosidad. Paula parecía no querer volver nunca a California. ¿Por qué no? Se había criado allí; su familia estaba enterrada allí.


—Podemos ir a ver las tumbas de Melanie y de tu madre, y yo te enseñaré dónde está enterrada mi madre.


—De acuerdo —accedió ella, por fin—. Miraré para ver en qué fecha podremos ir.

¿Había accedido de verdad a volver a California con Pedro? Paula sentía ganas de abofetearse. Pedro apenas llevaba dos días en su vida y ya estaba poniendo su mundo patas arriba. Lo mejor sería echarlo de su casa. Y de su vida.

Pero sabía que no podía. Mantener la existencia de Olivia en secreto fue un gran error, prácticamente un delito, y ella se merecía su irritación. Actuar como una vestruz, escondiendo la cabeza en la arena, no era una buena decisión, pero entonces fue mucho más sencillo romper todo tipo de vínculos con su vida anterior.

Si por lo menos se lo hubiera contado a los padres de Pedro cuando supo que estaba embarazada, o incluso después, cuando creyó que él había muerto.
Pero tarde o temprano la gente se habría enterado. Incluso ahora los podía oír.

«Igual que su madre».

«Al menos ella sabe quién es el padre. Su pobre hermana y ella nunca lo supieron».

Oh, sí. Paula sabía bien cómo eran las ciudades pequeñas. Al menos, la ciudad donde ella se había criado. Con un montón de cotillas crueles. No todo el mundo, por supuesto. También había conocido a gente maravillosa, pero había conocido más de los que no querían que sus hijas jugarán con Paula y Melanie.

Como si ser hija ilegítima fuera una enfermedad contagiosa.
Si estaba agradecida por algo, era por el hecho de que el mundo había cambiado mucho desde su infancia. Hoy en día había familias de todo tipo, y los hijos de madres solteras no eran tratados de manera diferente a los niños con dos madres, o al niño que dividía su tiempo entre la casa de su padre y la de su madre.

Paula suspiró mientras miraba el calendario. Tenía dos días libres en octubre, y si pedía un par de días personales, podrían pasar tres o cuatro días en California, con lo que el viaje merecería la pena. No estaba segura de estar preparada para llevar al padre de Pedro una nieta de la que no conocía su existencia, pero sabía que Pedro no aceptaría una negativa.


—¿Seguro que estarás bien? Angie vive a una manzana de aquí, si la necesitas —le dijo Paula por enésima vez el lunes por la mañana.


—Estaremos bien —respondió Pedro. Otra vez—. Llamaré a Angie si necesitamos algo. Y si ocurre algo, te llamaré a ti inmediatamente.


—Está bien. Entonces supongo que nos veremos esta tarde.


—Adiós —Pedro sujetó la puerta de la calle—. No te preocupes.

Paula se detuvo antes de empezar a bajar las escaleras del porche y lo miró por última vez, con una irónica expresión en el rostro.


—Soy madre. Está en la descripción del trabajo.


Después suspiró y se dirigió hacia el coche. Pedro cerró la puerta de la casa tras ella.

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