ANÍMATE, Pedro -dijo Paula al salir de la consulta del médico-. ¡No tiene por qué sucedernos!
El pronóstico de Neil Adams había sido excelente. Les había asegurado que era poco probable que Paula tuviera el mismo problema que su madre durante el parto, y que aunque lo tuviera, seguro que lo solucionarían a tiempo. Les había dado cita para el mes siguiente y les había dicho que disfrutaran del embarazo.
¡Algo que Pedro no le había permitido hacer a Paula hasta el momento!
Hacía poco que lo sabían, pero Pedro había convertido esos días en una pesadilla para Paula.
Pedro todavía estaba impresionado por el descubrimiento de que el retrato era de otra mujer, y pensó en lo aturdida que debía de haberse sentido Paula al ver el cuadro, sabiendo que no era ella mientras Pedro la acusaba de toda clase de indiscreciones.
¡Se sentía fatal al recordar las horribles cosas que le había dicho!
Paula se merecía una disculpa, más que eso: la posibilidad de ser libre, con su apoyo, económico y emocional, durante el embarazo y después...
¿Y qué había hecho él? Convencido de que Paula había estado prometida a Mario Tayson, y que había mantenido una relación con Miguel Chevis, la había acusado de quedarse embarazada a propósito para atrapar a un millonario.
Y en cambio, lo que tenía que haber hecho era asegurarle que todo iba a salir bien, que la cuidaría durante el embarazo, decirle que no tendría que preocuparse de nada tras el parto porque él cuidaría de los dos.
Debería haberle ofrecido todo eso sin condiciones, y sin pensar que ella querría casarse con él, ¡y mucho menos obligada!
Contempló brevemente lo preciosa que era. Era extraño, pero lo parecía aún más desde que el médico había confirmado su embarazo. Parecía tener una luz interior.
Era mucho más de lo que él pediría a una esposa. Había sido leal y cariñosa con sus padres, comprensiva con su joven madre muerta y, sobre todo, había aguantado su comportamiento grosero cuando, por dentro, debía de tener unas ganas locas de gritarle su inocencia.
Sí, Paula era demasiado buena para él, y tenía que dejarla marchar.
Paula notó que Pedro no parecía muy contento, sino más bien apesadumbrado.
-Creo que Alejandra no era más que una adolescente rebelde que se metió en un lío -empezó.
-¿Podríamos dejarlo por ahora, Paula? -gruñó Pedro-. Es obvio que tenemos que hablar, pero preferiría esperar a volver a ca... al apartamento -se corrigió bruscamente.
-Sólo intentaba explicarte que ya se me ha pasado la época de la rebeldía adolescente -dijo Paula, inquieta por la corrección de Pedro-. No tendrás que preocuparte por si repito el comportamiento de mi madre.
-Alejandra no era más que una cría -Pedro entornó los ojos
-Exactamente -asintió Paula-. Sólo quería mencionarlo por si piensas que esa clase de comportamiento es hereditario.
Pedro se mostraba aún más distante, si cabía.
Personalmente, Paula se sentía aliviada por haber sacado la verdad a la luz.
Sus padres volvieron a Cambridgeshire poco después de comer. Paula les prometió llamarlos para contarles lo que dijera el médico.
Paula se sentía más unida que nunca a sus padres desde que había sabido que eran en realidad sus abuelos. Su madre le había prometido buscar todas las fotos que tenía de Alejandra. Para Paula, Alejandra era más como una hermana. Además, no se llevaban muchos años.
El bebé serviría para borrar los errores del pasado y unirles más como familia.
Sin embargo, ella no estaba segura de que Pedro quisiera seguir formando parte de esa familia...
Una vez de vuelta en el apartamento, Pedro se puso a pasear de un lado a otro del salón, como un tigre enjaulado.
-¿Qué sucede, Pedro? -preguntó ella suspirando-. ¿Quieres anular la boda? ¿Es eso?
-¿Eso es lo que quieres tú? –Pedro se paró y se volvió hacia ella.
Paula se entristeció. Había formulado la pregunta sin entusiasmo, segura de que Pedro querría casarse con ella, aunque sólo fuera por tener acceso ilimitado al niño.
Pero entonces recordó la llamada telefónica de Sally la noche anterior.
-Yo he preguntado primero -dijo ella a la defensiva.
-Vamos a dejar el jueguecito, ¿de acuerdo? -él la miró con amargura-. ¿Qué quieres hacer?
¡Ella le quería a él!
Pero lo quería en su totalidad, en cuerpo y alma, no sólo la pequeña parte de sí mismo que estaba dispuesto a ofrecer.
Y ella sabía que no se lo podía dar. Sabía que una parte de él pertenecía todavía a Sally...
Pedro parecía más distante que nunca. La expresión de su rostro salvajemente atractivo era de una distancia arrogante.
Algo había cambiado desde la noche anterior, y no podía ser únicamente el descubrimiento de Alejandra. Ya estaba de mal humor antes. Sólo quedaba la llamada de Sally.
Pedro estaba impaciente sin saber bien por qué ella no le contestaba. ¿Por qué no le decía lo que pensaba de él y de su forma de tratarla y luego se marchaba? Eso era lo que se merecía.
-Estoy dispuesto a aceptar cualquier decisión por tu parte, Paula -aseguró Pedro mientras se obligaba a mantener la calma.
Paula lo miró varios segundos antes de contestar.
-¿Me crees cuando te digo que no me quedé embarazada intencionadamente y que para mí fue una sorpresa tan grande como para ti?
-Te creo -asintió él-. Te pido perdón por haberte acusado injustamente. Lo siento. De verdad. No hay excusa para las cosas que te he dicho o hecho -se frotó los ojos con la mano-. Tienes motivos de sobra para odiarme.
-No te odio, Pedro -murmuró ella-. Al fin y al cabo, eres el padre de mi hijo.
Sí, lo era. De eso estaba seguro. Y aunque no pudiera retener a Paula, seguiría viéndola por medio de su hijo.
Pero eso no bastaba. Nunca bastaría. Aunque si era lo único que ella iba a ofrecerle, tendría que aceptarlo.
Era tarde, demasiado tarde, para conquistar a esa mujer, la había herido y lastimado demasiado para tener alguna posibilidad.
-Lo siento, Paula –Pedro respiraba agitadamente.
-No lo sientas -le aseguró Paula, muy pálida-. Entonces... ¿me voy? -preguntó con dulzura.
Pedro quería arrodillarse y suplicarle que no se fuera. Convencerla de que si se quedaba, todo sería distinto. Pero no sería justo. Ya había complicado bastante su vida, haciéndole un hijo que ella ni esperaba ni quería, sin necesidad de añadirle más complicaciones.
-¿Podrás perdonarme alguna vez? -Pedro no pudo evitar un gemido.
-No elegimos cuándo amar, Pedro -dijo ella secamente-. Se siente o no se siente.
Y Pedro veía con claridad que en lo que a él respectaba, ella no lo sentía.
Seguramente era su merecido castigo por tratarla como lo había hecho. Tendría que amar a una mujer que nunca le correspondería.
Paula quería que esa conversación terminara. Ya no lo soportaba más. Estaba segura de que Pedro volvería a Nueva York junto a Sally. Se ocuparía económicamente del niño, y nada más.
Era mejor que hubiera sucedido antes de casarse, pero no sabía cómo iba a poder superarlo.
Pedro entraría y saldría de su vida y la del bebé, casi como un extraño, y tendría su vida, y su amor, en otro lugar.
¿Así había sido para Alejandra? Enamorada de Miguel Chevis, pero rechazada por él, y también por Mario Tayson tras descubrir su relación con el otro hombre...
Pero Alejandra sólo tenía dieciocho años cuando ocurrió, mientras que ella tenía veintiséis y le había asegurado a Pedro que era perfectamente capaz de cuidarse ella misma.
¡No iba a mendigar el amor de un hombre que seguía enamorado de su primera mujer!
-Debería irme ya, Pedro -ella se levantó bruscamente-. Recogeré mis cosas. Menos mal que Gina aún no ha tenido tiempo de buscarse otra compañera de piso.
-Te llevaré...
-No hace falta, de verdad.
-Haga falta o no, te llevaré -insistió Pedro-. Es lo mínimo que puedo hacer -añadió.
-De acuerdo, gracias -aceptó ella amablemente.
Los dos parecían como si hubieran combatido en la guerra... y perdido, pensó Paula mientras volvía al dormitorio para recoger sus cosas. Todavía no las había sacado de la maleta, y no necesitó más de cinco minutos para recogerlo todo y salir de allí.
De allí y de la vida de Pedro.
Paula no sabía si podría aguantarse las ganas de llorar hasta que volviera a su piso.
Sería demasiado humillante llorar delante de él.
Con una última ojeada a la habitación, decidió que ni ella, ni el bebé, pertenecían a ese
mundo.
-Yo te la llevaré -dijo Pedro mientras agarraba la maleta de Paula-. Yo... tengo ahí el retrato para que te lo lleves también -añadió con calma mientras señalaba el cuadro envuelto sobre el sofá.
Pedro no sabía muy bien qué hacer con el cuadro de Alejandra. Había pensado ofrecérselo a los Padres, pero no le había parecido lo más adecuado. En cuanto a Paula, sería la única imagen que tendría de su madre, y debía pertenecerle a ella.
El no necesitaba el retrato para recordar a Paula. Sabía que llevaría su imagen dentro de él cada día del resto de su vida.
-No puedo -lo rechazó Paula abrumada-. Es un Miguel Chevis original y vale mucho dinero. Exponlo en tu galería o algo así -acertó a decir.
-Te pertenece, Paula -insistió Pedro con firmeza-. No debe estar en una galería pública.
Paula ya no aguantaba más. Estaba a punto de echarse a llorar. Resultaba que Pedro ni siquiera quería el retrato de Alejandra : un recuerdo del error cometido.
-¿Tienes miedo de que los hombres babeen delante del retrato de la abuela de tu hijo o hija, Pedro? -le espetó ella.
Pedro admitió que se lo tenía merecido. Eso y mucho más.
-Sólo quiero que lo tengas, Paula -contestó él bruscamente-. Te pertenece a ti y a tu familia.
Pero, tal y como había dicho Pedro, no era la clase de retrato que alguien colgaría sobre la chimenea del salón.
-Está bien -aceptó ella-. Supongo que siempre lo podré vender y guardar el dinero para nuestro hijo o hija.
-Yo mantendré a nuestro bebé, Paula -Pedro se sobresaltó ligeramente-, y a ti también.
-Sólo hasta que pueda volver a trabajar -Paula sacudió la cabeza-. No hace falta pagar dos veces por el mismo error -añadió.
-¡Nuestro bebé no es un error! -gritó Pedro con la ira reflejada en el rostro.
-Me refería a mí, Pedro -dijo Paula con tristeza-, no al bebé.
-Tú tampoco fuiste un error, Paula -murmuró Pedro con los ojos entornados.
Paula sabía que Pedro tendría que explicarle a Sally su existencia, y esperaba que la otra mujer entendiera y aceptara que Pedro no había empeorado su error casándose con ella.
-Te dejaré a ti las gestiones para anular la boda -Paula acababa de recordarlo.
A fin de cuentas, salvo por la fecha y la hora, ella no tenía ni idea de cuáles eran los preparativos.
-Me encargaré de ello -asintió Pedro-. ¿Podemos irnos ya de una vez? -gruñó con impaciencia-. Nunca me han gustado las despedidas, y ésta es... bueno, vayámonos, ¿de acuerdo? -dijo mientras se pasaba una mano por los espesos cabellos.
-Supongo que querrás que te devuelva esto también -Paula empezó a quitarse el anillo.
-Por favor, Paula, no añadas el insulto al dolor -dijo Pedro mientras la miraba con rabia-. El anillo es tuyo. El retrato es tuyo. Y cualquier cosa que aceptes de mí será tuya también.
Pero no su corazón.
No su amor.
Y eso era lo único que ella quería de él...
Sin embargo, Paula sabía que el orgullo no la llevaría a ninguna parte, y en los meses venideros iba a necesitar la ayuda económica de Pedro. Ojalá hubiera podido rechazar su dinero, pero no podía, no sin convertirse en una carga para sus padres.
-De acuerdo -aceptó resignada-. Ya estoy lista para marcharme.
Pedro no estaba seguro de estar listo para dejar que Paula se marchara. Pero no tenía elección.
Desearía no haber visto ese retrato y dar por hecho que la modelo era Paula.
Desearía haberla escuchado cuando ella insistía en que no era ella.
Desearía no haber asumido que ella había intentado cazar a dos hombres ricos, y fallado.
Pensó que él era el tercero en la lista, con el agravante de un embarazo.
Si no hubiera pensado así, a lo mejor podría pedirle una segunda oportunidad a Paula.
Pero había pensado así.
Y Paula le daba su merecido, desapareciendo de su vida.
Paula miraba por la ventanilla del coche, camino de su piso, intentando contener las lágrimas, decidida a esperar a que Pedro se marchara. No podía dejarle ver cuánto le dolía su separación.
Ella no sabía cuándo volvería a verle... si volvería a verle siquiera.
A lo mejor Pedro decidía que sus abogados se encargaran de todas las cuestiones cortó en seco.
Paula se había vuelto hacia la voz y miraba perpleja al hombre que estaba sin habla y cuyo rostro palidecía por momentos mientras la contemplaba.
-¿Alejandra...? -dijo el hombre incrédulo.
Sólo había un hombre en el mundo que pudiera confundirla con su madre.
Pero ¡no podía ser!
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